En julio de este año leí En busca del tiempo perdido mientras navegaba el Amazonas. O quizás sería más exacto escribir que navegué el Amazonas mientras leía En busca del tiempo perdido. No lo sé. Pero la duda principal no se encuentra en qué acción o actividad contiene a la otra, pues con el correr de los días ambas terminaron por confundirse. Y si esta confluencia —nunca mejor dicho— ya se hizo patente durante la lectura o el viaje, en el recuerdo aparece como inevitable, como si fuera imposible navegar el río sin leer a Proust, o leer a Proust sin navegar el río. La duda principal atañe a qué verbo emplear, pues lo mismo da navegar En busca del tiempo perdido que leer el Amazonas.
Uno se deja arrastrar por la novela y encuentra imposible detenerse, a riesgo de quedar varado; sus páginas a veces avanzan trabajosamente, casi estancadas en reuniones sociales de diálogos intrascendentes e interminables, y a veces adquieren una potencia tremenda, en la que los personajes se precipitan a su destino sin posibilidad de dar marcha atrás (Swann casándose con Odette, Marcel encerrando a Albertine). Y de la misma manera uno lee el Amazonas en busca de signos, de algún paisaje para subrayar con la cámara, queriendo reconocer lo que previamente había leído sobre el río y su inconfundible estilo de frase larguísima y tono lírico, obsesivo y perverso.
Ambos se parecen más de lo que se creería al primer vistazo, tanto en su grandeza como en el detalle. Allí están río y novela con su voluntad de contenerlo todo y de recrearse a sí mismos siempre, con su lento, inevitable y trágico discurrir a través de épocas y territorios, y con su poder de evocación y resurrección, gracias al cual, de pronto y mágicamente, una pequeña ola en sus fuentes en Los Andes es la misma que un reflejo en su desem-bocadura en Belén, y una tarde de vejez en un salón parisino es la misma mañana de juventud en un hotel de playa en Balbec, que se comunican gracias a la textura idéntica de una servilleta que se frota y de una toalla que se recuerda.
Pero esta megalomanía de atravesar continentes y de recuperar tiempos idos no implica olvidar el detalle, al contrario: En busca del tiempo perdido es lo que es no sólo por sus delirios de grandeza, cumplidos en este caso, sino también por su empeño de capturar cada pequeño detalle y sensación y de volver una y otra vez a ellos, ya sea el olor del barniz del barandal de una escalera, una sonata o el sentimiento de vacío producido por el abrazo negado de la madre, y el Amazonas es el que es no sólo por ser el río más grande del mundo, sino por un atardecer rojo, a un día de Manaos, en el que pareció que nada de lo que ha sucedido en el mundo hubiera ocurrido nunca, o por el salto de un delfín rosa, en las afueras de Santarem, que demostró que, por más grandiosidad que pueda contener un nombre, lo que sigue resultando más urgente es el juego.
No la leyeron los lectores franceses que tuvieron los siete tomos de corrido, pues para entonces el mundo de los salones y la belle époque ya era otro
MIENTRAS NAVEGO el Amazonas y leo a Proust se me atraviesa una certeza: es imposible navegar el Amazonas y es imposible leer a Proust. Nadie lo ha hecho nunca, y no me refiero a hacerlo junto, sino a acciones independientes una de otra. No lo hizo Francisco de Orellana, el primer europeo que, tras cinco mil kilómetros y siete meses de involuntaria expedición, llegó al Océano Pacífico; no lo hizo porque no sabía qué río navegaba y tan es así que tuvo que ponerle nombre. Sin su épica, sin su literatura, sin su leyenda, el Amazonas es sólo un río más, y no es lo mismo combatir contra ejércitos de mujeres guerreras, como supuestamente lo hizo Orellana y de allí el nombre que eligió, que saber que se navega el río en cuya orilla habitaron ejércitos de mujeres guerreras.
No lo navegaron los caucheros, que con un régimen de esclavitud levantaron algunas de las ciudades más boyantes de su tiempo en plena selva, como Manaos, cuyos palacios y ópera se resignan a las glorias pasadas y a la lenta decadencia presente; no lo hicieron porque para ellos el Amazonas no fue un río en el que se crearon y desaparecieron fortunas, y no se enteraron de que el río es un larguísimo recuerdo de que no hay riqueza que permanezca, pues de lo contrario habrían sido más prudentes.
No lo navegan los barcos de pasajeros que recorren la totalidad del río, desde Perú hasta el otro lado del continente, pues al establecer un servicio de transporte certifican que el río no es infinito y que aunque tome semanas llegar a su fin, éste existe, y en cuanto se abre la posibilidad de recorrer el río en una empresa de transportes con un itinerario reglamentado, el Amazonas deja de ser el Amazonas, pues una de sus particularidades es la de existir siempre, permanentemente, con escalas innumerables y sin un final evidente.
Y TAMPOCO NADIE ha leído En busca del tiempo perdido. Desde luego no lo hizo Proust, quien lo escribió y supo en qué personas de la vida real estaba basado cada personaje de la obra, la cual empleó como territorio para sus pequeñas venganzas y homenajes secretos, en lo que desde luego es una travesura indigna de una de las más grandes obras de la literatura occidental, lo que basta para probar que Proust ignoraba lo que leía cuando releía lo escrito.
No la leyó André Gide, quien la rechazó, cuando a ningún editor se le ocurriría rechazar a Proust, y Gide de hecho no lo rechazó a él, sino a un homónimo que pasó su vida intentando ser escritor sin escribir y que cuando al fin lo hizo bosquejó una mezcla de recuerdos personales y escenas esnobs en cientos de páginas. No la leyeron los pocos lectores franceses que fueron devorando la inmensa novela tomo a tomo, conforme se publicaba, pues esta lectura fragmentaria rompe la continuidad en la que se basa la propuesta de la obra. No la leyó Gilles Deleuze, pues una lectura mínimamente seria exige haber leído Proust y los signos. No la leyeron Pedro Salinas y Estela Canto, dos de sus traductores, pues la exigencia de detenerse en cada frase y enfrentarse al problema de verterla al español hace de la novela un nudo de acertijos sintácticos más que una obra de arte. No la leyeron los primeros lectores franceses que tuvieron al fin los siete tomos de corrido, pues para entonces el mundo de los salones, la aristocracia de preguerra y la belle époque ya era otro.
En realidad nadie ha podido nunca leer a Proust, de la misma manera en que nadie ha podido navegar el Amazonas. En el mejor de los casos, el lector más aventurado y el viajero más atento han logrado apreciar algunas de las riberas de la novela, desplazarse por su superficie, dejarse arrastrar por su caudal y deleitarse con sus meandros gramaticales, o bien perder la no-ción del tiempo en las maravillosas frases subordinadas del río, detenerse en el adjetivo exacto de un ave posada sobre el sustantivo de un árbol, y hacer de los ritos y las ceremonias más reglamentados de la naturaleza un territorio en el que cualquiera se sorprende y se reconoce en su ansia de pertenecer, poseer y escapar.
YO TAMPOCO LEÍ En busca del tiempo perdido, por supuesto, ni navegué el Amazonas. Con suerte, navegué y leí un simulacro del Amazonas y de Proust. Soy plenamente consciente de que ambas actividades son anticuadas y extemporáneas. Nuestra época ya no está para grandes literaturas y demás solemnidades, y concebir en el presente un proyecto como el de Proust resultaría a todas luces ridículo. En los momentos más feli-ces de la lectura, me digo que entiendo por qué hasta hace no tantos años se le consideró como una de las más grandes obras jamás escritas, pero la sensibilidad a la que apela y el mundo en el que da por hecho que será leída me son tremendamente ajenos. Pasa lo mismo con el río. El tiempo de los viajes terminó, y yo, como cualquier otra persona que decida viajar al Amazonas, hago simplemente turismo. ¿Hasta qué punto mi lectura de Proust es también turística? ¿Hasta qué punto viajé aquí sólo para decir que aquí estoy leyendo a Proust, sólo para poder decir que lo leí?
Me compré en Buenos Aires, donde hice una escala de tres días antes de viajar a Brasil, los primeros dos tomos de En busca del tiempo perdido, pensando que me esperaban muchas horas de lectura. Tenía razón. Llegué a Manaos y compré el boleto de barco para el día siguiente, pero la nave que supuestamente abordaría se descompuso y quedó a la deriva en algún punto indeterminado del río. Mientras averiguaba esto y llegaba un nuevo barco, transcurrieron dos días de espera en el puerto y en una diminuta habitación de hotel mientras, claro, leía a Proust. En una caminata sin rumbo por la ciudad pasé frente a la Alianza Francesa y me compré el tercero. Así, cuando pude al fin abordar la embarcación, ya iba por la mitad del segundo tomo y llevaba el tercero por cualquier contratiempo. Una vez que coloqué mi hamaca y me acomodé junto con los otros seiscientos pasajeros, fuera de algunas caminatas y de la hora de comer, en realidad no tenía mucho que hacer a bordo, salvo leer a Proust. Fue lo que hice.
Al final del viaje, en Belén, conseguí milagrosamente el cuarto tomo en español, que empecé, y que terminé junto con los tres tomos restantes ya en la Ciudad de México, cuando el Amazonas era ya un recuerdo, reciente, pero recuerdo al fin y al cabo. Sin embargo, el recuerdo parecía prolongarse y adquirir vida, presente, en la lectura de las elegantes fiestas de la aristocracia parisiense, en los ataques de celos de Marcel y en las disquisiciones, circunloquios y digresiones que caracterizan a la obra, que lo mismo puede centrarse maniáticamente en la descripción de un objeto, que olvidarse por completo de lo que se estaba narrando, con tal de reflexionar durante cincuenta páginas sobre el extraño hecho de que ya nada es lo que era y sin embargo lo sigue siendo. De alguna forma, mientras leía a Proust, seguía navegando por el Amazonas.
ESTA LECTURA CAÓTICA e incómoda, muy lejos de ser ideal, tuvo su correlato, o su venganza, en el viaje por el río, también incompleto y casi inexistente. Si con la grandiosidad de su paisaje y con la exigencia de su clima el Amazonas atentó contra la lectura de Proust, lo mismo hizo este último con la contemplación que supongo exigía el río. Confieso que en más de una ocasión, en medio de un pasaje célebre de la novela, preferí despacharlo de prisa para no perderme el atardecer en cubierta, y me perdí más de un atardecer en cubierta por terminar con una escena del libro que se prolongó más de lo razonable.
Así me fui convirtiendo en el peor viajero y en el peor lector, conforme constataba que, lejos de ganarlos, página a página y kilómetro a kilómetro algo perdía del río y del libro, pues al conocerlos ya no los podía imaginar, que es donde más se goza de las cosas, aunque me quedaba el consuelo de que “los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido”. Pero, a la vez, la imposibilidad de navegar el Amazonas y de leer a Proust los salvaban, y me permitían seguir deseándolos, pues “sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no poseemos”.
Recuerdo que, en cubierta, pensé que no sería fácil volver a experimentar la sensación de ver puro río a ambos costados, sin rastro de ninguna orilla. Para ser sincero, el Amazonas no me evocó nada más que a sí mismo, por lo que concluí que tampoco nada lo evocaría, pues no hay paisaje ni experiencia equiparables. No contaba con que, hace no tantos días, al terminar el último tomo de En busca del tiempo perdido, de forma predecible y de todas formas sorpresiva, sentí exactamente lo mismo que estando en el barco, cuando, tras una travesía en que ya había dejado de contar los días y las noches, entramos en la desembocadura del río Amazonas, en la inverosímil ciudad de Belén.
Todo adquirió sentido entonces, como si se tratara de una iluminación que siempre había estado allí y a la cual simplemente había que prestarle un poco de atención. Conforme leía las últimas páginas de la novela sentí el sopor del trópico mientras la brisa del movimiento me refrescaba la cara; entendí que llegaba a un final ilusorio, pues de alguna forma todo sigue existiendo y el libro, en descarada correspondencia con el río, explicó parte del misterio de la vida al tiempo que lo alimentaba. La realidad de la lectura revivía la fantasía del viaje: “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura”, se dice en El tiempo recobrado, como cualquiera lo puede comprobar, refiriéndose al sueño que ya es mi viaje por el Amazonas, como sólo yo lo sé.