El miedo a enloquecer

“En su época, una melancólica significaba una poseída por el demonio”, escribe Alejandra Pizarnik en La condesa sangrienta. En la historia ha sido fecunda la ecuación mujer no convencional = endemoniada o, simplemente, loca. Bibiana Camacho recuerda casos de escritoras notables —la propia Pizarnik, Alda Merini, Charlotte Mew, Janet Frame, Sylvia Plath—, fustigadas a partir de diagnósticos acaso dudosos. ¿Padecieron problemas mentales o se les castigó por no ajustarse a lo que esperaba de ellas la sociedad patriarcal?

Alda Merini (1931-2009).
Alda Merini (1931-2009). Foto: Fuente: eroicafenice.com

Una de las estrategias más utilizadas para controlar a la sociedad y sobre todo a los niños es, sin duda, el miedo. “Te voy a regalar con el señor del costal” era una constante en mi infancia. Por si fuera poco, los cuentos clásicos infantiles, las historias de espantos y el imaginario propio contribuyeron a una sólida personalidad miedosa.

El Chamuco acompañó mi infancia algunos años pero, pese a los primeros intentos de los adultos, no logró convertirse en una amenaza; al contrario, mis vecinos y yo le teníamos cariño. Aunque su familia vivía a dos calles, únicamente le permitían dormir en casa; durante el día lo sacaban a la calle, como animalito, a que se hiciera cargo de sí mismo. Una vecina caritativa de nuestra calle le ponía por la ventana, a las dos de la tarde, un plato de comida, tortillas y un vaso de agua. El Chamuco o El Loco, como también lo apodaban, venía muy puntual a recibir lo que, sospecho, era su único alimento del día.

Resultaba evidente que tenía un problema mental que se había agravado con activo, a fin de paliar la soledad y el abandono. Los papás de los niños que salíamos a jugar insistían en su locura y peligrosidad; nos instaban a alejarnos de él. Sólo que El Chamuco en su extravío era generoso y divertido. A menudo jugaba con nosotros a las escondidillas, las tráis, stop, avión, hoyitos. Corría de manera torpe y desarticulada y tenía atributos de contorsionista, su elástico cuerpo joven cabía en casi cualquier lado. Además aullaba como lobo cuando el juego terminaba o entendía que él nos había vencido. A veces le cooperábamos de nuestro domingo para su activo; no pocas veces nos regalaba dulces cuya procedencia desconocíamos. Era El Loco de la cuadra, El Chamuco, y los niños lo amábamos.

Había otra loca, cuadras más adelante. Una mujer de edad indefinible, correosa y de cabello gris. Vivía en una casucha de láminas rodeada de una frágil barda, que el viento tiraba con frecuencia. Entonces salía enfurecida con una escoba a ahuyentar a los demonios que pretendían tirar su endeble vivienda. A veces la veíamos caminar presurosa con su bolsa del mandado, hablando sola y dando manotazos. A ella no nos acercábamos, nos daba miedo.

Desde niña tuve debilidad por los raros, a pesar de la exhortación de los adultos para que me rodeara de gente sana

Salomé, una de mis mejores amigas de la primaria, era objeto frecuente de burlas e insultos por su gordura, poca higiene y comportamiento errático. Me encantaba hacer travesuras con ella, pero procuraba ser muy cuidadosa porque pasaba con facilidad de la carcajada histérica al llanto doloroso. Me temo que a nadie se le ocurrió que sus arranques no se debían a un desequilibrio infantil, sino quizá a algo oscuro, cotidiano, familiar.

DESDE NIÑA SENTÍ DEBILIDAD por los raros, locos, diferentes, a pesar de la exhortación por parte de los adultos para que me rodeara de gente sana y además civilizada. Este interés se ha mantenido y extendido. Así he descubierto escritoras de exquisita calidad literaria que estuvieron encerradas en instituciones mentales, fueron medicadas contra su voluntad y, en algunos casos, se suicidaron. He procurado encontrar respuestas en sus libros, me he empeñado en leer entre líneas sus obras para dar con el hilo delgadísimo que zurció aquella supuesta locura. Y la verdad es que he salido de sus mundos colmada de más y más preguntas, que me trasladan a otras escritoras encasilladas en adjetivos estrechos como depresivas, melancólicas, locas, esquizofrénicas, paranoides.

La poeta italiana Alda Merini (1931-2009), quien estuvo internada en un psiquiátrico durante aproximadamente diez años, afirmaba que la locura da miedo. No sólo la de los otros; sobre todo la propia. Pero también asusta cómo actúa la sociedad ante personas que no se ajustan a los modos de vida convencionales, que no logran adaptarse a las dinámicas sociales ni buscan hacerlo. Leonora Carrington (1917-2011) fue internada en la terrible clínica española Villa Covadonga, dirigida por el doctor Mariano Morales. Era un sitio elegante, donde la gente de dinero depositaba con discreción a los parientes que eran motivo de vergüenza. Por si fuera poco, el doctor y su hijo realizaban experimentos terribles con los internos. Fue la propia familia de Carrington la que, tras la continua desobediencia de la artista y mostrar signos de desorientación, decidió internarla. No tomaron en cuenta que la pintora y escritora acababa de realizar un viaje traumático, en plena Segunda Guerra Mundial, durante el cual vio carros atestados de cadáveres, cuyos miembros asomaban por todas partes; tampoco les importó que estuviera profundamente sola y aterrorizada luego de que su entonces pareja, Max Ernst, fuera recluido en un campo de concentración.

Gracias a una enorme voluntad y a una prodigiosa imaginación, Carrington logró escapar cuando la familia decidió que sería mejor apartarla del mundo y recluirla de por vida en otro asilo, en Sudáfrica. De casualidad se encontró con un viejo conocido poco antes de emprender el viaje: era Renato Leduc. Se casó con él y así logró huir a México. Tiempo después escribiría Memorias de abajo, un breve relato aterrador sobre esta experiencia.

Tanto Merini y Carrington como Kate Millet (1934-2017) coinciden en que los manicomios semejan más bien campos de concentración en los que la gente, de por sí con importantes problemas mentales, es despojada de su tambaleante personalidad y libertad de acción, se la trata como desperdicio humano.

Elena Garro (1916-1998) y Nelly Bly (1864-1922) ingresaron a instituciones de reclusión y narraron de primera mano lo que ocurría dentro. Garro entró a un reformatorio de señoritas en la Ciudad de México, donde la mayoría de las reclusas se encontraba en pobreza y abandono. Muchas de ellas fueron recluidas, principalmente, por delitos contra la moral; no tenían posibilidad de defenderse o de adquirir herramientas para integrarse a la sociedad. Garro observó que dentro se repetían los mismos abusos de poder que afuera, pero acaso con más virulencia, gracias al confinamiento. El siguiente paso natural para estas niñas, si volvían a reincidir, sería La Castañeda, una de las instituciones más siniestras que Porfirio Díaz impulsó como prueba de desarrollo nacional y donde se recluía a la escoria de la sociedad: mendigos, prostitutas, parias y cualquier otra persona indeseable.

Por su parte, Nelly Bly estuvo en el psiquiátrico para mujeres Blackwell’s Island, en Nueva York. Es escalofriante descubrir la facilidad con que una mujer fue detenida y encerrada sin realizarle ningún examen ni diagnóstico médico: Bly se hizo pasar por una solitaria muchacha trabajadora y de pocos recursos.

Charlotte Mew (1869-1928).
Charlotte Mew (1869-1928). ı Foto: Fuente: freewheelproductions.com

LEO Y LEO, Y AUNQUE SÉ que la situación tanto en la medicina como en la psiquiatría ha avanzado, el estigma social es un lastre que persigue como una sombra maligna a quien ha estado confinado, sobre todo si se trata de una mujer. Millet estuvo en manicomios y fue medicada durante largos años con litio, una sustancia que le causó severos daños físicos y morales. Gracias a que conocía las leyes de Estados Unidos evitó que la llevaran sin su consentimiento a un manicomio una vez más, en lo que presentía el encierro definitivo. Aun así, la autora de Política sexual narra que la huella social se le quedó grabada en la frente como si portara una enfermedad contagiosa y mortal.

Es un hecho que a las locas no se les escucha, no se les mira, no existen. Alda Merini cuenta en La loca de la puerta de al lado que sus vecinos se burlaban de ella; a pesar de haber obtenido un merecido reconocimiento por sus hermosos libros de poemas, nunca logró adaptarse a la sociedad. Uno de sus médicos le decía que estaba loca por enamorarse a los cuarenta años y ella agregaba, risueña, qué pensaría ahora de mí, enamorada a mis sesenta. Luego de una infancia compleja en medio de la Segunda Guerra Mundial y con problemas económicos, una sensibilidad a flor de piel y recién parida, su propio esposo decidió internarla. ¿Será que incluso en las adversidades más crueles, uno tiene la obligación de mantener la cordura o de fingir que la mantiene?

Charlotte Mew (1869-1928) fue una poeta inglesa nacida en una familia

venida a menos, con dos hermanos encerrados en hospitales psiquiátricos y una madre que difícilmente se paraba de la cama. Charlotte y su herzmana pactaron con sangre jamás casarse, mucho menos tener hijos. A pesar de sus esfuerzos y de una pluma aguda y misteriosa, Mew nunca obtuvo el reconocimiento que merecía. Su vida transcurrió empañada por un compañero implacable: el miedo constante y acechante de perder la cabeza en cualquier momento. En su cuento

“La esposa de Mark Stafford” acompañamos a Kate en las vicisitudes para casarse —opción obvia y casi única para una mujer respetable en esa época—, en una serie de indecisiones y dudas que al final desembocan en una muerte misteriosa, aparentemente promovida por ella misma a fuerza de voluntad, con tal de no perder la cordura por completo.

Creo que Mew fantaseó con quitarse la vida de modo suave y sin causarle un daño fatal a su cuerpo, si la fuerza de la locura se apoderaba de su cabeza inquieta. Al final lo hizo a los cincuenta y ocho años; su instrumento fue un frasco del desinfectante Lysol, que se bebió entero.

Charlotte Mew nunca obtuvo el reconocimiento que merecía.
Su vida transcurrió empañada por un compañero implacable: el miedo constante y acechante de perder la cabeza

¿Qué hacer con las mujeres histéricas? ¿Cómo sabemos que el nacimiento de la histeria no fue un invento del afamado doctor Jean-Martin Charcot? ¿Por qué resultaba tan normal que, a partir de 1862, en el Hospital Salpêtrière, Charcot declarara la guerra a “la gran enfermedad del siglo”? Resultó una enfermedad muy eficiente para encerrar a las mujeres. Cualquiera podía recibir ese diagnóstico si presentaba irritabilidad, insomnio, infertilidad, exhibicionismo, infelicidad, euforia, desobediencia, impertinencia, reticencia a casarse o engendrar, falta o exceso de apetito sexual, por mencionar algunos.

Charlotte Mew, Collected Poems and Selected Prose
Charlotte Mew, Collected Poems and Selected Prose ı Foto: Especial
Janet Frame, Un ángel de mi mesa
Janet Frame, Un ángel de mi mesa ı Foto: Especial

CHARLOTTE PERKINS GILMAN (1860-1935) padeció una terrible depresión postparto, que la mantuvo al filo de la cordura. De ser una mujer que escribía, dibujaba y leía a montones, se convirtió en una especie de parásito luego de seguir las instrucciones de un afamado doctor: no lea, no se esfuerce intelectualmente, trate de pasar el mayor tiempo posible con el bebé, de preferencia no vuelva a tomar un lápiz en su vida. Algo así le dijo y yo agregaría: ni lápiz ni pluma, pincel o libro; no piense, no pregunte, no sea. Es como si sólo la vida doméstica y enclaustrada pudiera otorgar paz a estas mujeres sensibles e inquietas intelectual y socialmente.

Su experiencia está terroríficamente plasmada en el cuento “El tapiz amarillo”, de esta también activista y pionera en la lucha a favor de la mujer, autora del libro Mujeres y economía: Un estudio sobre la relación económica entre hombres y mujeres como factor de la evolución social.

La escritora neozelandesa Janet Frame (1924-2004) se salvó de la lobotomía porque un día antes de que le practicaran dicho procedimiento, su médico descubrió —al leer el periódico—, que la paciente había ganado un concurso literario. Gracias a ese giro del destino —muy alarmante, porque evidencia que no recibió la atención necesaria desde el inicio— podemos leer libros maravillosos como Un ángel en mi mesa, Rostros en el agua o Hacia otro verano. Cansada de la precariedad en la que vivía y muy comprometida con sus estudios para convertirse en maestra, le confesó a uno de sus asesores que había pensado en quitarse la vida; eso fue todo. Al otro día, dos desconocidos que dijeron pertenecer a la universidad la visitaron y le ofrecieron unos días de descanso en un lugar seguro. Frame aceptó, confiada, sin sospechar que ese descanso se convertiría en ocho años de reclusión y que por poco desemboca en una lobotomía. Nunca fue una mujer adaptada a la sociedad, vestía de manera peculiar, jamás tocaba su hermosa cabellera, la mantenía alborotada y, una vez en libertad, optó por habitar cuartos de hotel. ¿Habría sido distinta su vida sin el encierro? Seguro, pero ¿de qué manera distinta? ¿Qué hace uno con ocho años borrados?

Esmé Weijun Wang (1983).
Esmé Weijun Wang (1983). ı Foto: Fuente: larazon.es

Aunque se suele romantizar la disidencia, sólo quien sobrevive acompañada de la sombra deformada por el peligro de perder los estribos conoce el infierno. En su reciente libro, El peligro de estar cuerda, Rosa Montero aborda la relación entre la enfermedad mental y la creación. ¿Es indispensable la locura para ser artista? ¿Ver más allá de lo cotidiano fomenta la creatividad? ¿La creación destapa abismos insondables? Montero reconoce su propensión al desvarío, narra de manera magnífica la ansiedad que la ha arropado toda la vida y cómo ha sobrevivido a ella. De la mano de artistas que navegaron el mar de la vida siempre a punto del naufragio, profundiza en las preguntas que por un lado atormentan, pero por otro sosiegan. Montero me hace sentir acompañada y es un alivio observar que es compartido el vértigo de saberse otro. Otra.

LA LISTA ES LARGA Y CRECE. Apenas se publicó Todas las esquizofrenias, de Esmé Weijun Wang. El libro, de una solidez envidiable, narra con escalofriante precisión las alucinaciones, la sensación de no estar, de no ser, de no existir. No importa que haya logrado estudiar en la prestigiosa Universidad Yale; de ahí la echaron al enterarse de su enfermedad mental, sin ningún tipo de comprensión o apoyo. La propia familia, con antecedentes de salud mental inestable, negaba constantemente a los familiares que padecieron algún trastorno. Weijung tuvo serias dificultades en hallar el diagnóstico que ella necesitaba con urgencia para entonces partir de algo concreto y no quedarse en las brumas del delirio. Afortunadamente se trata de una mujer privilegiada que tiene acceso a opciones y que gracias a una red de apoyo ha logrado mantenerse funcional, sin que eso signifique que haya vencido la esquizofrenia o que algún día lo haga. No me extraña que haya tomado, junto con su marido, la decisión de no procrear. ¿Quién sabe si los caprichos de la genética podrían jugarles una broma macabra?

¿Ver más allá de lo cotidiano fomenta la creatividad?
¿La creación destapa abismos insondables?...
Es un alivio observar que es compartido el vértigo de saberse otra

Pienso en tantas escritoras fabulo-sas: Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik, Christine Lavant, Unica Zürn, Antonia White, Eunice Odio, Hanni Osott, Virginia Woolf, Mary Jane Ward. Algunas de ellas fueron confinadas, se les declaró locas, atormentadas, marginadas. Y me retumba entonces en la cabeza la enorme sentencia de Alda Merini:

“La marginación es también un derecho social”. Ser diferentes no siempre, no necesariamente es síntoma de locura. Pero el costo social por la disidencia puede, sin lugar a dudas, desencadenar depresiones, trastornos de la personalidad, identidad vulnerada. La misma autora aseguraba no estar loca, decía que alguien de veras tocado por el halo de la demencia no puede dedicarse a la escritura. ¿Cómo hizo Christine Lavant para escribir Notas desde un manicomio?:

No, todo eso es sólo apariencia, como si un cristal impenetrable se posara sobre algo terriblemente valioso. Allí dentro se extasía uno con el otro. Lo sé, lo siento mientras estoy tumbada en la cama con los ojos cerrados. Aquí se producen transformaciones que no están lejos del milagro.

Hace unos días, la escritora Yolanda de la Torre escribió en sus redes sociales:

La locura tiene un orden interno. En eso se parece a toda enfermedad: la mente, como el cuerpo, se reorganiza para mantenerse funcional bajo un esquema distinto al de la salud promedio y a la luz de una lógica íntima, personal, que sólo atañe a quien enferma; de esta manera, un padecimiento, incluso uno mental, no sólo puede ser la base o el detonante de cambios corporales y cognitivos inconscientes que operan como herramientas para la sobrevivencia, sino de la deconstrucción y reestructuración radical y consciente de la propia visión del mundo. Para mí eso no es resiliencia, es decir, no constituye únicamente la victoria individual del impulso de vida frente a la adversidad o al mero acto, casi pasivo, de recibir la tragedia con buena cara; es algo más hondo, práctico y reflexivo, más poderoso, menos resignado y más rebelde. Y es, definitivamente, un acto público y político. Para mí eso se llama resistencia.

Ocurre que nos identificamos, ocurre que nos leemos y reconocemos un fallo en nuestro lenguaje propio, en la manera en que funciona nuestro razonamiento, en cómo estamos expuestos al mundo y sus vicisitudes con una armadura endeble que muchas veces desaparece y no logra protegernos absolutamente de nada. Las preguntas se ensanchan y profundizan; las respuestas son múltiples y ninguna es definitiva. Sin duda vale la pena el cuestionamiento continuo.

Me alegra tanto como me aterra leer a estas autoras y redescubrirlas cada vez, porque ninguna lectura de la misma obra es idéntica a la primera. Las palabras impresas nunca significan lo mismo, aunque en apariencia permanezcan impasibles sobre el papel. Descubrir el movimiento interno de los textos marea y aturde, pero sobre todo deja una sensación de infinito acompañamiento.

AL CHAMUCO DE MI INFANCIA un día lo hallaron muerto en una esquina; tenía el cuerpo y el rostro deformados por los golpes. Nadie investigó, jamás se supo quién fue, la familia no reclamó. La vecina que lo alimentaba colocó, todos los días de su vida, una veladora y una flor en la banqueta en la que fue ultimado. A la otra loca, la de la casa de lámina, la despojaron de su vivienda, como ella siempre temió. Fue un supuesto familiar que, misericordioso, la confinó en una institución pública. En ese terreno arrebatado el tipo construyó su casa de concreto. Mi amiga Salomé, una vez terminada la primaria, montó una improvisada casa de campaña en una esquina del barrio; ahí procuró vivir acompañada por un adolescente triste. Pepenaban y se ofrecían para mandados. Un día desaparecieron y jamás volví a saber de ella. Ninguno de ellos recibió atención para determinar su salud mental, ni tuvieron redes de apoyo que los encaminaran a integrarse a la sociedad.

Se castiga severamente no comprometerse de lleno con el pacto social que suele albergar crueldades, secretos y maltratos. Sospecho que la mayoría de las escritoras sometidas a confinamiento obligatorio no recibió diagnósticos ni tratamientos adecuados. Y aunque lograron sobrevivir, en gran medida, gracias a la escritura, las heridas jamás sanaron del todo.

La locura es un animal complejo, borroso, mutante, neblinoso, fantasmal, caprichoso. ¿Me convertiré algún día en la loca del costal, en un personaje para intimidar a los niños, en la loca de al lado?

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