Milan Kundera: El humor, arma antitotalitaria

Con la muerte del escritor de origen checo, ocurrida el 11 de julio, se pierde una de las voces torales de nuestro tiempo, en lo que se refiere a la vitalidad de la novela y la defensa de la autonomía de pensamiento y expresión, así como de los matices propios del individuo, ante la verdad unívoca que impone un poder autoritario. En esta edición de El Cultural revisamos tanto su trayecto personal como profesional: en ambos, Milan Kundera fue un insobornable creyente en el disenso y el humor como afirmaciones existenciales. La crítica barcelonesa Mercedes Monmany ofrece un acercamiento a su visión a favor de la ambigüedad humana.

Milan Kundera (1929-2023),  en Praga, 1963.
Milan Kundera (1929-2023), en Praga, 1963. Foto: Reuters

Merecedor desde hacía décadas de un Premio Nobel errático que nunca llegó, novelista y ensayista de una importancia e influencia descomunal en nuestra época, Milan Kundera, fallecido el 11 de julio en París a los 94 años, sería junto al presidente de la República Checa una vez llegada la democracia, el gran intelectual y dramaturgo Vaclav Hável, autor de El poder de los sin poder; junto al igualmente novelista húngaro, disidente del comunismo, György Konrád, o junto al periodista polaco, Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2022, el luchador eterno por las libertades, Adam Michnik, de los más insustituibles emblemas de la Europa Central en los que muchos, hasta la caída del Muro, se reflejarían durante la que sería la larga noche del comunismo en sus respectivos países.

Kundera no sólo fue un pensador imprescindible, defensor de una idea de tradición universal de la literatura, que englobaba a todos en un territorio común, sin fronteras, desde Cervantes a Goethe y Diderot, desde Kafka a Musil, o desde Laurence Sterne a James Joyce. Fue sin cesar un visionario, un vigía de compromiso insobornable en su lucha contra el totalitarismo, viniera de donde viniera, que diagnosticó con exactitud y lucidez el drama de su zona perennemente castigada, esa Europa Central formada por “pequeñas naciones unidas por una común meteorología”, en la que él había nacido.

En 1956, cuando los tanques soviéticos invadieron Budapest, el director de la agencia de prensa de Hungría envió al mundo un mensaje desesperado, que acababa así: “Morimos por Hungría y por Europa”. Tres décadas después, en 1983, Milan Kundera abriría un célebre ensayo, Un Occidente secuestrado o la tragedia de la Europa Central, de gran actualidad hoy en día a raíz de la invasión de una Ucrania que clama desesperadamente por ser europea, con esta misma escena. Tanto en la revolución húngara de 1956, durante la llamada “Primavera de Praga” de 1968, o bien en la revuelta polaca de 1970, aquellas “pequeñas naciones” vulnerables, atrapadas entre Alemania y Rusia, proclamaron su anhelo de Europa, su voluntad de fundar y salvar “una Europa archieuropea”. Como recordaba Kundera en aquel texto, las insurrecciones europeas, muy ligadas a la cultura, estuvieron siempre “preparadas, puestas en marcha y llevadas a cabo por novelas, por poesía, por el teatro, por el cine, por la historiografía, por revistas literarias, por espectáculos cómicos populares”.

Nacido en 1929, en Brno, capital de Moravia, como otro de los más grandes escritores checos, Bohumil Hrabal, célebre y maravilloso autor de Trenes rigurosamente vigilados y de La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, Milan Kundera se convirtió inmediatamente en una figura internacional desde la aparición de su novela La broma, de 1967. Una obra en la que lanzaba un guiño de humor rebelde y sarcástico contra la dictadura, a su compatriota Jaroslav Hasek y su desternillante héroe popular, El buen soldado Svejk. Luego seguirían obras magníficas como El libro de la risa y el olvido, uno de sus libros más autobiográficos, y en general una deslumbrante bibliografía que va desde novelas como La vida está en otra parte y La insoportable levedad del ser, volúmenes de relatos como El libro de los amores ridículos, obras de teatro como Jacques y su amo: homenaje a Denis Diderot, y ensayos, que ya son todo un clásico, como El arte de la novela.

Presentada por el autor como una novela, “en forma de variaciones”, a imitación de las variaciones musicales, uno de sus mejores libros, El libro de la risa y el olvido, escrito en 1978, ya en el exilio, sería un contenedor espléndido, que aunaba muchos géneros a un mismo tiempo. En sus siete capítulos estaban desde el relato de ficción en torno a varios personajes que habitan en la negra noche de la represión comunista, el ensayo, el libro filosófico, la crónica histórica, la radiografía de una ciudad ­—Praga—, la reflexión sobre la sensualidad y el deseo, la autobiografía de un joven comunista y disidente perseguido al final, hasta acabar en la emotiva confesión de culpas retrospectivas. En especial una, muy central, que en este caso no tendría que ver con la política, sino que hacía alusión a la muerte de su padre, el prestigioso musicólogo y compositor Ludvík Kundera, discípulo de Janos Janacek, que ejerció como director de la Academia de Música de Brno hasta 1961: ”No podía perdonarme haberle preguntado tan poco, saber tan poco de él… No hay nada más insoportable que dejar pasar de largo al hombre que hemos amado”. Citando a Pascal (“el hombre vive entre el abismo de lo infinitamente grande y el abismo de lo infinitamente pequeño”) Kundera dirá con pesar: “Pensábamos en el infinito de las estrellas y no nos ocupábamos del infinito de papá”.

Kundera quería ser definido como  novelista , más que como escritor sin más, y defendía el arte de la novela como un medio de conocimiento total

En 1975 abandonaría su patria, instalándose en Francia. A partir del año 1993 pasaría a escribir todas sus obras en francés, dándose el caso de que, algo molesto con las críticas recibidas, en 2000 decidió publicar, en la primera edición mundial, su novela La ignorancia en una editorial española, Tusquets. Sus obras escritas en francés serían La lentitud, La identidad, La ignorancia o la magnífica La fiesta de la insignificancia, de 2014. Sería ya para siempre de nuestros principales guías y pensadores contemporáneos, defensor de ese “humor inoportuno” y de distorsión, de protesta, que se ejerce contra el autoritarismo de cada momento. Que se ejerce no sólo contra realidades inaceptables sino también en defensa absoluta de “un individuo que sigue siendo él mismo”, como el autor decía, y como sucede con los retratos de Bacon. Quería ser definido como “novelista”, más que como escritor sin más, y defendía “el arte de la novela” como un medio de conocimiento total, como una firme reivindicación del pensamiento y meditación incesante de la existencia. Definió la novela como arte ambiguo y profundamente antitotalitario. Como el antídoto que mejor revela la oculta, palpitante y complejamente polifónica fisonomía del mundo y del autor que disecciona ese mundo en su mesa o laboratorio de operaciones.

Desde su admirado Cervantes, fundador de este “arte nacido de la risa de Dios” y a la vez de la Edad Moderna, la novela, según sostenía en su ensayo El arte de la novela, se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas. Es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario. Esta incompatibilidad o cisma absoluto no sólo sería ético, político o moral, sino profundamente planetario y “ontológico”: el mismo, añadiría Kundera, que separa a un combatiente de los derechos humanos de un torturador o a un disidente de cualquier régimen o iglesia ideológica de un apparatchik.

La Verdad totalitaria excluye siempre cualquier adorno o vacilación inconveniente. Y adornos lo son todos: la relatividad, la duda, la interrogación. Es decir, todo aquello que impide la Vida en su más amplia extensión y evita que puedan propiciarse las posibilidades de encuentros inauditos, ya sea entre personas, lenguas, libros, cuadros, música o la misma Historia.