Luisa y la tormenta

Bernardo Esquinca es autor de Belleza roja y la trilogía del terror: Los niños de Paja, Demonia y Mar Negro, así como de la Saga Casasola: La octava plaga, Toda la sangre, Carne de ataúd e Inframundo. Su más reciente libro es la novela Necropolitana (Almadía 2022). En esta ocasión, Esquinca nos ofrece un relato donde la mente del narrador le juega una mala pasada en lo que parecería un sencillo viaje de pareja a la playa

Luisa y la tormenta
Luisa y la tormenta Arte digital a partir de una fotografía de Freepik > Luis de la Fuente > La Razón

No vas a creer lo que sucedió.

Fui invitado a escribir un texto para una antología de cuentos, basados en un hotel de playa. El lugar, llamado Lo Sereno, se localizaba en el pueblo de Troncoso, a treinta kilómetros de Zihuatanejo. Por las imágenes que me mandó Sebastián, el coordinador del proyecto, se veía que era un lugar paradisíaco, apartado de la civilización, rodeado de montañas. Lo único que tenía que hacer era pasar cuatro días y tres noches en dicho hotel, y escribir lo que se me diera la gana, utilizando el entorno como inspiración. Los gastos de transporte y comidas corrían por cuenta del dueño, así que el plan resultaba atractivo.

Sin embargo, había algo que me inquietaba.

Acababa de divorciarme de mi segunda esposa. Aunque la experiencia de mi separación anterior me había dado perspectiva, y me sentía más fuerte para afrontar el trance, me encontraba solo. La invitación a Lo Sereno era para dos personas, el correo de Sebastián lo había dejado claro: “Todo incluido para usted y su acompañante”. No tenía novia, tampoco una aventura. Sería una oportunidad desperdiciada, pero lo que más me desconcertaba era otra cosa. Sebastián me había compartido la lista del resto de mis colegas invitados al proyecto: los conocía, todos estaban casados o emparejados; yo sería el único que acudiría al hotel sin compañía. A pesar de que ninguno de los involucrados coincidiríamos en Lo Sereno —se nos habían adjudicado fechas distintas—, me aquejaba un orgullo adolescente: veía mi soltería como una derrota. Para colmo, me tocó la última fecha del calendario de visitas; conforme mis colegas fueron asistiendo, me llegaban noticias de sus experiencias: éramos amigos, nos teníamos en un chat de WhatsApp, y nos encantaba presumir nuestros viajes de escritores. “La pasé in-cre-í-ble con Lucía”, mensajeó Ángel, aumentando mi desasosiego. “Excelente para ir en pareja”, escribió Pablo una semana después, provocándome insomnio. La estocada final la puso Manuel: “Te tratan de lujo, y hasta la pasión revive”.

Estuve a punto de cancelar el viaje, pero se me ocurrió una solución de último momento: invitar a Luisa. Trabajaba en la editorial que publicaba mis libros, y me había declarado su amor cuando aún estaba casado. Aunque no me sentía atraído por ella, sabía que era una apuesta segura. Unas cuantas selfies con Luisa, rodeado de palmeras y cocteles, funcionarían para mensajear a mis colegas y no sentirme tan miserable.

Lo consulté con Ricardo, mi psiquiatra, a quien le confiaba las decisiones importantes desde mi divorcio.

—Me parece que quieres tapar el sol con un dedo —me dijo, utilizando una metáfora que se acomodaba al tema de la playa.

—Al contrario —respondí y, siguiéndole el juego, añadí—: esta vez me quiero quemar. Me hace falta una ampolla. El dolor nos recuerda que estamos vivos.

—Es arriesgado, por tu estado de ánimo —Ricardo miró su reloj, y con esa frase dio por concluida la sesión.

No conozco a nadie que le haga caso a su psiquiatra. Yo no iba a ser la excepción.

Le llamé a Luisa para invitarla; se mostró tan sorprendida como emocionada, y luego de decirle una mentira a su jefe —mi editor— consiguió unos días libres. En cuanto me confirmó, le mandé el correo triunfal a Sebastián, avisándole que iba acompañado.

***

Como era previsible, el viaje resultó un desastre.

Luisa y yo no teníamos química. Sus manías chocaron con las mías desde que abordamos el avión de Viva Volar: yo quería cerrar la ventanilla —me pone nervioso la extensión inabarcable de nubes, quizá porque de algún modo me hace pensar en la eternidad— y ella la quería abierta: es claustrofóbica. Me bebí tres cervezas en el trayecto; Luisa agua mineral, pues no toleraba el alcohol ni —enfatizó— a los borrachos. En cuanto el avión aterrizó, se puso de pie, y sacó su maleta del compartimento, delatando su poca paciencia. Yo me quedé sentado: me parece ridículo sumarme a esa fila de pasajeros ansiosos por bajar cuanto antes, y que de manera paradójica tarda largos minutos en avanzar.

Yo me quedé sentado: me parece ridículo sumarme a esa fila de pasajeros ansiosos por bajar cuanto antes, y que de manera paradójica tarda largos minutos en avanzar

Sabíamos que la habitación del hotel tenía una sola cama; estaba implícito que dormiríamos juntos, pero desde el momento en que dejamos el equipaje y vi el lecho perfectamente tendido, con la tarjeta de bienvenida y unos chocolates sobre la colcha, comprendí que no quería acostarme con ella, como si ese detalle de recibimiento para las auténticas parejas me echara en cara mi falsedad. Algo peor sucedió cuando Luisa salió del baño con el bikini puesto: sentí un rechazo casi atávico hacia su cuerpo. No tenía que ver con su aspecto físico —muy cuidado, le gustaba acudir al gimnasio—, sino con mi patética situación, con el acto desesperado que me había llevado a procurar una compañía que no deseaba.

Para empeorar las cosas, me refugié en el alcohol. En la playa me bebí una cerveza tras otra, con el pretexto de que “en el mar se te sube menos rápido”, y para el momento de la cena ya estaba borracho. Por su parte, Luisa se había dedicado a pedir sus odiosas aguas minerales, y a hacer intentos con la tabla de surf; no logró montar ni una ola, pero al menos se mantuvo ocupada, lejos de mí. Cuando regresamos al cuarto, me desplomé en el lado izquierdo de la cama, sin preguntarle a Luisa cuál prefería, y caí en un sueño profundo.

La dinámica del día siguiente fue casi idéntica, con la diferencia de que bebí desde el desayuno: estaba crudo y pedí un par de mimosas. Permanecí tan encerrado en mí mismo, en mi frustración, que fui incapaz de disfrutar las cosas que me rodeaban: las palmeras que se mecían con la brisa, la arena blanca y resplandeciente de la playa, las iguanas que tomaban el sol de manera despreocupada a nuestro lado…

Para el tercer día la tensión era insoportable. Luisa se empeñó en quejarse de mi manera de beber, de la poca atención que le ponía, mientras yo luchaba por mitigar el efecto de las resacas acumuladas. Mi paranoia estaba a flor de piel: un pájaro pasó por encima de mi cabeza y me encogí, creyendo que se trataba de una piedra.

Harta de mí actitud, Luisa me dijo:

—Qué mierda de viaje.

No me importaba herirla. Le respondí:

—Te puedes largar cuando quieras.

Luisa me dirigió una mirada llena de desprecio, se levantó de la tumbona en la que reposaba, y se alejó con paso enérgico por la playa, hasta desaparecer de mi vista. Comenzaba a oscurecer; el berrinche no podía durar mucho. Subí a la habitación, me tomé un par de aspirinas, y me acosté a esperarla, mientras preparaba el discurso con el que pensaba disculparme: aceptaría que había sido una mala idea venir juntos, reconocería mi mal humor y mi actitud autista, aunque omitiría decirle que la había invitado porque era, literalmente, mi única opción. Quedaba un día más de esa pesadilla; intentaría beber menos y ser comunicativo, mostrar un lado amable para que Luisa no me odiara tanto: a fin de cuentas seguiríamos viéndonos porque éramos parte de la misma editorial.

Me quedé dormido. Un par de horas después me despertó una tormenta. Los relámpagos iluminaron la habitación, mostrando el lado derecho de la cama vacío. Sentí un terror profundo: aquel viaje podía terminar peor de lo que imaginaba. La adrenalina me hizo reaccionar, y salí en busca de Luisa. El viento doblaba las palmeras, las olas se alzaban como enormes bloques de obsidiana. Caminé por la arena con dificultad, cegado por la lluvia y los ventarrones. Grité su nombre varias veces, pero ni siquiera podía escuchar mi voz. En algún momento perdí de vista el hotel; me vi rodeado de una naturaleza salvaje, de una soledad abismal. Los relámpagos rasgaban el cielo como si quisieran destriparlo. Parecía que había accedido a un edén primitivo, al momento mismo de la creación. Comprendí que estaba ante fuerzas desconocidas, y que debía volver sobre mis pasos.

***

Entré al cuarto con el cuerpo aterido. Me metí a la tina y dejé que el agua caliente me reconfortara. El amanecer me sorprendió mientras me vestía.

Luisa no regresó al hotel. Sus cosas continuaban en la habitación, por lo que era poco probable que hubiera vuelto a su casa. Hablé con Sebastián, y le señalé el rumbo que Luisa había tomado al marcharse. Me explicó que eran kilómetros de playa virgen.

—Allí no hay nada —dijo, con rostro preocupado—. Ni casas, ni caminos. Es raro que no haya vuelto.

—La tormenta pudo haberla confundido…

—¿Cuál tormenta?

No pude seguir hablando. El estómago se me revolvió y fui a vomitar al baño. Cuando regresé, mi anfitrión hablaba por su celular con la policía, y reportaba a Luisa como desaparecida.

Hasta ahora, su paradero es una incógnita.

***

Luisa se convirtió en el tema central de mi terapia. La culpa y los remordimientos me consumían. Mi obsesión era tan grande, que había provocado algo en apariencia imposible: hacer que dejara de rumiar mi reciente divorcio. Ricardo me tenía paciencia, o hacía como que me la tenía; para eso le pagaba. Supongo que mis callejones sin salida lo tenían cansado, porque comenzó a hacer un juego extraño y perverso, en el que intentaba poner en duda mi cordura.

A la enésima ocasión que abordé la desaparición de Luisa, me descolocó con la siguiente frase:

—Tú nunca fuiste a Lo Sereno, lo hemos hablamos muchas veces. ¿Te estás tomando las medicinas que te receté?

Me quedé helado: no habíamos comentado eso antes, y tampoco me había recetado medicamentos.

—¿Es una broma? —pregunté, incómodo.

Ricardo me sostuvo la mirada, serio. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un papel, y me lo extendió.

—No suelo hacer esto —dijo—, pero como no progresas, me pareció necesario. El dueño de Viva Volar es amigo mío, y me facilitó la información. Allí vienen los datos del día y la hora en los que afirmas que viajaste con Luisa a Zihuatanejo…

Miré la hoja, perplejo. No entendí por qué Ricardo me hacía eso. Tanto tiempo tomando terapia con él; le había confiado mi mente, y ahora se quería burlar de mí.

Vuelo VV3144, CDMX-Zihuatanejo, 6:30 AM, viernes 14 de junio de 2019

Revisé la lista de los pasajeros que habían abordado. No estaba mi nombre.

—Debe ser un error —alegué.

Ricardo se enderezó en su silla, y recargó lo codos en el escritorio.

—Sí acudiste al aeropuerto, y te presentaste en el mostrador, pero no pudiste abordar…

Iba a interrumpirlo, pero me detuvo con un gesto de la mano.

Foto ilustrativa del mar y un bote
Foto ilustrativa del mar y un bote

—…no hiciste el check in en línea, por lo que debías pagar 200 pesos. Ofreciste un billete de 500, pero la señorita que te atendió dijo que sólo aceptaban tarjeta, y tú no traías. Perdiste el vuelo por una tontería, y eso te hizo explotar: tuviste un brote psicótico, intentaste agredir al personal de Viva Volar; se necesitaron tres policías para controlarte. Pasaste varios días detenido, hasta que acudí al Ministerio Público a testificar sobre tu frágil estado mental. Acéptalo de una vez: nunca te subiste a ese avión.

—¿Me estás diciendo que me lo imaginé todo? El hotel, las bebidas, el pleito con Luisa, la tormenta… Demasiados detalles para ser una alucinación.

—Tuviste una variante de la Fuga Disociativa. Ya lo hemos discutido.

—¿De qué hablas?

—La gente que tiene una Fuga Disociativa, provocada por un factor estresante, puede cambiar de personalidad sin saberlo y vivir otra vida. Tú no cambiaste de personalidad, pero imaginaste un episodio completo.

La vista se me volvió borrosa, las manos me temblaban. Una imagen acudió a mi mente, cargada de sensaciones: frío, angustia, cansancio. Vi dos cuerpos empapados. Era un recuerdo tan vívido como real.

—Sé que estuve allá con Luisa, en medio de una tormenta —dije, haciendo un esfuerzo para que mi voz no se quebrara—. Lo voy a demostrar.

***

Acudí a la editorial con el pretexto de cobrar mis regalías, y aproveché para preguntar por Luisa. La secretaria me explicó que su situación laboral había cambiado: ya no trabaja de planta en la oficina; ahora era freelance.

—¿Desde cuándo? —quise saber.

—Tendrá un mes.

Me fijé en el calendario que reposaba sobre el escritorio: era 14 de julio, había pasado un mes desde el incidente en el aeropuerto.

Foto ilustrativa de olas
Foto ilustrativa de olas

Después me dirigí a casa de Luisa. Vivía en un edificio de departamentos antiguo; le gustaba la arquitectura clásica, igual que a mí: el único rasgo que teníamos en común. Timbré varias veces en el interfón, sin obtener respuesta. Un vecino salió en ese momento, y aproveché para entrar al vestíbulo. Me fijé en el casillero de su correspondencia: acumulaba sobres con fecha de junio. Luego hice lo que debí haber hecho desde un principio, pero que dejé hasta el final, porque era lo que más desasosiego me causaba: llamarle a su celular. Me respondió una grabación: el usuario a contactar está fuera del área de servicio…

Entonces comprendí: Luisa continuaba perdida en Lo Sereno. Tenía que encontrarla y traerla de regreso para recuperar mi tranquilidad. Ni Ricardo ni su teoría sobre mi padecimiento podían ayudarme.

Luisa y la tormenta me salvarían.

***

Mis manías son arraigadas. No realicé el check in antes, nunca me ha gustado hacerlo y no iba a cambiar mi manera de pensar por la política absurda de una aerolínea. Sin embargo, en esta ocasión me aseguré de llevar una tarjeta. Cuando la chica del mostrador de Viva Volar me la pidió, sentí un extraño placer al entregársela: era como si estuviera viviendo de nuevo el mismo episodio, pero ahora del lado correcto. Un déjà vu mejorado. En el avión, el asiento contiguo al mío iba vacío: era el lugar de Luisa, no me cabía duda. En su honor, dejé la ventana abierta y me puse a contemplar el mar de nubes, esa extensión que me provoca angustia porque no tiene principio ni fin. ¿Dónde empiezan y dónde acaban las historias? Sabía que encontraría una respuesta en Lo Sereno. Incluso el nombre era profético.

Una vez en el hotel me dediqué a hacer lo que dictaba mi lógica: repetir los actos de la anterior visita. Bebí un trago tras otro en compañía de las silenciosas iguanas. Podía sentir a Luisa cerca, escuchar el eco de sus amargos reclamos. Por suerte, no me topé con Sebastián: su reacción ante mi presencia me hubiera dado una pista anticipada, que sólo contribuiría a aumentar mi incertidumbre.

Cuando anocheció, me fui a la habitación, borracho. Me acosté en la cama con ropa, y aguardé a que me despertara la tormenta.

Los relámpagos me guían en la playa. Me alejo de la orilla, temeroso de que las olas me engullan.

***

Los relámpagos me guían en la playa. Me alejo de la orilla, temeroso de que las olas me engullan. La lluvia y el viento me obligan a cerrar los párpados de manera constante. Avanzo a trompicones, como si aún permaneciera borracho; pero estoy sobrio: el frío y la fuerza de la tormenta me han despejado la cabeza. No hay señales de civilización a mí alrededor. Sólo veo las plantas de hojas enormes que habitan en este paisaje prehistórico.

Caigo sobre la arena, vencido por el cansancio. Me siento desorientado. La tormenta ha borrado mis huellas; no sé hacia qué dirección se encuentra el hotel. Me doy cuenta de que lo mismo debió pasarle a Luisa la noche que desapareció. Vencido por este enigma sin resolución, comienzo a llorar; alzo el rostro y dejo que mis lágrimas se confundan con la lluvia. Soy el culpable de nuestra desgracia. Debí haber venido solo a Lo Sereno, y no involucrar a Luisa. Ahora se ha creado un lazo indisoluble entre ambos, que nos vincula más allá del tiempo y del espacio. Porque la mente, al igual que los horizontes cuajados de nubes, no tiene principio ni final…

—Bernardo —me dice una voz conocida—, ¿qué haces aquí?

Abro los ojos y veo a Luisa, parada junto a mí, desafiando a la tormenta. Me extiende una mano; la sujeto y me levanto. De pronto siento que el universo se acomoda, que un engranaje ha caído en el lugar correcto, y que la maquinaria del cosmos se ha vuelto a poner en marcha.

Voy a decir algo, pero ella se adelanta:

—Me desperté, y no te vi en la cama. Te busqué por todas partes. ¿Estás bien?

Observo las olas negras rompiendo en la orilla, los relámpagos que arañan el cielo, la tormenta que nos sacude con la violencia de un mundo que acaba de nacer.

Clavo la mirada en Luisa. Estoy listo para el siguiente ciclo. Le digo:

No vas a creer lo que sucedió.

Foto ilustrativa de la playa
Foto ilustrativa de la playa