El monumento y la novela del horror peruano

Perú es el país invitado de honor a la FIL Guadalajara de este 2021, y ese marco es el pretexto para una valoración de su narrativa reciente. El hilo conductor es la literatura sobre el periodo de Sendero Luminoso, con el fanatismo que llevó a sus militantes a cometer, en nombre de las mejores causas, crímenes atroces contra su propia sociedad. Es una historia múltiple que resiste toda visión inamovible y encuentra su retrato más fiel, como este ensayo expone, en la diversidad y el contraste del conjunto.

Óscar Colchado Lucio (1947).
Óscar Colchado Lucio (1947). Foto: Fuente: casadelaliteratura.gob.pe

El Lugar de la Memoria de Perú es un monumento-museo ubicado en un enclave envidiable de la ciudad de Lima, en plena costa. Con el estilo minimalista que suele caracterizar estos monumentos a un pasado incómodo en todo el mundo, el edificio, premiado por su arquitectura, es a la vez sobrio y espléndido; bien adaptado a su entorno rocoso, a mitad del acantilado, simula ser una enorme piedra. El visitante primero desciende una larguísima escalera para después, poco a poco, ir escalando una rampa a lo largo de la cual se narra la historia del “conflicto armado interno” que tuvo lugar en el país entre 1980 y 2000, con más de setenta mil muertos como sal-do. Finalmente, al acabar la muestra, se sale a una amplia terraza desde la que se observa la furia del Océano Pacífico. Esta conclusión espectacular propicia la reflexión y también, supongo, constituye una especie de final feliz para el visitante, que constata que a pesar y después de tanta violencia la belleza y la paz todavía son posibles.

En esta guerra civil se enfrentaron principalmente la guerrilla de Sendero Luminoso y las fuerzas del Estado, en un choque en que la mayoría de las víctimas —como siempre en las “guerras floridas” latinoamericanas, según las llamó Roberto Bolaño— fue de la población civil que quedó atrapada entre ambos bandos. La exposición es informativa y apela a la pluralidad de voces y a la objetividad, combinación tan bien intencionada como imposible. De esta forma, en una parte del recorrido se mencionan, por ejemplo, las paupérrimas condiciones sociales en que vivía —y vive— la población rural alrededor de la ciudad de Ayacucho, epicentro del conflicto, y que explican en buena medida el surgimiento de la guerrilla. En otra, tajante y un tanto sorpresivamente, en lo que se presenta como una reflexión del Ejército sobre su rol en el conflicto, se lee:

el Ejército del Perú condena los actos contrarios a la ley realizados por ciertos miembros de las Fuer-zas Armadas y Policiales, quienes actuaron individualmente y no como parte de una política de exterminio dictada por alguna autoridad castrense.

LA VISITA  al Lugar de la Memoria es útil, más que para entender una de las etapas más dolorosas de la muy sangrienta historia peruana, para atestiguar un intento de fijar una única versión de los hechos, es decir, una historia oficial inapelable, y contrastarla con la forma en que la ficción opera con la memoria. La literatura no es un monumento de piedra que petrifica una única verdad; la literatura no es un intento grandilocuente para certificar la inocencia o garantizar la impunidad; la literatura se formula preguntas que no es capaz de responder y brinda respuestas que no suelen gustar a nadie. La literatura no sigue un plano prefabricado para tratar un tema específico y, en vez de adaptarse armoniosamente a su entorno, resulta incómoda y fuera de lugar, impertinente, incluso, como en su tiempo lo fueron las obras de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán y Nellie Campobello frente al relato institucionalizado de la Revolución Mexicana.

La literatura no sigue un plano prefabricado para tratar un tema específico y, en lugar de adaptarse armoniosamente a su entorno, resulta incómoda y fuera de lugar, impertinente incluso

LOS MIL OJOS Y MIL OÍDOS DE LA NOVELA En su estrategia para sembrar el terror, los militantes de Sendero Luminoso afirmaban que “el Partido tiene mil ojos y mil oídos”, por lo que cualquier cooperación de los civiles con las fuer-zas gubernamentales sería castigada. En su conjunto, si bien menos perversamente, la novela peruana sobre la violencia política trabaja de manera similar. Los puntos de vista desde los que se narra la guerra son variados e incluso contrastantes y forman un fresco en el que es imposible identificar una sola figura; quedan, más bien, visiones y voces a veces complementarias y a veces excluyentes que confirman, nuevamente, que en una guerra civil las versiones siempre serán inagotables y que la única certeza es la del horror. Cada novela está obligada a elegir un lugar desde el cual narrar, y si en el Boom la tentación de la novela total siempre estaba a la vuelta de la esquina, las novelas escritas en este siglo asumen felizmente sus limitaciones: la responsabilidad de verdad sólo atañe al planteamiento mismo de cada obra, cada narración parte de la evidencia de que constituye sólo una pieza de un rompecabezas imaginario al que le faltan todas las demás y ya ninguna obra se pregunta cuándo se jodió el Perú, porque se sabe que esa parte de la realidad y la imaginación llamada Perú, y de paso el resto, siempre ha estado y estará jodida.

De manera un tanto esquemática, los puntos de vista desde los cuales se narra el conflicto armado, en primer lugar, pueden dividirse en urbano y rural. Este contraste, que va mucho más allá de una mera locación cinematográfica, se evidencia en dos de las novelas más representativas sobre el tema: Generación cochebomba, de Martín Roldán Ruiz, y Rosa Cuchillo, de Óscar Colchado Lucio. La primera, influenciada por el mejor Vargas Llosa, y la segunda, por Arguedas, pertenecen a universos ajenos y distantes, cuyo único punto de contacto es la presencia senderista.

Novela de culto cuya primera edición fue publicada por el propio autor y después fue rescatada por el sello Seix Barral, Generación cochebomba narra la entusiasta y nihilista vida de Adrián R y un grupo de muchachos en la sórdida Lima de los años ochenta, la década del terrorismo y las devaluaciones, la guerra sucia y la inflación.

En realidad, Sendero Luminoso fue sólo una parte de la tormenta perfecta que arruinó la vida de una generación limeña que creció en un permanente apagón: una noche sí y otra también, los terroristas dinamitaban las torres del tendido eléctrico para dejar la ciudad a oscuras y encender, en los cerros circundantes, enormes hogueras con la forma de la hoz y el martillo, cuyo fuego cada vez se aproximaba más a la orgullosa capital.

A la amenaza terrorista, que se concretó en atentados con coche bomba, asesinatos selectivos y una gran agitación popular, hay que agregar las nulas posibilidades de la juventud para encontrar trabajo o continuar con sus estudios y una economía que, mediante las carencias y la informalidad, hizo todo lo que estaba en sus ma-nos para arruinar la vida de la mayoría de los hogares. En este contexto, como sucedió y sigue sucediendo en toda América Latina, ser joven y pobre era una forma de cometer un delito, el único que la policía limeña reprimía con método y salvajismo. A pesar de ello, vitales y derrotados, el grupo de amigos de Adrián R persiste en buscar algo de vida en Lima la horrible, más fea que nunca, como la insultó cariñosamente el olvidado Salazar Bondy, y al tiempo que huye del cada vez más tangible fantasma del terrorismo también se deja seducir por él.

Especie de Los detectives salvajes pero con punks en lugar de poetas, las mejores páginas de la novela son aquellas que logran rescatar el ambiente del rock subterráneo que estalló en Lima en esa década y que a la juventud más marginal le permitió gritar en bares in-mundos y conciertos clandestinos que la vida no vale nada. Quizás la consecuencia cultural más inesperada del terror político haya sido el punk limeño, y Generación cochebomba, que desde su título se concebía como una novela tradicionalmente política, de manera involuntaria acabó siendo la novela latinoamericana que mejor incorpora y retrata el mundo roquero, algo que ni la literatura argentina ni la mexicana han conseguido. Llevando esta influencia demasiado lejos, a la novela podría reprochársele lo mismo que al rock en español: demasiado melodramático para creerse tan salvaje, hay que soportar mucho ruido para disfrutar de algunas buenas canciones. Pero también podría elogiársele lo mismo: hay, en sus mejores momentos, una vitalidad, autenticidad y rebeldía que sólo existen en la juventud y en los mundos que están muriendo.

Karina Pacheco Medrano (1969).
Karina Pacheco Medrano (1969). ı Foto: Fuente: peru21.pe

SI GENERACIÓN COCHEBOMBA usa el punk como espíritu y estructura, Rosa Cuchillo recurre a la cosmovisión quechua como principal influencia. En efecto, es difícil pensar en dos novelas tan distintas, lo que desde luego es un aliciente para la lectura. Óscar Colchado Lucio construye dos tramas paralelas, una que transcurre en el mundo de los muertos y otra en el mundo de los vivos, aunque llega un punto en que el lector se cuestiona en cuál hay más vida y en cuál más muerte. En la de los supuestos vivos se narra la vida de Liborio, un joven que ingresa a Sendero Luminoso como una alternativa para buscar justicia en un entorno donde el racismo y la explotación llevada a la esclavitud constituyen el orden social imperante. En la de los supuestos muertos se cuentan las andanzas de Rosa Cuchillo, conocida así porque siempre porta un cuchillo para evitar ser violada, una práctica normalizada en la región, en busca del espíritu de su hijo, el mismo Liborio, ejecutado por un grupo de militares tras sobrevivir a un combate.

A diferencia de los protagonistas de las viejas novelas indigenistas, Liborio es complejo y problemático, pues de una forma muy natural simboliza el idealismo y la brutalidad que de modo inexplicable conjugó Sendero Luminoso. Liborio ve en la guerrilla una vía para rebelarse contra las injusticias ancestrales padecidas por los indígenas en Perú; como tantos miles de jóvenes latinoamericanos, ingresa a la guerrilla —en su caso, la más bárbara de todas— inspirado por los ideales más puros. Primero participa en acciones armadas que no eluden la épica, como la toma de la cárcel de Ayacucho para liberar a los presos políticos, y luego, con una pasividad perturbadora, observa y participa en acciones de una violencia inconcebible, a las que critica sólo por resultar excesivas en los métodos, pero sin poner en duda su necesidad con el fin último de ganar la “guerra popular”. Su mayor cuestionamiento radica en que la ideología senderista, ante todo maoísta pero también marxista leninista, es de corte extranjero, impuesta por profesores blancos devenidos comandantes guerrilleros, lo que simplemente perpetuará el dominio europeo sobre la población indígena con un simple cambio de bandera. Liborio sueña con una guerrilla quechua, que permita reestablecer una legendaria edad dorada en la que el bien común era el único propósito de la suma de las individualidades.

Mientras tanto, su madre busca el espíritu de su hijo en el mundo de los muertos, y de esta forma se contraponen una prosa poética y un imaginario fantástico a la violenta realidad y la prosa narrativa del mundo de los vivos. La habilidad de Colchado Lucio por mostrar hasta qué punto la cosmovisión quechua estaba presente en las filas senderistas da por resultado una novela atemporal, que alcanza un estatuto mitológico. Profundamente pesimista y de una violencia por momentos insoportable, Rosa Cuchillo posee una extraña belleza venida directamente del infierno, lo mismo el de este mundo que el del otro.

Si Generación Cochebomba usa el punk como espíritu y estructura, Rosa Cuchillo recurre a la cosmovisión quechua como principal influencia. En efecto, es difícil pensar en dos novelas tan distintas, lo que desde luego es un aliciente para la lectura

TANTO GENERACIÓN COCHEBOMBA como Rosa Cuchillo exudan una tremenda autenticidad y queda claro que sus respectivos autores saben de lo que hablan. Por el contrario, hay algo artificial en Abril rojo, novela del limeño Santiago Roncagliolo ubicada en Aya-cucho. Obviamente, un escritor puede escribir sobre cualquier lugar de es- te mundo o de otro, pero en el caso de Abril rojo hay pasajes cercanos a la excursión turística o al set cinematográfico de la película que la novela quiso ser. Quizás esto sería lo de menos en un thriller folclórico como el que se propuso escribir Roncagliolo, pero el tono humorístico, en la línea de la hilarante Pantaleón y las visitadoras, reproduce los viejos prejuicios de la antigua capital virreinal sobre las provincias indias. La parodia es una herramienta de crítica cuando se dirige contra el poderoso y su discurso, como hace Vargas Llosa con los informes castrenses, pero cuando su blanco es el des-poseído se acerca peligrosamente al chiste racista, cuyo principal defecto, dejando de lado la corrección política, es que no resulta gracioso.

Al abordar la guerra civil para escribir un thriller y no escribir un thriller para abordar la guerra civil, la ficción terrorista de Roncagliolo fracasa por su superficialidad, lo que desde luego no sucede con La cuarta espada, su biografía de Abimael Guzmán, el fundador y líder de Sendero Luminoso.

Libro imprescindible para intentar entender por qué Sendero Luminoso fue de lejos la guerrilla más violenta de América Latina, la biografía es documentada e inteligente, y mantiene el ritmo narrativo de las mejores crónicas. Roncagliolo consigue acercar al lector a la figura del siniestro camarada Gonzalo, muerto apenas en septiembre pasado en la cárcel más segura del mundo, ubicada a escasos kilómetros del Lugar de la Memoria, construida especialmente para él y donde purgaba su condena a prisión perpetua.

La conclusión es inquietante, pues Abimael Guzmán fue simplemente un profesor de filosofía que, con rigor y sin piedad, logró contagiar su fanatismo y crueldad a miles de simpatizantes y desencadenó una respuesta igualmente salvaje por parte de las fuerzas del Estado. Entre varias anécdotas que retratan su carácter, puede mencionarse su respuesta cuando, durante los interrogatorios tras ser detenido, un policía le preguntó qué le aconsejaba leer para hacer la revolución:

Échele un vistazo a mi biblioteca, sé que ustedes la incautaron. Debería empezar por la Historia de la filosofía de Dynnik, que no es difícil. Luego, la obra completa de Marx y los cincuenta y siete volúmenes de las obras de Lenin, que conservo en dos ediciones diferentes. Después Stalin, que es más fácil, sólo siete tomos. Y finalmente los cuatro de Mao. Hay un quinto, pero fue editado post mórtem y está cargado de revisionismo. Puede prescindir de él.

El monumento y la novela del horror peruano
El monumento y la novela del horror peruano ı Foto: larazondemexico

LAS CAUSAS Y LAS CONSECUENCIAS Otras novelas, más que desde un lugar una tradición, fueron concebidas desde un conflicto y resultan incómodas porque no reflejan la violencia como una llamarada inexplicable, histórica o exterior, característica sólo de fanáticos y psicópatas. Es el caso de La voluntad del molle (un árbol del Perú), en la que Karina Pacheco Medra-no conecta hábilmente la profunda y silenciosa violencia del racismo de la sociedad peruana con la explícita violencia de la guerra y la tortura. Situada en El Cuzco, la antigua capital inca, la novela cuenta la trágica historia de una familia que decidió ser desgracia-da por guardar las apariencias, aunque esto implicara cometer las mayores bajezas siempre en nombre de las buenas costumbres, la religión y la decencia.

La trama es melodramática y quizás resultaría inverosímil para un lector de otras latitudes, pero no para un mexicano, que reconoce en el arraigado racismo de los personajes muchos rasgos de su propio país.

Todo gira en torno al romance prohibido de Elena y Alejandro, ella blanca y él indígena, lo que desencadena la furia de los padres de la muchacha, pertenecientes a una de las familias “respetables” de El Cuzco. Las peque-ñas violencias manifiestas en detalles aparentemente insignificantes, como la predilección de los nietos blancos sobre los mestizos o la insistencia en que los hijos se casen con parejas blancas, van agravándose, desde el trato vejatorio a las sirvientas, hasta llegar a fabricar juicios o deshacerse de bebés con tal de conservar la muy supuesta pureza racial de la familia.

El terrorismo, en cierta forma, parecería justificarse por el rencor acumulado durante generaciones, pero lo que en un principio sonaba a lucha reivindicativa pronto se convierte en una excusa para zanjar conflictos personales o para dar rienda al terror. Lo interesante es que dicho terror no se expresa sólo en la tortura y la matanza de inocentes en un pueblo quechua, ya sea perpetrada por los terrucos o por los sinchis (los senderistas o los comandos militares), sino que se materializa con la misma intensidad en la hipócrita aristocracia citadina que, menos vistosa pero más hábilmente, también la emplea para mantener sus privilegios. El catolicismo y los buenos modales, en esta novela, no son sino la contracara del comunismo y la revolución: elegantes o utópicas vías de conquistar o de ejercer el poder.

Aunque a veces demasiado evidente en su propósito de denuncia, la falta de novelas latinoamericanas que hagan de la indagación del racismo su tema principal justifica el énfasis que La voluntad del molle pone en esta cuestión.

Cada novela arroja una respuesta inapelable: al contexto social en que se desarrolló el conflicto hay que sumar ese gran misterio que es el ser humano, capaz de cometer las peores atrocidades en nombre de los más altos ideales

MENOS REFLEXIVA Y MÁS DIRECTA, dejando que las acciones hablen por sí mis- mas, La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez, muestra cómo en la guerra civil peruana, igual que ha ocurrido en todas las guerras de la historia, la violencia sexual jugó un papel protagónico y constituyó un arma de guerra. La novela, veloz y fragmentaria, se articula alrededor de tres mujeres: una periodista, una guerrillera y una campesina que son violadas por los senderistas o por el ejército.

Como sucede en las mejores novelas sobre la violencia latinoamericana, como en Los ejércitos, del colombiano Evelio Rosero, los bandos se desdibujan y son indistinguibles unos de otros: sus diferencias irreconciliables y su enemistad a muerte acaban siendo excusa para sembrar el terror en la tierra y sojuzgar a la población civil. A pesar de que en teoría la ideología de los maoístas de Sendero Luminoso no podía ser más distante de la del ejército de Fujimori, ambos grupos veían a la mujer como un botín de guerra, cuya violación era útil para animar a la tropa, castigar a una familia, amedrentar al pueblo.

Hay muchas otras novelas que exploran el conflicto armado peruano des-de distintos puntos de vista, y a las ya mencionadas habría que agregar las de Alonso Cueto, Iván Thays o Miguel Gutiérrez, entre otras. Todas tienen en común su diversidad, tanto en lo que atañe a la técnica literaria como al punto de vista desde que el que se narra. Leídas en conjunto, nos dicen que no hay una sola verdad ni una sola forma, única y correcta, de recordar y explicarse los hechos sucedidos. Pe- ro entonces, si estas novelas, ni juntas ni aisladas consiguen brindar una explicación de la violencia que azotó el Perú, cabe preguntarse por qué leerlas.

Es verdad que quien busque una explicación sociológica en ellas se decepcionará. Pero cada una arroja una respuesta inapelable: al contexto social en que se desarrolló el conflicto hay que sumar ese gran misterio que es el ser humano, capaz de cometer las peores atrocidades en nombre de los más altos ideales. No es una respuesta novedosa, pero sigue estando vigente. Y tampoco es la primera vez, ni por desgracia será la última, que se aproveche para, con la materia de la sangre y el dolor, crear literatura. Desde hace tiempo sabemos que “el sueño de la razón produce monstruos”, y esta tremenda verdad sólo la puede transmitir el arte, con un vigor tan poderoso que es capaz de derrumbar cualquier monumento de piedra dedicado a imponer una sola verdad.