Sobre mi piel

Doctora en letras modernas y psicoanalista en funciones, Karla Zárate —quien publica en este suplemento la columna quincenal Ojos de perra azul— es también una narradora mexicana del cuerpo y los sentidos. Su prosa inquietante, o bien provocadora, consta en las novelas Rímel (2013) y Llegada la hora (2019). Este verano, la editorial Gato Blanco lanzará en su colección Undertango el libro de relatos breves [De] Mi piel y otros cuentos. De ahí proviene la pieza que publicamos, con el sello inconfundible de la casa

Sobre mi piel
Sobre mi pielIlustración: Jaime Gutiérrez > Fuente > [De] Mi piel y otros cuentos
Por:

Hubiera preferido quedarme en la cama, como todas las mañanas. Después de abrir los ojos, disfruto estar recostada un rato más. Durante esos minutos es cuando recuerdo los sueños, que después de anotarlos en mi libreta, olvido. Reviso las noticias en el celular, el mundo vertiginoso en movimiento frente a mi letargo. Planeo mentalmente las actividades del día, que son casi siempre las mismas. Me pongo de pie, abro las cortinas. Preparo un café y lo tomo frente a la ventana mientras imagino cómo sería ser un árbol, una flor, una nube que lo observa todo desde arriba. Me meto a bañar, ahora soy agua. Así es la rutina. Esta vez, hoy que es domingo, no fue así.

Él amaneció a mi lado.

Mi cuerpo es un pliegue más sobre las sábanas. Desnudo. Expuesto.

Menos mío, más suyo,

un pedazo de carne, un enredo

de músculos,

nervios desmadejados.

ERAN LAS SIETE CUARENTA y apenas salía el sol. Por las cortinas entraba polvo y un rayo de luz. Efecto Tyndall sobre nosotros, hermoso, como un encanto de hadas.

Él también estaba ya despierto. No supe qué decirle, un buenos días me parecía fuera de lugar, poco genuino. No pronuncié nada. Él tampoco. Estábamos recostados de lado, frente a frente. Recorrió mi mejilla con el índice, después la nariz, párpados, barbilla, como si quisiera memorizar mis rasgos por primera y última vez. Yo hice lo mismo. Sentí la barba recién crecida, áspera, los labios gruesos. Metí el dedo a su boca, lo pasé por sus dientes delineados, jugué con su lengua, me hubiera gustado llegar hasta la campanilla y tocarla, luego pasar por la garganta y llegar hasta sus entrañas, para conocerlo mejor. Permanecimos en silencio, mirándonos. Una lámpara sobre nosotros estaba encendida, el resto del lugar en penumbras.

Portada del libro [DE] MI PIEL Y OTROS CUENTOS
Portada del libro [DE] MI PIEL Y OTROS CUENTOSFoto: Especial

Quise saber su edad.

Era alto y musculoso, moreno, tenía el cuerpo de alguien que hizo ejercicio en el pasado, lo intuí por las piernas y los brazos fuertes. El pelo era oscuro, hebras blancas comenzaban a asomarse por encima de las orejas y, aunque abundante, las entradas en la frente se empezaban a notar. Alrededor de los ojos tenía arrugas, surcos que al gesticular se marcaban más.

Por todo eso supe que rozaba los cincuenta. La mirada siempre delata los años transcurridos. 

—A mí no me hagas la misma pregunta.

—Tienes quince, veintidós, cuarenta y siete. Tienes todas las edades al mismo tiempo —respondió.

—Tampoco te diré cómo me llamo

—murmuré mientras me colocaba boca arriba y me estiraba.

—Tienes cara de... Ana, Mónica, Lucero, Yuri, Cleopatra.

—Nunca vas a saber mi nombre —le dije sonriendo.

—¿Apostamos?

—No.

—Entonces dímelo —insistió.

—No. Y yo tampoco quiero saber el tuyo. 

ENTRE RISAS ACERCÓ SU CARA a la mía y comenzó a besarme. Su aliento me embriagó. El sol insistía en colarse a la recámara. Alcancé a escuchar el canto de los pájaros y uno que otro coche pasar cerca de ahí. ¿Qué hora sería ahora? No importaba. Tampoco me interesaban las noticias. En esos momentos, el mundo de afuera me tenía sin cuidado, me daba igual si un meteorito había caído otra vez en Yucatán o si las ballenas estaban atacando los barcos pesqueros en la costa ibérica. Me coloqué encima de él.

—Quiero estar dentro de ti —musitó.

—¿Otra vez?

—Sí.

—Yo lo que quiero es meterme en tu piel contigo —contesté.

Me tomó de la cintura, giramos, ahora él estaba arriba de mí. Yo, inmóvil, bajo su peso. Abrí un poco las piernas, le permití entrar. Lo sentí rígido y tibio, buscando refugio hasta el fondo mientras movía sus caderas, ensartándose más, con rápidas embestidas. Sentí en mi interior varias punzadas, intensas, ambos gemimos y culminamos con un grito.

Me besó el cuello, me mordió un hombro, yo busqué su boca hasta encontrar la humedad en sus labios, tan mojados como los míos. Los recorrí con la lengua, dejé mi saliva y sabor plasmados en ellos.

Volvió a dormirse, como un león exhausto recién apareado. Respiraba profundamente, sudaba un poco por el pecho y las sienes, roncaba de

cuando en cuando. Rapid Eye Movement. Podría jurar que estaba teniendo una pesadilla, tal vez de monstruos alados, animales salvajes en el bosque, ovnis. 

Lo observé con la cautela que merecen las personas dormidas.

LO CONOCÍ LA TARDE ANTERIOR. Estaba sentado en una mesa contigua a la mía, en un restaurante francés al que nunca había ido. Era un lugar pequeño, con apenas diez o doce mesas. Era sábado, yo estaba caminando por las calles al lado de un bazar que había visitado antes, durante la mañana. Me detuve a leer el menú, la poca pretensión de los platillos y los precios razonables me convencieron a entrar. 

Edith Piaf sonaba desde las bocinas, je ne vais pas travailler. Las sillas eran blancas, los manteles largos, del mismo color, con lirios azules y rojos bordados en los extremos. Al centro de las mesas había velas y una ridícula y pequeña Torre Eiffel sobre un montón de servilletas blancas de papel. En el techo, tiras de foquitos iluminaban el espacio y daban la sensación de estar en otra ciudad.

El hombre que estaba cerca de mí pidió un café negro; yo, que tenía hambre, como siempre, había ordenado un poulet frite avec pommes du terre. Guapo, anteojos redondos, de aro chico color carey, chamarra de cuero negro y pantalones de mezclilla. Botas grises sin lustrar. Leía un libro con una figura abstracta en la portada, de un humano o un pájaro, no recuerdo el título. Cruzábamos miradas por unos segundos, él volvía a la lectura y yo al plato. Cuando no me veía, yo aprovechaba para observar sus movimientos. Con una mano sostenía el libro, con la otra la taza que no soltaba, las piernas cruzadas se salían de la mesa, movía el pie derecho constantemente, hacia un lado y hacia otro. El camarero trajo el vaso de vino tinto que había ordenado. Di unos tragos y me dispuse a empezar el ritual.

Con el cuchillo filoso dividí al ave frita en dos mitades; delantera y trasera. Separé la pechuga, los muslos y los contramuslos. El hombre estaba atento a lo que yo hacía. Las alas las coloqué aparte. Corté con precisión la carne, suave, jugosa y bien cocida; vertí salsa de tomate. Clavé el tenedor en un trozo, me lo llevé a la boca y lo mastiqué lentamente. Dejé a propó-

sito un poco de salsa roja en mis comi-suras. Volví a pinchar un pedazo y me dirigí a él. 

—¿Quieres?

Se levantó, se acercó y se lo di en la boca. 

DURANTE EL TRAYECTO hacia el hotel, a pocas cuadras de ahí, no hablamos casi, no nos preguntamos el nombre ni la edad, como normalmente hacen las personas en un primer encuentro. Tampoco gustos o preferencias. Yo le hubiera dicho que la comida del lugar me pareció asquerosa, pero que el vino no estuvo tan mal. Hubiera querido saber qué hacía ahí, por qué sólo tomó café. Se había hecho de noche y soplaba un helado vendaval. Cuando vio que temblaba de frío, me colocó su pesada chamarra sobre la espalda.

La habitación era amplia, agradable, paredes pintadas de gris y un sillón tantra rojo. Un jacuzzi vacío al fondo. Me asomé por la ventana que daba hacia la calle. Había pocos coches y ningún peatón, la banqueta cubierta de hojas secas. El viento seguía soplando. Bajé las cortinas y dejé una sola luz prendida que bastaba para mirarnos. 

Cruzábamos miradas, él volvía a la lectura y yo al plato. Cuando no me veía, yo aprovechaba para observar sus movimientos

Por instinto o por deseo nos fuimos quitando la ropa. Al deshacerse de la última prenda su pene ya estaba erguido y yo comenzaba a mojarme. Lo miré de arriba abajo, examiné la inmensa presa, una que parecía estudiarme también, analizarme. ¿Qué estaría pensando sobre mí? ¿Se estaría fijando en mis caderas, en mis pechos redondos, mi poca cintura? ¿Le gustará mi nariz? ¿Cómo vieron sus ojos viendo los míos? Eran, por cierto, del mismo color.

Me cargó sin el mínimo esfuerzo hasta la cama. Me acerqué a su pecho y me recargué sobre él: creí escuchar una arritmia. 

De adolescente se me aceleraba el corazón por las noches. Recostada, a oscuras, percibía que iba más rápido de lo común, tanto que no me dejaba dormir. Lo escuchaba, pum, pum, pum, sentía cómo presionaba, punzaba, quería salir de mi cuerpo a como diera lugar, abriría mi piel para ser ex-pulsado con violencia. Yo sería una joven sin corazón y no tendría sentimientos. Lograba ignorarlo después de un tiempo, al día siguiente funcionaba normal, hasta que volvía a oscurecer y se apresuraba, como si tuviera prisa de vivir o de morir. Algo mal tenía, una enfermedad extraña, incurable, y estaba segura de que ésa sería la razón de mi muerte. Un día amanecería en mi cama, inerte, y el resultado de la autopsia diría que fallecí por culpa de un corazón acelerado. En mis desvelos imaginaba que lo extraía con las uñas, lo arrancaba para examinarlo, así podría encontrar de una vez por todas el síntoma letal. Al sostenerlo entre las manos palpitaba aun más rápido, exhalaba por las cuatro cavidades, murmuraba en otro idioma algo que parecían reclamos hacia mí por no cuidarlo, tratarlo mal. Al hablar, mi corazón escupía sangre por la aorta y las arterias. Ante la angustia, le pedí a mi madre que me llevara al doctor. En el consultorio, el frío estetoscopio se posó sobre mi saliente seno izquierdo. “Todo está bien”, dijo el médico, y aunque yo insistía en lo contrario, me aseguró que no corría peligro. No le creí, y sigo dudando sobre el diagnóstico.

Sigo escuchándolo a veces, por las noches. Pensé que este hombre padecía de lo mismo que yo. Los dañados o enfermos siempre se atraen.

Lo abracé, nos besamos. Su sabor era dulce, dulcísimo.

Me tendió de espaldas, colocó sus manos sobre mis hombros, sentí su peso sobre mí. Lentamente me fue penetrando, abriendo mis húmedas

paredes, deslizándose, llenándome por completo, hasta el fondo, yo me arqueaba, me estremecía, todo él se arremetía contra mí. No dejamos de mirarnos a los ojos. Se vino, me vine, una vez, tres veces. Explotamos en fluidos. Él aulló al terminar, se fue saliendo, despacio, sentí el vacío. Se tendió a mi lado. Seguimos sin hablar y no hacía falta. El silencio

nos compenetraba. 

HUBO PLACER, MUCHO PLACER, pero a mí no me fue suficiente. Soy voraz. Quería más de este encuentro casual, único. Irrepetible. Deseaba hacerlo mío, poseerlo, ser su dueña, y no en partes, sino completamente. 

Conservarlo, tenerlo siempre adherido. 

Dormimos toda la noche. Al despertar, me levanté al baño. En una canasta había un jabón, una gorra para cubrir el pelo, un calzador, un costurero, un condón. Sobre el lavabo, un espejo redondo. A través del reflejo lo contemplé: enorme, desnudo, boca arriba, formando una cruz. Párpados

cerrados, su sexo en letargo. 

Indefenso.

Remover los casi dos metros cuadrados del tejido cutáneo no fue fácil. Con el cuchillo que me robé del restaurante, el del pollo, hice un corte sobre los hombros, un escotado cuello en V. Después, una ligera incisión alrededor de los gruesos tobillos. Jalé lentamente el tegumento desde abajo, para poder sacarlo entero. Él no se inmutaba, incluso noté que sonreía entre sueños. Seguí tirando una y otra vez, con cuidado, hasta dejar el pellejo intacto. Prendí las luces, extendí la epidermis al lado del cuerpo desollado, la planché con mis manos, sin dejar arrugas. 

Metí su piel sobre mi piel, me fui ajustando a la envoltura del otro, estirándola hacia arriba. Introduje los brazos, primero el izquierdo, luego el derecho hasta llegar a las manos, que como guantes me puse. Me quedó grande. Tomé el costurero. Cosí sobrantes, uní bordes, zurcí dobladillos. 

Calzó a la medida. 

Salí del cuarto, enfundada en su piel. Algo de su respiración la impregnaba aún. Todavía percibía el calor, las vibraciones, el remanente del pálpito de su vida. Caminé por las calles. Una ventisca anunció una tormenta. Cayó una lluvia helada. No sentí frío: iba protegida por él.