Melancolía y finitud

Rees neurales

Miguel Cabrera, Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, óleo sobre tela, detalle, ca. 1750.
Miguel Cabrera, Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, óleo sobre tela, detalle, ca. 1750. Foto: Fuente: es.wikipedia.org

La relación entre el canon melancólico y sus lenguajes artísticos es el tema de un ensayo de Roger Bartra, titulado La melancolía moderna. El abordaje se centra en la manera como las artes plásticas dan visibilidad a la soledad de fondo de las sociedades que han surgido a partir del Renacimiento: las pinturas de Durero, Goya, Artemisia Gentileschi, Munch, Giorgio de Chirico, Edward Hopper, son examinadas bajo una iluminación tenue y cuidadosa. Estos autores hacen visible el flujo de emociones subterráneas que conectan a la soledad individual con la historia colectiva de los últimos siglos.

La pintura de Durero, Melancolía I, presenta un ángel en estado de abatimiento. La obra es memorable por su capacidad para transmitir el pensamiento melancólico renacentista mediante imágenes. Pero la invoco en este ensayo porque me ayuda a establecer un puente con la pieza literaria más ambiciosa escrita en la Nueva España: Primero sueño, de Sor Juana Inés de la Cruz.

El poema de la monja apareció casi dos siglos después del grabado de Durero, durante el ocaso del siglo XVII. Contiene preocupaciones fisiológicas sobre la naturaleza del dormir, el soñar y la vigilia, pero también sobre los límites epistemológicos de nuestra búsqueda del conocimiento. En su célebre ensayo Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Octavio Paz propone un nexo conceptual entre Primero sueño y Melancolía I, de Durero: la conexión se da mediante una experiencia común, que consiste en “la contemplación de la naturaleza y la desazón del espíritu —angustia, zozobra, decaimiento, rebeldía— al no poder transformar esa contemplación en forma o idea”.

Hace muchos años, cuando la Vía Láctea se veía en el cielo de mi niñez, leí con mi padre una novela titulada Hacedor de estrellas, del pensador inglés Olaf Stapledon. En esta novela inusual, que funciona como una parábola filosófica, el autor realiza un viaje espiritual a través del plano cosmológico de la existencia, para atestiguar el fin de la especie humana, y el surgimiento de otras inteligencias extraterrestres menos ofuscadas por la violencia autodestructiva. El autor contempla el surgimiento de una conciencia cósmica que está muy cerca de obtener una visión omnisciente, pero nunca lo logra. Al terminar de leer la obra, escuché a mi padre hablar por primera vez sobre el poema de Sor Juana.

Hacedor de estrellas es como Primero sueño —me dijo aquella vez—. Las dos obras narran la búsqueda espiritual y cósmica de la totalidad.

Yo sabía entonces quién era Sor Juana, porque dos o tres veces al año recorríamos unos kilómetros desde nuestra casa hasta el hogar de la monja novohispana: era un pequeño museo localizado en el pueblo de Nepantla, en las faldas del volcán Popocatépetl. Mi padre, que no era feminista ni decía serlo, mostraba una admiración enorme hacia los famosos versos de la monja: “Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis”. Era como si la eficacia poética de Sor Juana llenara de convicción feminista a mi padre, y lo impulsara a despotricar en contra del sexismo de México y del mundo entero. Sus poderes intelectuales y retóricos de Sor Juana eran evidentes.

Por esa razón, cuando mi padre mencionó a la monja como precursora del viaje cósmico narrado en Hacedor de estrellas, quedé aún más asombrado. ¿Quién era esta mujer, capaz de sacudir la conciencia política de mi familia, y al mismo tiempo de emprender un viaje mental a través de la Vía Láctea? La descuidada arquitectura colonial de su museo, en los confines húmedos y fríos del volcán, no parecía el escenario para gestar una conciencia política y cósmica. Desde entonces leo y releo Primero sueño, en busca de las respuestas que no encontró mi padre, ni Olaf Stapledon, y al parecer tampoco descifró la monja.

Sor Juana observa las semejanzas entre las creaciones materiales de la humanidad y sus edificios cognitivos: las pirámides de Egipto y la Torre de Babel tienen a sus ojos la misma ambición y vanidad que los sistemas filosóficos, y encuentran la misma limitante: son trabajos efímeros del alma durante la búsqueda de una esencia eterna. La tradición alquímica que buscaba la armonía entre el microcosmos del ser humano y el macrocosmos del universo es reelaborada por Sor Juana, ¿con ironía o melancolía?

Así nos comparte su búsqueda de lo infinito, de una esencia primordial que sería la Causa Primera del universo, del orden natural de las cosas y de la mente humana. Pero esta búsqueda de un saber absoluto se ve frustrada; de allí surge el sentimiento melancólico identificado por Octavio Paz. La resignación frente al imposible saber total coloca a la monja en el terreno de la inmanencia. Su viaje onírico no es una fuga a la fantasía ni un delirio metafísico: se trata de una reflexión que desarrolla, en términos literarios, lo que la neuropsicología contemporánea conoce como metaconciencia.

La autora es consciente de sus límites epistemológicos, sabe que su visión intelectual no puede contener el infinito. El conocimiento de los límites intelectuales de la mente señala la diferencia entre el delirio místico y el sueño literario de Sor Juana. La monja ensaya formas racionales a lo largo del poema, y encuentra una razón melancólica. El efecto adverso de la sensatez es la pérdida del infinito, que la aleja incluso de lo divino. Pero encuentra la metaconciencia. Se trata del estrato deficitario en los sujetos procesados por la Inquisición como portadores de melancolía: ellos se ven arrastrados hacia encrucijadas espirituales, como Sor Juana, pero no disponen de los elementos para negociar con los sistemas sociales, porque son incapaces de poner orden y límite a las poderosas corrientes del pensamiento divergente. No admiten límites epistemológicos y son declarados locos, fatuos, por el intelecto carcelario de la Inquisición Española, según lo narra Roger Bartra en sus Doce casos de melancolía en la Nueva España.

Hacedor de estrellas es como Primero sueño
—me dijo—. Las dos obras narran la búsqueda espiritual y cósmica de la totalidad

A pesar de su admirable rebeldía intelectual, Sor Juana es capaz de negociar con los cánones culturales de su tiempo: los transforma con imaginación y sentido de la ironía, sin el desbordamiento autodestructivo de los sujetos delirantes procesados por la Inquisición. Primero sueño lleva al lector a una exaltación iluminada, pero mediante la crítica nos ofrece la posibilidad de realizar un ajuste de cuentas maduro entre la imaginación literaria y la dureza de lo real.

La búsqueda de conocimiento en Sor Juana a través de la poesía es la rara oportunidad para reunir, en un mismo camino, el espíritu de la poesía y el ánimo filosófico. Ignoro si Primero sueño llevó a la monja a un reencuentro con la vitalidad. Pero es mi deber, como lector, hacerle llegar una pequeña nota de agradecimiento. Porque el conocimiento (dirá María Zambrano tres siglos después)

... no es una ocupación de la mente, sino un ejercicio que transforma el alma entera, que afecta a la vida en su totalidad. El amor al saber determina una manera de morir. Porque es ante todo, una manera de morir, de ir hacia la muerte. Estar maduro para la muerte es el estado propio del filósofo.

Filosofar, ha dicho Montaigne, es prepararse para morir. La preparación es el reconocimiento de nuestra finitud, que plantea la urgencia por reencontrar las fuentes vitales.