Me dejé los güevos en IDLES

El corrido del eterno retorno

IDLES
IDLES Foto: nme.com

Mi vida es un cartón del monero Jis.

La pandemia nos machacó. Pero una vez levantada la cuarentena, la consigna era cobrar revancha. Y qué mejor manera de volver a sentirse vivo que asistir a un concierto de IDLES.

En la actualideath cada que anuncian un concierto en el país las carteras de los melómanos comienzan a temblar. Que una de las mejores bandas de punk del planeta ponga los boletos a seiscientos bien podría malinterpretarse como una afrenta contra el mainstream. Y como a mí me encanta malinterpretar las cosas, obvio que me subí al barco. Me pareció lo más radical que podía hacer una banda que tocara por primera vez en México. Un gesto de humildad. Un llamado que no se podía ignorar: “chingue a su madre el que no venga”. El dinero no podía ser un pretexto.

Aquello parecía una expedición al Ajusco. Mi compa Freïms, Prosa Bonita, los gemelos hidrocálidos, Roger, su chava Liz y yo nos trepamos a una uberneta rumbo al Pabellón del Palacio de los Rebotes.

Al rock lo han matado más veces que a la novela. Y existe un ideal romántico de que todo el tiempo tiene que ser salvado. Y una respuesta a ese leviatán para mí por aquellos días era IDLES. Ultra Mono me era más adictivo que la coca de vidrio para los godínez. Y quería ser testigo del portento desde primera fila. Pero mis acompañantes no me quisieron hacer un dos. Querían observar los madrazos desde la comodidad de la lejanía. Oh, cabrones, de haber sabido rentaba una habitación frente al Zócalo para ver el concierto desde ahí. Venimos a un toquín de punk, no a galerías a aplastarnos en los sillones vibradores que dan masaje.

Freïms debió sentir algo parecido porque me dijo
que nos metiéramos a la fábrica de moretones

HORAS ANTES nos habíamos propinado un cantinazo. Se presentó un incremento de temperatura en nuestra zona bucal, es decir, se nos había calentado el hocico. Así, una vez que entramos nuestras mentes clamaban por IDLES pero nuestros corazones sólo tenían un reclamo: chela, chela, chela. Y quién es uno para contradecirlos. Cada uno avanzó portando una cerveza en la mano como si nos dirigiéramos a conquistar Mordor. Nos instalamos en un lugar a la izquierda, lejos del centro neurálgico del mosh pit.

Aquél era mi primer concierto después de la pandemia. Esa sequía de meses que se sintió como si hubieran sido años. Y la única manera que encuentro para describir la sensación que me embargaba es una analogía basquetbolera. Pienso que así debió sentirse Michael Jordan al volver del retiro. Pisar una duela que creíste que jamás volverías a pisar. Fue en el Pabellón donde sentí que de verdad, por fin, se había terminado el maldito encierro.

Cuando Talbot salió al escenario me sentí como un monje tibetano con ganas de prenderse fuego a sí mismo. Freïms debió sentir algo parecido porque me dijo que nos metiéramos a la fábrica de moretones. Y ahí estábamos, dos güeyes de cuarenta y cinco años, en medio del mosh pit, como un par de turistas que se internan en Tepito para darse un baño de pueblo. No pasaron ni cinco segundos cuando la marea de chingadazos nos separó. A Freïms lo expulsó hacia atrás. A mí hacia el frente. A la línea de fuego. Justo donde quería estar.

LO QUE HACE UNO con tal de no envejecer, carajo. Cinco canciones después estaba empapado de sudor, me sentía en mi elemento. Con juventud o sin ella sigo siendo el rey, pensaba. Hasta que ocurrió el percance. Un morro que estaba a mi lado levantó su rodilla y justo en ese momento yo giré hacia él y me la encajó en los meros güevos. Y besé el piso. Me levanté en chinga, antes de que me rompieran un dedo a pisotones. A través de mis ojos acuosos vi a Talbot y me dije: ¿querías que me deconstruyera, no?, pues ai tá, hijo de la chingada. Qué mayor deconstrucción que ésa.

Fue un accidente, lo sé, pero qué bueno que ya me había hecho la vasectomía, porque ese faul me habría dejado estéril. Qué hacer con la energía que te queda al acabarse un concierto. Sólo existe una respuesta. Matarla con alcohol. Prosa Hermosa y yo nos fuimos a la Condesa a buscar una cantina para seguir la peda. Como era entre semana, todo estaba cerrado. El único lugar que encontramos fue un bar que ofrecía un tributo a The Killers. El mundo no es perfecto. Entramos y pedimos una cerveza. ¿Nos vamos a quedar a escuchar esta ojetísima música?, me preguntó Prosa Fresita. Sí, le respondí, al cabo que ya no tengo güevos. A lo mejor hasta me termina gustando.

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