María Montessori, ¿feminista?

Pionera de la teoría pedagógica sobre la infancia temprana, la primera médica titulada en Italia y varias vecesnominada al Nobel de la Paz, María Montessori fue todo, menos convencional. Al desarrollarsu método educativo, que hoy permanece vigente en infinidad de países, encontró obstáculos no por faltade inteligencia o rigor, sino derivados de su condición de género: de acuerdo con los hombres de su tiempo,una mujer no debía estudiar medicina, ser independiente ni destacar. Aquí, un vistazo, a 150 años de su natalicio.

La doctora Montessori (1870-1952).
La doctora Montessori (1870-1952). Foto: Fuente: pinterest.com

Pocas acciones hallan respaldo más amplio e inmediato que cerrarle el paso a una mujer. Si va demasiado aprisa, ¡obstaculicemos su camino! Sentirnos sobrepasados por el ímpetu de una mujer creativa nos expone a la maledicencia y las burlas salpican nuestro nombre con un ácido que disuelve la autoestima. Cualquier cosa, menos ver a la mujer avante en un proyecto, individual o colectivo: nada desata más la envidia, nada corroe mejor el ego de los machos. Hoy las acciones de esa especie prueban la existencia del orden patriarcal, pero en épocas pasadas no había forma siquiera de conceptualizar ese dominio atroz. En el extremo opuesto, no quedaba sino la determinación de no dejarse avasallar o alejarse cuanto antes de la cólera de sujetos como Giuseppe Montesano y Edoardo Talamo. A nadie importaría saber quiénes fueron ellos, ni habría motivo para averiguarlo, salvo porque los dos incurrieron en una acción que los iguala con tantos de su calaña: haber bloqueado a una mujer en ascenso allegro energico e passionato.

EN LA BIOGRAFÍA de la educadora italiana por antonomasia, escrita por Ariadna Castellarnau y Mercedes Castro (María Montessori. La mujer que revolucionó para siempre la educación, RBA, Barcelona, 2019, 209 pp.), tanto Montesano como Talamo hacen lo que sea con tal de que María se vaya con su música a otra parte. El segundo la había invitado a dirigir una escuela en un plan de renovación de un barrio marginal de la ciudad de Roma.

La primera Casa de los niños (Casa dei Bambini ) fue inaugurada en enero de 1907 y unos meses después un segundo plantel abrió en el mismo barrio, pues los padres de familia hicieron suyo el proyecto gracias a los avances sorprendentes de sus hijos. A Edoardo Talamo le incomodó que el método pedagógico en construcción llamara la atención de la prensa y que los elogios de especialistas empezaran a abundar; luego, su “despecho masculino” y “arrogancia patriarcal”, a decir de las biógrafas, dieron al traste con la empresa: en 1909 censuró “el creciente protagonismo” de la joven y la cesó.

Un día, el vigilante del plantel recibió a María Montessori con un portazo y le impidió ingresar. Órdenes del señor. De nada le valió a la maestra haber echado a andar de manera tan eficaz esa aventura educativa; tuvo que irse, habiendo desarrollado en esas aulas, entre otras herramientas, “el juego del silencio”, útil para desarrollar autocontrol y concentración en los niños. Junto con ellos y sus padres llegó a formular que “nadie es libre hasta que es independiente”. Tal experiencia trascendía la escuela para llegar al barrio.

El magnetismo de Montessori, su talento disruptivo, su pujanza… alteraba esta costumbre: el mando lo ejerce
siempre el varón

CON GIUSEPPE MONTESANO el rompimiento había sido peor. En marzo de 1900 se inauguró en Roma una escuela para formar maestros de niños con discapacidades intelectuales. María y Giuseppe (su pareja sentimental y padre en secreto de su único hijo) asumieron la dirección. Ella puso en práctica sus ideas de una pedagogía científica: atender a los niños tomando en cuenta el entorno familiar, la salud y las condiciones sociales. Su anhelo de entrelazar medicina y pedagogía se concretó en septiembre de 1900 con la fundación de un instituto médico-pedagógico, donde Montessori y Montesano recibieron a una veintena de niños de asilos y manicomios de la ciudad. Las metodologías educativas fueron diseñadas por Montessori sobre la marcha, en el trabajo diario. Pero Montesano de pronto le dio la espalda al anunciar su boda con una joven que, a diferencia de la educadora extravagante, se avenía a la alta alcurnia de sus padres, en especial su madre, una duquesa encopetada. El acuerdo entre los dos pedagogos fue roto de modo unilateral. Ella renunció a la dirección del instituto y de la escuela, y se alejó cuanto le fue posible de tamaña deslealtad.

Después de Giuseppe Montano vendría Edoardo Talamo. Uno y otro borraron toda huella montessoriana y prohibieron mención alguna en el ámbito en que se ungieron a sí mismos reyezuelos. Misoginia en pequeñas dosis o a granel. Como se estila o se estilaba. Intromisiones decepcionantes, jugarretas supuestamente sutiles, manotazos del galán, del patrón, del experto, de los miembros del jurado. Tres veces, por ejemplo, María Montessori fue candidata al Premio Nobel de la Paz. ¿Es necesario recordar que en todas el ganador fue un hombre?

EN UNA SOMERA incursión por la vida de la educadora nacida en Ancona, Italia, el 31 de agosto de 1870, salta a la vista esta constante: iniciativas inspiradas, episodios decisivos tarde o temprano reventados por causa de la defección o bien de la inquina teñida de incomprensión del hombre. Abruptamente, el compañero, el socio, el superior jerárquico, el discípulo, todos reaccionaban abrumados por el peso de una recia personalidad; el magnetismo de la Montessori, su talento disruptivo, su pujanza, todo lo que provenía de ella alteraba esta costumbre: el mando lo ejerce siempre el varón. No le aguantaban el paso y, a falta de argumentos, se llenaban la boca de dicterios.

Una alumna suya, Ana María Maccheroni, recuerda en elogio de su profesora: “Todo lo que decía tenía el calor de la vida”. Y de otro modo lo mismo Castellarnau y Castro: “Se atrevió a brillar”. Eso no se perdona a la mujer en el mundo y sus universidades. Pueden ser funcionales, eficientes, productivas, disciplinadas, lo que sea, pero que no se atrevan a brillar.

SIN EMBARGO, el primer hombre cuyos prejuicios debió superar María Montessori fue su propio padre. La jovencita exasperó al señor, un militar imbuido de las ideas de la Unificación Italiana, cuando expresó su deseo de estudiar ingeniería, un coto de varones. El buen hombre luego pegaría el grito en el cielo al enterarse de algo aún peor: la muchacha, tras cambiar de opinión, proclamaba su férrea voluntad de estudiar medicina. El acabose. Era algo más que la afirmación de una personalidad. Contra la exclusión y la discriminación, María se planteó la construcción de “un destino propio”, a contracorriente del confinamiento, el sexismo, el relegamiento, la tupida red machista; la suya fue una lucha tenaz contra las variadas máscaras de la opresión patriarcal.

Chicas jóvenes de familias italianas acomodadas, ¿para qué iban a querer algo más que clases de piano, francés, costura y novelitas edificantes? Esas eran las tenazas de pudibundez y buenas costumbres en que creían florecer. Y para ceñudos padres, tutores circunspectos y maestros arrogantes, ahí estaba el librote “moderno y avanzado” de Jean-Jacques Rousseau: Emilio o de la educación, un mamotreto cargado de ideas innovadoras para los varones que veían reflejadas sus ambiciones en las del protagonista, Emilio, a cuya novia, Sofía, Rousseau reservaba en las páginas finales una educación articulada en tres ejes:

El primero de ellos es la castidad y la modestia; el segundo, la domesticidad; y el tercero, la sujeción a la opinión. Una mujer casta y modesta, pronta a tener en cuenta las opiniones de los demás y dedicada por completo a su familia y a su casa es el prototipo ideal de la mujer natural. (Castellarnau y Castro, op. cit., p. 18).

María clavó la pértiga en la arcilla y se elevó hasta acceder a la educación superior, incorporándose en una carrera vedada a las mujeres. La profesión de médico era, como categoría social, un privilegio masculino

LA FUTURA DOTTORESSA Montessori lo demostraría: no hay una construcción más asfixiante que esa patraña ideológica de la “mujer natural”. Nada más nocivo que el estereotipo apuntalado por los principios del sistema educativo lancasteriano y la moral victoriana: la memorización, la repetición, la vigilancia y el castigo. El papá trató de disuadir a la hija levantisca; la mamá, con sigilo, la apoyó.

En la Facultad de Medicina de la Universidad de Roma se afanaron en ponerle vallas y ella se lució al brincarlas; al final creyeron que la pararían en seco aplicándole un par de exámenes de latín y griego. La joven estudió en sus clásicos y superó con creces esos últimos obstáculos. Se ganó a pulso la inscripción. En 1892 ingresó a la facultad, pero con restricciones: sólo en la noche se le permitiría realizar sus prácticas de anatomía, sola y su alma, cuando los alumnos ya estuvieran en su casa, a salvo del escándalo de compartir la visión de un cuerpo de hombre con una ragazza enfrente. En las paredes del anfiteatro de la Facultad de Medicina retumbaba el eco del rechazo de alumnos y docentes a una estudiante cuya voluntad de convertirse en médica era indeclinable.

SI UBICAMOS ese logro en su contexto histórico es posible apreciarlo como una proeza. Apenas en 1883 se había autorizado a las estudiantes italianas ingresar a la educación secundaria; menos de una década después, María clavó la pértiga en la arcilla y se elevó hasta acceder a la educación superior, incorporándose en una carrera hasta entonces vedada a las mujeres.

La profesión de médico era, como categoría social, un privilegio masculino, de modo que a lo largo de sus estudios, María fue cubierta de comentarios injuriosos por sus compañeros, obligados a compartir salón, pupitre, auditorios y pasillos con una mujer.

En 1894, dos años después de su ingreso, ganó un premio bien remunerado por un trabajo sobre patología general. En 1895 obtuvo una plaza de asistente médico en un hospital de mujeres y otra más en uno de hombres enfermos sin recursos, y asimismo entró a la clínica psiquiátrica de la Universidad de Roma.

En 1896 hizo una exposición magistral como estudiante del último curso de la carrera. En julio, ante once profesores, presentó su tesis de licenciatura en la que examinó historias clínicas en pos de las claves para una definición de ciertos trastornos mentales en pacientes hombres, con lo cual se desmarcaba del extendido prejuicio que endosaba el concepto de locura a los comportamientos femeninos. Los profesores se rindieron ante la evidencia. María Montessori culminó su carrera sobreponiéndose a los insultos misóginos del sexismo imperante.

Entabló relación con grupos feministas en lucha por los derechos políticos y civiles de la mujer, y en el otoño de ese 1896, no bien convertida en dottoressa, fue invitada a formar parte de la delegación italiana que asistiría en Berlín al Congreso sobre los Derechos de las Mujeres. Sus tres intervenciones trazaron una línea ascendente en la constante evolución de su pensamiento socioeducativo:

Hablo en nombre de seis millones de mujeres italianas —expresó Montessori— que trabajan en fábricas y granjas durante dieciocho horas al día por una paga que suele ser la mitad de la que reciben los hombres por realizar el mismo trabajo, y a veces incluso menos. (Op. cit., p. 35).

DEFENDIÓ EL DERECHO de las mujeres solteras a entrar al mundo del trabajo; su derecho a decidir sobre el matrimonio y el control de sus bienes. Enarboló desde entonces la bandera de la equidad salarial entre mujeres y hombres. En el tema de la maternidad ella tenía materia vívida de reflexión desde 1898, cuando dio a luz a su único hijo, quien se convertiría en su colaborador.

Al asistir al Congreso Internacional de Mujeres en Londres denunció las condiciones de vida de las maestras rurales en Italia y de los niños forzados a trabajar en las minas en Sicilia. Ligó así el feminismo con reivindicaciones sociales y, al exponer sus ideas sobre el rol de la mujer como promotora del cambio, insistió en su derecho a la educación, el conocimiento, el trabajo fabril e intelectual, a votar, a decidir sobre la vida en pareja y las condiciones de la maternidad. Encontró interlocutores entre quienes luchaban por la igualdad social. (Op. cit., pp. 58-60).

En Roma asistió en 1908 al Primer Congreso de Mujeres Italianas y con su ponencia, “La moral sexual en la educación”, levantó ámpula entre los conservadores del catolicismo: la educación sexual —sostuvo allí— es esencial para liberar a las mujeres del puritanismo y de la moral que las esclaviza “al rol de cuidadoras y madres, ignorantes de la vida y de sus problemas, infantiles en sus pensamientos y en sus conciencias”. (Op. cit., p. 104).

Sus actividades como figura internacional de la nueva pedagogía y su reivindicación de la causa feminista convertirían su vida pública en un trajín incansable. Tanto en Nápoles como en Nueva York, en Boston y Milán, en Washington y Turín, en Nueva Delhi y Ámsterdam, sostuvo diálogos fecundos con jóvenes educadores y con figuras como John Dewey, Rabindranath Tagore y Gandhi.

CASI AL FINAL de su dilatada aventura reparó en que le había tocado atestiguar dos guerras mundiales. “El mundo en el que vivimos ha sido devastado y necesita ser reconstruido. Un elemento fundamental para ello es la educación”. (Op. cit., p. 163). Murió en Nordwijk, Países Bajos, en 1952.

MARIO RAÚL GUZMÁN (Ciudad de México, 1959) es editor de la revista de poesía La zorra vuelve al gallinero y del libro 19 poemas (2005). Es coautor de la selección y autor del prólogo de Jeta de santo, antología de Mario Santiago Papasquiaro (FCE, 2008 y 2016).

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