Durante una época me prescribieron ansiolíticos. Soy admirador de algunas drogas. Y no está en mi sistema rechazar sustancias. Sin embargo, lo digo honestamente, creo que no los necesitaba. Sobre todo porque me los indicaron para dormir. Pero yo no tenía problemas de insomnio. Lo que me mantenía alterado es que al parecer estaba atravesando por una crisis de la mediana edad.
No es lo mismo tomarte un rivotril de dos mg para desconectarte del mundo después de tres días de juerga o tomarte cinco mg para pilotear mejor ese ácido que amenaza con convertirse en un mal viaje o molerte esos mismos cinco mg para inhalarlos por la nariz porque estás demasiado trabado por la coca, que tomarte religiosamente todas las noches tu pastilla. No me gusta hacer nada por obligación. Pero obedecí. Atraído por cierta fama farmacológica que aseguraba que si ingería la pastilla experimentaría un paraíso artificial que varias personas me ha descrito como el equivalente a flotar sobre el piso.
Pero como la mente es el enemigo más formidable, o de plano tantos años de abuso de sustancias me han hecho inmune, no se produjo el efecto deseado. Por las mañanas despertaba apendejado. Supuestamente ese efecto se desvanecería después de unos días. No fue así. Durante el día mi ansiedeath se atemperó, pero tampoco aprecié un cambio significativo. Entonces me dijeron lo mismo de siempre: cada uno es distinto y necesita una dosis particular y un medicamento determinado. Lo cual indicaba que para mejores resultados mayor dosis, lo que se traduciría en más apendejamiento. Lo paradójico es que mientras la psiquiatra me había suministrado el medicamento, la terapeuta me decía que yo no lo necesitaba.
Un día me descubrí chocando contra las paredes… Ya me dio parkinson, pensé
Por esos días leí un libro que me ayudó mucho a entender lo que me sucedía: Esa visible oscuridad, de William Styron. Publicado en 1992, su autor refiere que pese al avance de la medicina en realidad se sabe todavía poco respecto a su padecimiento: depresión. Mi caso era distinto. Yo no estaba deprimido. Pero la ansiedad que sentía también es proclive a atacar a los depresivos. Hoy, aunque los medicamentos se han perfeccionado y los efectos secundarios son bastante nobles en la mayoría de los casos, ocurre lo que Styron señalaba: se sabe todavía poco sobre la ansiedeath y la depresión.
Otro libro que fue bastante esclarecedor es Moda negra: duelo, melancolía y depresión, de Darian Leader. Como Styron, Leader está en contra de los tratamientos psiquiátricos generalizados. Para él la respuesta está en el psicoanálisis. Encontré mayor orientación en la literatura que en la terapia. Así que me envalentoné y cometí una pendejada. Después de consumir el ansiolítico durante unos meses me lo corté de tajo sin informar a la psiquiatra.
Algunos amigos que han transitado el asfaltado camino de los ansiolíticos me advirtieron que la estaba cagando. Que se deben dejar de manera progresiva. Que empezara a bajar la dosis. Que me tomara media pastilla unos meses y luego un cuarto durante otros tantos. Pero una noche que se me acabó la tira me dio toda la güeva del mundo presentarme otra vez en la farmacia con mi cara de minusválido emocional.
Un día me descubrí chocando contra las paredes. Daba los pasos del pie izquierdo más largo de lo acostumbrado. En la madre, ya me dio parkinson, pensé. Después comencé a sentir descargas eléctricas en ambas sienes. Sopota madre, me escamé. Me sentía desorientado. Hasta sentí mi habla como robotizada, hasta que un día de plano canté: “Me llaman, me llaman, me llaman Memotronic”. Obvio no le conté nada a nadie. Menos a la psiquiatra. Fueron unos días en que estuve en una zona que me es imposible definir. Pero nunca lo asocié con el ansiolítico. Y cada vez que empezaba a angustiarme repetía como un mantra: “Me llaman, me llaman, me llaman Memotronic”. Y por ridículo que resulte conseguía calmarme.
Cuatro o cinco semanas después, voy a usar la palabra favorita de la psiquiatra, la sintomatología desapareció. Los vasos ya no se me caían de las manos. Dejé de identificarme con la frase de Cerati que dice: “esta noche voy a ser un Robocop”. Durante ese tiempo así me sentía, como un Alex J. Murphy. Pero en lugar de alimentarme de gerber mi dieta consistía en puros burritos de chicharrón prensado.
Si alguien pretende dejar los ansiolíticos, obedezca a su psiquiatra. No haga lo que yo. No se lo recomiendo.