Gonzalo Celorio

No miente la memoria

El pasado 18 de julio, el escritor, universitario de excepción y actual director de la Academia Mexicana de la Lengua recibió en la Sala Manuel M. Ponce de Bellas Artes el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2022, por Mentideros de la memoria (Tusquets). El libro es una memoria personal de su amistad —o su trato— con autores de peso completo del siglo XX, como García Márquez, Rulfo, Sabines y hasta Umberto Eco. La poeta Pura López Colomé, quien fue miembro del jurado, leyó estas palabras durante la ceremonia.

Gonzalo Celorio (1948).
Gonzalo Celorio (1948). Foto: Pascual Borzelli Iglesias

La imprescindible Frances A. Yates, en su Arte de la memoria, se pregunta y se responde: “¿Qué es la memoria? Es la parte sensible del alma que toma imágenes de impresiones sensoriales [...] pertenece a la misma parte del alma que la imaginación, aunque también, per accidens, se halla en la parte intelectual, ya que el intelecto opera en ella, para abstraer, por vía de la phantasmata”. Cualquier escritor serio guarda en su fuero interno esta relación entre memoria y alma. En lo personal, sin memoria no sé vivir, sin sus hitos y asideros caería en el desquiciamiento. A ese grado la necesito.

Tiene la memoria laberintos, vericuetos sin fin, entre los que se cuentan sus mentideros, donde, según la RAE, se reúne la gente para conversar, sea pariente o desconocida, intrusa o mera huésped, ociosa o trabajadora, culta o vulgar, querida u odiada, admirada o despreciada, doliente, adolorida o dolorosa. En el fondo, aunque Gonzalo Celorio se refiera en el título del libro a las conversaciones que ha sostenido con personajes que alguna huella han dejado, lo que importa aquí es la y su memoria, esa habitación donde se preservan tanto el transcurso en este mundo como la sustancia que nuestros sentidos de él absorben; donde relacionar, incluso editar detalles “a nuestra guisa”, como diría Alfonso Reyes, es ya modificarlos, inventar interpretando o interpretar inventando, sin perder de vista la realidad contundente que nos guiña el ojo.

Su memoria es acuciosa, delicada. Lo primero que hace gracias a ella es indagar, y lo último que hace es mentir

Estos Mentideros de la memoria son sitios de intercambio de ideas que sólo un autor como Gonzalo Celorio puede construir para invitarnos a entrar, acomodarnos como en una sala de estar y establecer con él y sus contertulios un diálogo silencioso, partiendo de comentarios, confidencias, banquetes de la palabra servidos con lujo de descripciones, humor, agudeza de percepción, para compartir cada platillo, absorberlo sin prisa. Su memoria es acuciosa, delicada, minuciosa. Lo primero que hace gracias a ella es indagar, y lo último que hace es mentir, sabiéndose expuesto, desde las alturas del recuerdo, una persona frágil, que se deja mangonear o sirve a otros. Acostumbrados a la zona novelística de Gonzalo, sabemos que el vehículo expresivo se ha ido perfeccionando a lo largo de una vida, con amor por la palabra, conocimiento estilístico y autobiografía. Ahora lo tenemos en el ensayo memorioso-literario, la prueba de la creatividad que penetra en las zonas más íntimas en Los apóstatas, y en la contemplación de colegas y amigos no con afán de darnos cátedra, sino para ponérnoslos delante como seres igual de talentosos o falibles que él; sus iguales, hablando en general, no en particular: líbrenlo las potencias de tener que ver con plagiarios como Bryce Echenique, a quien, por cierto, pone al descubierto.

GONZALO NOS REVELA a cada persona con distintos modos de platicar. Y no parece ir en busca efectista del golpe que impresione al lector: cuando éste se da no es escandalosa sino tristemente. Lo significativo es conclusión de un camino descriptivo naturalmente barroco: “el barroco […] me había parecido connatural creo desde mi más tierna infancia”. Congruente con la versión mexicana churrigueresca, contrasta enumeraciones de escritores con lujo de dobles apellidos, con imágenes de otros que dan en el blanco sin necesidad de adjetivación. Está, digamos, la expresión casi final de Chema Pérez Gay, desprovisto de sus trajes de luces: “Lo vi, lo abracé, sentí que me reconocía o, al menos, que mi cercanía le resultaba grata, a juzgar por su sonrisa aquiescente, que se posaba sobre un rostro pálido, ligeramente desvencijado, pero terso”. A nadie quiere impresionar. No se trata de eso en estos conversatorios. No importa que no hayamos conocido en persona a Fuentes, a García Márquez, a Cortázar, a Rulfo, a Arreola, a Sabines, a Luis Echeverría; ya tenemos piezas clave de sus rompecabezas gracias a Gonzalo; sabemos de su superficialidad u hondura, de su mezquindad o sencillez, su verdadera o engañosa inteligencia. Todo se nos ofrece lleno de introspección para, con una pincelada, una punta que se clava, llegar al centro de una escena-personaje o un personaje-escena. Un ejemplo conmovedor es el texto dedicado a la muerte de la hija de los Fuentes, Natasha, cuyo perro ladra junto al féretro: “¡Ay, Carlos, es lo único que nos queda de Natasha! —dijo Silvia, al tiempo que levantaba al perrito y lo acallaba cariñosamente.”

Toda una vida en la cual el timonel Celorio no ha dejado de leer ni en sueños; una travesía por el mundo de libros extraordinarios que lo han hecho dueño de la palabra que da en el clavo, piedra que se arroja al centro del estanque para expresar la periferia, y a la periferia para llegar al centro. Y toda una vida de hacerle eco a sus lecturas escribiendo con las armas que ellas le han ofrecido. Y desde luego, lo crucial: ha puesto en práctica siempre un culto a la memoria que comparto de cabo a rabo. Me refiero a la Memoria con mayúscula, la que nos hace quienes somos o creemos ser, única capaz de ponernos frente al espejo inesquivable. En la intimidad de dos miradas en cruce, la suya y la de sus observados, está la chispa de la verdad. Podríamos poner otros nombres a quienes pueblan este libro: tendríamos delante a los mismos seres que sufren o disfrutan del mundo y sus avatares como los demás, que se enfrentan al azar lo mismo que a la predecible feria de vanidades.

Este tan honroso Premio Xavier Villaurrutia se otorga, como el “jardín de los senderos que se bifurcan”, por un lado, a un libro que merece la digna valoración de los colegas de Gonzalo y, por otro, a su trayectoria literaria.