Los meseros me defienden

“Carmina Narro es una agitadora trascendental. Los personajes que ha creado viven dentro de una prisión abstracta, carente de muros, una celda abierta a la que fueron conducidos cuando se hallaban atados o sometidos a un cruel estado de ingenuidad”, escribió Guillermo Fadanelli sobre las obras de teatro de la dramaturga. Este relato corto confirma sus palabras

Imagen de un Martini
Imagen de un MartiniFoto: Arnaud 25/Wikimedia Commons
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Por el espejo de la vitrina, a través de las botellas, miraba la puerta de entrada cada vez que la abrían para ver quién llegaba. Tal vez no era tan malo que te mataran por la espalda. Sólo un dolor profundo y recordar toda tu vida sin ver los ojos de tu asesino. Deslizarte sin golpes violentos hasta hundirte en el piso con la certeza de que no quieres pedir auxilio. Recorrí mentalmente todos los momentos en que C pudo haberme asesinado. Después de saber que hay alguien en el mundo que te odia, ya no se vive igual. Sentí envidia por la gente que no entiende lo que es sentirse todo el tiempo en peligro de muerte. Después de cuatro copas mi rostro palideció. Las ojeras se asomaban descaradamente y el miedo se había escondido tras la botella de ginebra. Le dije a don L que si en los tiempos de Liz Taylor hubiera habido quina light, no se hubiera puesto esférica. Don L sonrió afirmando con la cabeza. Le dije que a las gordas también las mataban. 

Oí demasiado fuerte el sonido de los hielos al chocar con el vaso sin líquido. Volteé hacia la puerta de entrada para cerciorarme de que C no estaba ahí, con sus pestañas largas, empuñando una navaja o algo menos elaborado, sonriendo como el día que nos enamoramos. Uno nunca debe fiarse de un hombre que tiene los dientes bonitos y separados.

—¿Le sirvo otro?

—¡Ah! —exclamé sobresaltada. Sonó como un relincho breve, como un suspiro aterrado. Don L me miró con cierta pena. Él era mi mesero de cabecera y ahora estaba sirviendo copas porque el cantinero no había ido. 

Para tranquilizarme, me puse a pensar en la bastilla del pantalón de don L, en si su esposa la habría cosido o si él mismo la había pegado con masking tape, como lo hacía C cuando se hartaba de no poder ensartar el hilo en la aguja y se enojaba conmigo porque me reía; le decía que de nada le servían esos ojos tan grandes que no veían nada. Cuántas veces habíamos soñado con estar solos, dormir juntos, ver la televisión tirados en un sofá como la gran hazaña del día. Cuántas veces. Nunca me han gustado las armas, pero por no dejar, le pedí a don L una botella vacía. ¿Si la estrellaba contra la barra, los picos de cristal podían ser tomados como arma blanca? Puso una botella vacía de mezcal junto al cenicero y me sentí tranquila porque no me preguntó para qué la quería. 

El farol de la esquina se encendió y esperé ver la silueta de C diciéndome adiós como lo hacía cuando salía de mi casa. Me asomé para ver sólo un perro desnutrido que atravesaba la calle. Seguramente don L pensaba que me habían corrido del trabajo y no tendría dinero para pagar la cuenta. Qué cansado endilgarle pensamientos a los demás. Don L cambió el cenicero que rebosaba de colillas. Me ofreció otro trago y me dio pena decir que sí. No me gustaba que el mesero me viera ebria, pero pensándolo mejor, eso era una estupidez porque sólo me veía sobria cuando llegaba al bar. 

—Ahora quiero un Martini.

—Martini... 

El hecho de que don L me viera el hombro izquierdo y repitiera “Martini” significaba que tal vez ya había bebido demasiado y la mentada copa tiene más de dos cargas de ginebra. O puede que no le importara que me cayera de borracha, pero sí dudara de mi solvencia para pagar la cuenta. O puede que sólo fuera una manera críptica de ser amable. O era sólo para hacer tiempo y recordar dónde había dejado el Noilly Prat o las aceitunas. O simplemente era una manía de repetir las cosas que no significaba nada, pero don L no tenía esa manía como otras personas… “¡Yaaaaaa!” exclamé, restregándome la cara con la mano en la que tenía el cigarro y escuché arder un mechoncito de pelo. Él ya estaba enfriando la copa con los hielos. Apagué el cigarro doblado y saqué otro. Don L lo encendió sin decir nada. Como siempre, tenía la delicadeza de no hablarme cuando se daba cuenta de que no quería hablar. No era como C que adivinaba el momento menos indicado para preguntarme qué estaba pensando, si es que puede haber un momento indicado para hacer esa pregunta. “Cristóbal quiere a Paulina sin boca”, ya estaba harta de repetir mentalmente la misma frase desde que había abierto los ojos a medio día y el sol había entrado inmisericorde por la ventana. Había soñado con un muñeco negro sin rasgos. No recordaba del todo la noche anterior. Tenía un golpe en la rodilla izquierda y me dolía el huesito de la muñeca. El día que le dejé una marca de mi anillo en la mejilla por el puñetazo que le di fue porque me sacó de quicio, no porque se lo mereciera. Entró un aire frío por la puerta de entrada y me volví rápido. Era uno de los parroquianos del lugar que siempre usaba guayabera. Probé el Martini, una bebida muy respetable. 

—¿Qué le pasó ahí? —preguntó don L. Traía una mancha de sangre a la altura del hombro. 

—Estuve en la carnicería de mi prima. ¿Se ve muy feo? 

Don L sonrió tímido para no decirme que sí. Me fui al baño, me quité la blusa y lavé la parte manchada. La sangre no es ese líquido rojo que uno ve en las películas, no, la sangre es espesa, huele fuerte y es difícil de quitar. Regresé a la barra con parte de la blusa mojada. Me sorprendí del equilibrio que conservaba. Hubiera querido caminar por alguna calle con faroles como Álvaro Obregón. Por fin había conseguido un poco de calma. Entró el aire frío otra vez y ya no voltee. Escuché la voz de C ofreciendo disculpas porque se había tropezado con alguien. Empuñé la botella de mezcal vacía y la estrellé contra la barra. Nunca imaginé que pudiera tener esos modales de bandolero. C ni se inmutó.  

—Soy yo, mi amor, no tengas miedo —dijo, y se sentó junto a mí. También traía la camisa manchada de sangre. 

—Me sirve igual que a la señorita, por favor. 

Se sentó sonriéndome. Mi brazo dejó caer la botella con picos. Apenas me recargué en la barra cuando el aire entró una vez más por la puerta y lo sentí helado en mi cuello. Todo a mi alrededor adquirió una distancia de colores sepia. Traté de poner torpemente mi muslo en el banco y casi me caigo. Don L tomó la bocina del teléfono y empezó a marcar, mirándome. Había llamado a la policía, pero él también tomó una botella vacía y la estrelló contra la barra. C lo miró sonriendo como si le estuviera extendiendo su copa.