Con los cien años de la Secretaría de Educación Pública, conmemorados este mes, comienza la cuenta regresiva hacia el centenario del muralismo mexicano. Al tomar posesión, José Vasconcelos inició un proyecto educativo que impulsó la producción artística como vehículo de renovación nacional y constructora de identidad colectiva. Las escuelas y bibliotecas inauguradas contarían con murales de los artistas más destacados del momento, en los que se representaría la cultura mexicana y se resaltarían los valores de la Revolución. Los libros y revistas editados por la Secretaría, a su vez, serían ilustrados por los mismos pinceles para crear así un nuevo imaginario que abarcara todos los aspectos de la creación intelectual y sentara las bases de una nueva sociedad.
EL PRIMER ARTISTA en integrarse al vasconcelismo fue Roberto Montenegro, quien en 1921 comenzó a pintar en el antiguo colegio jesuita de San Pedro y San Pablo (hoy, Museo de las Constituciones) el primer mural del movimiento artístico que revolucionaría el panorama de las artes en México y que, con el paso de los años, tendría un impacto en todo el continente. La obra de Montenegro, por lo tanto, no es para nada menor en la historia del arte mexicano; sin embargo, su nombre ha sido sistemáticamente excluido de los discursos y narrativas del muralismo mexicano. Las claves para entender este borramiento las encontramos, entre otras cosas, en la obra misma con la que inauguró esa corriente.
Como casi todos sus contemporáneos, Roberto Montenegro se sumó al proyecto revolucionario al regresar de una estancia en Europa gracias a una beca otorgada por el gobierno mexicano —aún porfiriano. Quizá es ahí donde comenzó su rivalidad con Diego Rivera, pues a decir del propio Montenegro, le ganó el lugar al guanajuatense en un volado. Así lo narra en sus memorias, Planos en el tiempo, donde asegura que, al ver los recursos limitados de la Secretaría de Instrucción Pública, Justo Sierra y Antonio Fabrés acordaron definir qué alumno se embarcaría primero a París lanzando una moneda al aire; Montenegro sacó el águila, de manera que Rivera se tuvo que ir seis meses después.
Si bien la formación europea estaría muy presente en todos los artistas revolucionarios, lo cierto es que la mayoría pronto se desprendió de ella para favorecer lenguajes plásticos mucho más apegados a la tradición artística de México, con referencias claras al arte indígena y popular. Montenegro no era para nada ajeno a éste, incluso fue él quien encabezó el rescate de la artesanía nacional, pero lo cierto es que fue también el artista que más se apegó a las corrientes que habían dominado el paisaje de las artes en Europa desde las últimas décadas del siglo XIX.
La inspiración europea de Montenegro se ve muy claramente en sus primeros murales, sobre todo en El árbol de la vida
Mientras Rivera aprovechaba sus años parisinos para acercarse a Picasso y Modigliani, Montenegro se orillaba hacia estilos que seguían anclados en el art nouveau. No es que se negara por completo a adoptar corrientes como el cubismo y el surrealismo, incluso mucha de su producción posterior se vería influida por éstos, pero sus intereses estéticos en esa primera etapa de su carrera iban por otro lado.
LA INSPIRACIÓN EUROPEA de Montenegro se ve muy claramente en sus primeros murales, sobre todo en El árbol de la vida, pieza central del excolegio jesuita. A primera vista, tanto el título como la composición evocan inmediatamente las famosas artesanías de barro de Metepec, pero si se le observa en detalle, es evidente que las referencias de Montenegro se encuentran en otras latitudes. Para empezar, el tratamiento que se le da al árbol y las criaturas que en él habitan recuerda los tapices de William Morris, diseñador británico del movimiento Arts and Crafts. Es probable que la influencia de Morris también impactara en la visión de Montenegro sobre las artesanías, pues el inglés encabezó una importante revaloración de esas expresiones artísticas populares.
Pero la mayor influencia europea en la obra de Montenegro la encontramos en las figuras humanas que desfilan al pie del árbol. En las contorsiones de sus cuerpos, en sus finos rasgos y atavíos de estilo griego o medieval vemos una clara referencia al trabajo del ilustrador inglés Aubrey Beardsley. Su obra circulaba en las revistas literarias que se leían en Europa cuando los muralistas estudiaban en París, así como en las primeras ediciones de Oscar Wilde, aunque es probable que Montenegro haya tenido ya algún contacto con ellas años atrás, cuando aún estudiaba en la Academia de San Carlos, gracias a su amistad con José Juan Tablada.
Beardsley se convirtió rápidamente en una referencia obligada en México y su recurrente presencia también fue resentida por algunos de los mayores protagonistas del movimiento muralista, quienes predicaban un nacionalismo absoluto. El mismo año en el que Montenegro empezó su mural, David Alfaro Siqueiros, por ejemplo, denunció en un artículo en la revista Vida Americana a quienes se habían dejado seducir por “influencias fofas” como “la anemia de Aubrey Beardsley” y “todo ese art nouveau comerciable”.1 A las críticas sobre las formas europeizantes de Montenegro se sumó también la censura, pues el personaje que hoy vemos portando una armadura fue originalmente pintado al desnudo.
Ese conservadurismo es para mí el principal motivo detrás de la expulsión de Montenegro de la gran Historia del Muralismo, pues conforme el movimiento se fortalecía fue convirtiéndose también en un asunto de machos. Basta recordar cómo intentaron excluir a mujeres como María Izquierdo para suponer que seguramente no se sentían muy cómodos asumiendo como fundador a un hombre homosexual, como lo fue Roberto Montenegro. Recordarlo en este centenario como iniciador del muralismo es por lo tanto un acto de justicia no sólo a su memoria, sino para la comunidad LGBT+ y su presencia en nuestra historia cultural.
Nota
1 David Alfaro Siqueiros, “Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación americana”, en Vida Americana (Barcelona, España), núm. 1, mayo, 1921.