Uno de los primeros regalos que me hizo Roberto Diego Ortega fue la historia de Joel Piedra, poeta desaparecido al inicio del periodo presidencial de José López Portillo, al cual el propio Ortega añadió más adelante una plaquette engrapada de tapa azul con los poemas de Piedra, Espolón de proa, impresa en julio de 1979 por la Máquina Eléctrica, con un prólogo de Rafael Vargas.
Piedra fue la parte más fugaz del Taller de Poesía Sintética, fundado por Arturo Trejo Villafuerte y hospedado por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Ortega sabía de memoria varios poemas de Piedra, entre ellos uno que está en la entrega de abril de 1977 de la Revista de la Universidad. Piedra fue el primero de ellos que llegó a la Máquina Eléctrica, una editorial —como Alcancía, de Justino Fernández y Edmundo O’Gorman—de cuarto de trebejos. La desaparición de Piedra los marcó a todos. Guillermo Fernández, uno de sus editores en la Máquina Eléctrica, creó un taller que puso bajo la advocación de Joel Piedra.
Entre los numerosos talentos de Ortega uno lo condenó a reconocerse en la otra belleza, como decía Adam Zagajewski, en la belleza ajena. Y a identificarla y celebrarla, como con Piedra.
Entre los numerosos talentos de Ortega uno lo condenó a reconocerse en la otra belleza, en la ajena
ORTEGA LLEGÓ al tps luego de la formación de su antología fundacional, Doce modos, aparecida en Ediciones El Mendrugo, de la poeta argentina Elena Jordana. Y sin embargo Ortega no fue ni el primero ni el último de ellos en darle sentido a una primera suma lírica, fechándola en 1977, ni en darla a la imprenta con un título general: Línea del horizonte, otra plaquette engrapada con tapa color crema, la cual correspondía al sello de la Máquina de Escribir que circuló a partir de abril de 1979. De estos naufragios se salvó “Voladero”, publicado en la entrega de agosto de 1977 en la Revista de la Universidad, y luego espigado por Gabriel Zaid para su Asamblea de poetas jóvenes de México (1980):
Una señal oculta
búsqueda desahuciada por horas
[que se manchan
miradas de antes en mutaciones
[implacables
ternuras no encontradas por entero
[nunca
emociones que sin presencias
[agonizan
sospechosos desvelos
inmotivadas promesas al asedio
[de la noche
proximidad al voladero
obligado matiz de ciertos tiempos
pantanos presentidos en secreto
voces previsibles que quisimos
[escuchar
pero no del todo:
despeñarse es inminencia
[sin sentido
íntimo compromiso furtivamente
[consumado
a tientas
en silencio
con nosotros mismos.
ENTONCES EMPEZÁBAMOS a escribir notas para el suplemento cultural de una añosa revista política, Siempre!, a raíz de que en noviembre de 1977, Carlos Monsiváis nos invitó a Luis Miguel Aguilar, a Ortega y a mí a asistir a Bernardo Recamier en la formación de La Cultura en México los lunes por la tarde —sesiones de cuatro horas que hicimos transitar de la oficina de Vicente Rojo en la Imprenta Madero, en Iztapalapa, donde medíamos, marcábamos, leíamos y corregíamos las colaboraciones de cada entrega, hacia nuestra íntima distensión etílica en un lugar como La Bodega, digamos, durante la cual se podía hablar hasta bien pasada la medianoche y sin temor a enfadar a nadie de Auden y Schwartz y Berryman o de Vallejo y Neruda y Lezama Lima, en particular, y aun sólo de literatura e historia. O bien podíamos bordar sobre las inexplicables desapariciones en las atmósferas culturales de la hora.
Malos tiempos para dedicarse a la poesía, pero tal vez peores para llamarse Piedra.