El mono de obsidiana

Autora de tres libros de relatos singulares por su tono, su atmósfera y sus personajes poco comunes como Tu ropa en mi armario, La sonámbula y Jaulas vacías, Bibiana Camacho da vida en este cuento que ofrecemos a los lectores a un objeto mineral, un “regalo” indeseado que viaja de mano en mano de abuela a madre y de madre a hija. Un mono que puede convocar las peores pesadillas, las peores carcajadas, el mejor de los alivios

El mono de obsidiana
El mono de obsidiana Foto: Arte digital a partir de una fotografía de León Felipe Chargoy de la escultura Escenas del parque publicada en Crisol de sueños. Esculturas de Miguel Peraza. > Mónica Pérez > La Razón

Sigo las instrucciones de mamá al pie de la letra. Tacho una a una las tareas encomendadas. Tiro alimentos perecederos a la basura, acomodo los no perecederos en cajas y los dono a la escuela-internado cercana. Empaco en cajas rotuladas objetos que podrían ser aprovechados por los de la basura o algún vecino curioso. Dono la ropa y zapatos que mamá no se llevó a un albergue para indigentes. Remato los muebles de acuerdo a sus indicaciones y deposito el dinero de la venta en su cuenta bancaria. Dejo para el final lo más delicado. Le envío la foto del espantoso mono de obsidiana que ha perseguido a la familia durante generaciones. Espero que me diga lo que debo hacer con él. Podría simplemente botarlo en la basura, pero no me atrevo. La respuesta evasiva de mamá: “Era de tu abuela”.

Recuerdo a ese mono al lado de la mecedora en la recámara de la abuela, que afirmaba que su marido lo había traído de un viaje cuyo destino nadie conocía. El abuelo ya no estaba para preguntarle. Los tíos decían que había pertenecido a la madre del abuelo, otros que lo había mandado a hacer a un artesano de su pueblo y otros que seguro lo habría comprado a algún vendedor ambulante de cantinas.

Mamá odiaba al mono. Era de piedra mineral. Su cuerpo estaba sentado en postura de buda, tenía la cabeza demasiado grande, vacíos ojos saltones y boca trompuda torcida en una mueca de desprecio.

El único regalo que me hizo la abuela en toda su vida fue precisamente ese mono de obsidiana, el día que cumplí nueve años. Rompimos una piñata, me cantaron las mañanitas, apagué las velas, un tío me hundió la cara en el pastel y al final abrí los regalos. Ropa, patines, plumas de colores, un libro de cocina para niños y al final… Ya le había echado ojo a esa caja rectangular como de treinta centímetros forrada con un papel imitación terciopelo anaranjado y un gran moño transparente. Imaginé muchas cosas: una lámpara de noche, las botas vaqueras que tanto anhelaba, una pecera, el libro pop-up de casas embrujadas, ¿qué podría ser? Cuando papá me pasó la caja, dijo: “De la abuela”.

Todos la miramos sorprendidos, la abuela no solía obsequiar regalos y odiaba las fiestas de cumpleaños. Me quedé un momento sin saber qué hacer y balbucí un cohibido “Gracias”. Todos cantaron a coro: “Que lo abra, que lo abra…”. Quité el moño con cuidado, luego busqué el diurex para desprenderlo cuidadosamente. La familia gritaba cada vez con más ahínco y yo, sudorosa y ansiosa, terminé por rasgar el papel. Me encontré con una caja de cartón cubierta de varias capas de cinta transparente para embalar. Alguien me acercó unas tijeras, pero mis movimientos eran torpes. El mismo tío que hundió mi cara en el pastel me las arrebató, destazó la caja y el papel burbuja que envolvían el misterioso contenido: el mono de obsidiana. Luego de un breve silencio, todos soltaron una carcajada y aplaudieron. ¿Acaso era un chiste?

En el camino de regreso a casa, mientras papá manejaba, mamá dijo muy seria: "Puedes tirar ese horrible mono en cuanto lleguemos a casa”. Papá me echó un vistazo por el retrovisor. Seguramente a él también le pareció muy extraño que mamá, que le hablaba de usted a la abuela y que era incapaz de llevarle la contraria, me diera permiso para deshacerme del esperpento. En cuanto llegamos, arrastré al mono hasta la esquina donde todos los vecinos depositaban la basura que se llevaría el camión a primera hora de la mañana.

Línea telefónica. Fotografía de Alberto Moreno Guzmán.
Línea telefónica. Fotografía de Alberto Moreno Guzmán. ı Foto: Crisol de Sueños

Esa noche soñé con sus cuencas vacías fijas en mi rostro paralizado por el terror. La garra me aferraba con fuerza, sus dedos serpenteaban en mi estómago, sentía agobiantes cosquillas que me provocaban carcajadas histéricas ajenas a la alegría. Desperté sobresaltada, me levanté de golpe, me asomé a la ventana, pero desde ahí no distinguí a la horrenda figura entre bolsas y desperdicios.

La casa, que era de mis padres, se ocupará en pocos días. Sigo a la espera de las instrucciones para el mono, pero mamá permanece en silencio. Los nuevos propietarios ya tienen las llaves y la mudanza programada. No hay marcha atrás. Decido no hacer nada, que ellos hagan con él lo que mejor les parezca.

Al otro día recibo mensajes: “Tu abuela también me lo regaló a mí… Cuando me casé… Fue mi regalo de bodas”. ¿Y entonces por qué la abuela lo tenía desde que yo recordaba?, ¿por qué jamás lo vi en la casa de mis papás?, ¿por qué lo presumía como el mejor recuerdo del abuelo?, ¿por qué me lo regaló y mi madre me permitió desecharlo? Y, sobre todo, ¿por qué estaba el mono en casa de mis padres? No le pregunto nada; la abuela ha muerto recientemente y mamá está destrozada.

“¿Qué quieres que haga?”, pregunto intrigada con ganas de saber muchas cosas que no me dirá, porque mamá así es, se guarda cosas; cosas que según ella es mejor ni mencionar como si el simple hecho de callarlas las borrara.

Justo después de tirar mi regalo de cumpleaños, soñé con él. Dormía y me despertaba un jadeo insistente. Entreabría los ojos y percibía un asqueroso olor a sudor, cigarro y loción de naranjas rancias. El mono de obsidiana me daba la espalda encorvada y voluminosa; de la enorme cabeza sobresalían las orejas que parecían asas de olla. De pronto giró y se paró frente a mí. Lloré, primero bajito y luego más fuerte. “¿Qué le haces a la niña?”, preguntó mi abuelo al entrar en la habitación. “¡Nada, carajo, vine a buscar algo!”, gritó mi tío. Sentía miedo y no paraba de llorar. “No pasa nada”, me calmó el abuelo, “seguro tuviste una pesadilla”, insistió. Pero yo lloré todavía más fuerte y escuché una voz furiosa: “Ni siquiera la toqué”. Los ojos vacíos del mono me persiguieron mientras me levantaba y salía de la habitación.

Los días pasaban y el camión de la basura recogió todo menos el mono, que permaneció firme e impasible en la esquina hasta que al fin desapareció. Me preocupaba desconocer su destino y cuando le comenté a mamá, dijo: “No te preocupes, seguro regresa”. Quise señalar que se había equivocado y dije: “Seguro no regresa, ¿verdad?” Resopló como si no valiera la pena contestarme.

Después de toda una vida y tras la reciente muerte de la abuela, mamá se muda de vuelta a la casita de interés social donde creció, en el barrio de Azcapotzalco, nada parecida a esas espectaculares casonas del porfiriato que todavía resisten en pie, medio en ruinas, pero majestuosas a su modo. La casa de la abuela —que forma parte de un fraccionamiento humilde y ruinoso— es pequeñita y sin chiste, como caja de zapatos, con mala orientación, jamás entra el sol directo y es muy fría. Por si fuera poco, la distribución es pésima, de modo que todo parece más pequeño: mini sala-comedor, la cocina es un pasillo estrecho y cochambroso, las dos habitaciones de arriba, separadas por un baño siempre húmedo. No entiendo por qué mamá deja su casa y se muda a la casa de la abuela.

Antes de llegar a la puerta que me llevará al pasillo, veo el horrible mono de obsidiana en el buró. Entonces, las mujeres se alzan. Debajo de la pesada cobija sus piernas se mueven

Recibo un mensaje de mamá en la madrugada: “No te preocupes, seguro regresa”. Me levanto al baño, camino por el pasillo de mi departamento y abro una puerta, pero en lugar de llegar al baño, me encuentro en un pasillo largo con varias puertas a los costados. Con los ojos medio cerrados tanteo el muro y doy unos cuantos pasos. Estoy soñando, pienso divertida, y decido abrir una de esas misteriosas puertas. La primera no cede, la segunda tampoco, la tercera sí. Tengo que cerrar los ojos por completo porque la habitación está inundada de luz. Cuando logro acostumbrarme veo una cama con cabecera de latón junto a un ventanal. Ahí yacen la abuela y mamá, cubiertas por una pesada cobija de lana. Camino hacia atrás muy lentamente, tratando de no hacer ruido. Sudo y siento las manos temblorosas y un hervidero en el estómago. Recuerdo que estoy en un sueño y quiero despertar, pero no puedo. Antes de llegar a la puerta que me llevará al pasillo, veo el horrible mono de obsidiana en el buró. Entonces, las mujeres se alzan. Debajo de la pesada cobija sus piernas se mueven. Intentan levantarse, pero no pueden, se enredan y desesperan. Yo permanezco hipnotizada ante esa escena grotesca.

Mensaje de mamá: “¿Qué hiciste con el mono?”

Meses después de que el mono desapareciera de la esquina, justo cuando mi mente infantil lo había olvidado, mamá dijo al regresar de una visita a la abuela: “Qué crees, el mono de obsidiana está otra vez con la abuela. Tu tío Fabián lo encontró en el tianguis de chácharas que se pone ahí por las vías del tren. ¿Te acuerdas de que te gustaba ir a buscar piezas para tus muñecas rotas?”.

La escuché con fingida calma y no dije nada. Aunque mamá desaprobaba mi manía de intercambiar cabezas y extremidades de mis muñecas rotas, me dejaba hacer porque me mantenía entretenida sin molestar ni hacer ruido. En el tianguis me movía con soltura entre los puestos de fierro viejo y chácharas. Hallaba brazos, cabezas, piernas, troncos que coleccionaba para armar lo que mi madre llamaba mis monstruos que no eran otra cosa que una representación de mí misma. ¿En serio apareció el mismo mono ahí?

“Por favor guárdalo”, mensaje de mamá. “La casa ya está ocupada, me hubieras dicho antes”, contesto. “Diles que por favor te dejen recoger algo que se te olvidó”, insiste. Yo no tengo ganas de importunarlos. Además, ya hace una semana que se instalaron. No iré, aunque le aseguro a mamá que lo haré. “Mañana o pasado paso a tu casa por él”, dice.

Estaba en el salón de matemáticas. La noche anterior apenas había dormido. Tenía mucho sueño y no lograba mantener los ojos abiertos. Di un cabezazo y lo vi por unos segundos sobre el pupitre: el mono mirándome con las cuencas de los ojos vacíos y sonrisa sátira. Me aparté de un salto. Escuché carcajadas y el maestro me sacó del salón. Las pesadillas con el mono de obsidiana se repitieron durante varios años desde que la abuela me lo regaló, luego cada vez con menos frecuencia, sin desaparecer del todo.

“Voy en camino, ¿estarás ahí?” Contesto que sí. Le explicaré que no pienso importunar a los nuevos propietarios por el mono. Preparo varias veces mi discurso, mido las palabras, formo las frases, entono con pena y decisión, pero en el fondo estoy segura de que mamá armará un escándalo y no me quedará más remedio que tratar de recuperarlo.

De regreso del trabajo, cuando doy vuelta a la esquina, me estremezco al ver la caja a lo lejos, parece alguien hecho ovillo frente al portón del edificio. Sé lo que contiene la caja y sé que es para mí. Me agacho para ver si tiene una nota o algo, pero no encuentro nada. Está perfectamente embalada. Aliviada, me doy cuenta de que ya no necesito el discurso tan cuidadosamente preparado y ensayado. Subo la caja al departamento, me quito los zapatos y preparo tortas de jamón con queso; quizá mamá quiera cenar algo. A los pocos minutos suena el timbre. La observo con atención mientras camina de un lado a otro inspeccionando el lugar y pasando su dedo por las superficies con gesto reprobatorio. No quiere cenar nada. Se ve cansada y triste. Le señalo la caja.

—Ahí está.

No contesta ni la mira, entonces me preocupo.

—Mamá, ¿estás bien?

Hace un gesto con la mano para tranquilizarme, pero sólo logra angustiarme. Mamá siempre habla, no para, de la familia, de conocidos, de la abuela, de los vecinos.

—Mamá, ¿quieres un té?

Asiente con la cabeza y yo voy a la cocina, aliviada de no tener que verla en ese estado al menos por un momento.

—Ese mono es una maldición, pero supongo que tú ya lo sabes, ¿verdad? —permanezco callada con las tazas en una charola. Mamá mira la caja con atención—. ¿Por qué está tan forrado?, ni que fuera delicado —hace una pausa y mueve la cabeza a los costados examinando con detalle la caja—. Trae tijeras o un cuchillo.

Dejo las tazas en la mesita del comedor y le llevo un cuchillo. Mamá quita la cinta. ¿Y si no es el mono de obsidiana?, pienso. ¿Y si es una cabeza o partes de un cuerpo desmembrado? Y me paralizo. Por un lado, quiero detener a mamá, pero por el otro ansío saber lo que hay dentro.

—Ha estado con la familia demasiado tiempo. Y siempre ha regresado, por generaciones —mamá parece en trance, habla como para sí misma, en voz apenas audible.

Recogemos los pedazos, hacemos cuatro montones y los metemos en las bolsas. Miro los bultos, no puedo creer lo pequeños que son, ¿eso es todo?, ¿ahí caben nuestras pesadillas?

—Listo, aquí estamos de nuevo —tiene al mono sobre sus piernas y sujeta los costados de la cabeza como si fuera un niño pequeño. Respiro aliviada, aterrorizada, cansada, fastidiada—. He soñado con este mono tantas veces desde que soy niña, ¿tú no? —nunca quiso escuchar mis pesadillas, siempre me apartó con disgusto. ¿Por qué me pregunta ahora? Supongo que algo quiere decirme y espero un momento, luego pregunto:

—¿Qué sueñas exactamente?

Sus ojos se ausentan como si estuviera en otro sitio. Una mueca entre el dolor y el asco le deforma el rostro.

—Ya no importa —Y luego de una pausa, agrega—. ¿Tienes martillo?

Voy a buscarlo en la caja de herramientas. Ya lo tengo en la mano, pero no sé si dárselo. Tengo miedo. Mamá está muy rara. De pronto caigo en la cuenta de que es una desconocida. Jamás hemos hablado como amigas, nunca nos hemos contado nuestras tristezas, pesares o alegrías. Somos mamá e hija porque así lo dispuso el azar, pero en realidad no sabemos quiénes somos.

—Apúrate con ese martillo —se lo doy. Mete al mono en la caja, la deposita en el suelo. Levanta la herramienta con ambas manos y da un golpe fuerte, luego otro y otro. Voy por otro martillo y entre las dos nos turnamos para golpearlo. Nos sincronizamos de manera natural: cuando ella golpea, yo tengo el arma en el aire y viceversa. Una peste a naranjas podridas inunda el ambiente. Terminamos sudorosas y sonrientes.

—¡Listo! —mamá jadea y deja caer el martillo—. Trae bolsas para basura.

Andamios. Fotografía de León Felipe Chargoy.
Andamios. Fotografía de León Felipe Chargoy. ı Foto: Crisol de Sueños

Llevo cuatro bolsas negras, escoba y recogedor. No sé por qué me siento eufórica, me duelen las muñecas y tengo sed. Mamá suda, pero su semblante húmedo está tranquilo. Recogemos los pedazos, hacemos cuatro montones y los metemos en las bolsas. Miro los bultos, no puedo creer lo pequeños que son, ¿eso es todo?, ¿ahí caben nuestras pesadillas?

Mamá, como siempre ha sido su costumbre, barre meticulosamente debajo de todas las superficies. Bebemos té.

—Escúchame bien, vamos a tirar las bolsas en diferentes lugares. No podemos arriesgarnos.

—¿A que el mono regrese? ¡Ay, mamá! —su mirada temerosa y dura me silencia.

Salimos de casa a los pocos minutos cada una con dos bolsas amarradas. Tengo el presentimiento de que hemos matado y descuartizado a alguien. Dejamos la primera en el terreno baldío dos calles adelante; otra en la entrada del camión de la basura del mercado; otra al lado de una virgen en una esquina cuya imagen no evita que la gente acumule desechos, y la última se la llevará mamá para tirarla por sus rumbos.

Cuando se marcha me meto en la cama y me duermo de inmediato. La virgen en su altar rodeada de focos led abre los ojos y aparta su manto de estrellas: ahí está el mono de obsidiana, se le ve un poco maltrecho, pienso que de tanto golpe que le dimos mamá y yo. Veo todo desde otra dimensión, mi cuerpo no está ahí, pero de todos modos tiemblo, tengo miedo y abro la boca para gritar, pero la tengo seca y la lengua hinchada. Entonces la virgen deja caer el manto y sonríe. Me doy cuenta de que tiene el rostro de la abuela.

Semanas después, mamá me visita. En los últimos días hemos hablado mucho por teléfono. He escuchado con atención su proceso de adaptación a la vieja casa de la abuela. Siento que hemos logrado cierta intimidad y quiero preguntarle tantas cosas. También quiero decirle que hace meses no sueño con la mirada libidinosa del mono, que el olor a naranjas podridas se ha esfumado.

—¿Cómo te has sentido de regreso en la casa de la abuela?

—Bien. Segura.

—¿Segura, en serio?

—¿Por qué no iba a hablar en serio?

—¿Todavía sueñas con el mono? Porque yo…

Entonces me para en seco.

—Casi todo lo que uno dice que pasó, no pasó. La memoria es traicionera. ¿Entiendes? El mono de obsidiana no existió, eran cosas que contaba tu abuela.

La observo con atención, no estoy sorprendida. Sé que sus recuerdos son peores que los míos y que nunca vamos a hablar de ellos.

Hoy encontré un fragmento de obsidiana en un rincón de la sala. Lo recojo y sonrío. Se te fue mamá, pienso; el mono sí existió. Coloco el objeto en la mesa, al lado de florero.

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