Narrativa latinoamericana y feminicidio

Una manifestación de barbarie ancestral que perdura en el siglo XXI, con violencia cada vez más inusitada, es la de los feminicidios que flagelan el país y el continente latinoamericano. El ensayo que publicamos se concentra en su expresión narrativa, a partir de cinco títulos recientes —sin soslayar algunas obras pioneras. En el balance, al recrear en profundidad el desgarramiento causado por estos crímenes en situaciones y personajes únicos, la literatura logra convertir esa experiencia cotidiana del horror en una vía para reconocer el mundo y acaso vislumbrar otro, más humano y comprensible.

Fernanda Melchor (1982).
Fernanda Melchor (1982). Fuente: razon.com.mx

¿Para qué sirve la literatura?, me pregunto tras leer cinco novelas que tratan el feminicidio. ¿Para denunciar? Una novela no tiene la difusión necesaria como para sensibilizar a la sociedad sobre una tragedia cotidiana y normaliza da, además de que, a estas alturas, quien no se indigne por el escandaloso número de casos que tienen lugar en América Latina no deja de hacerlo por falta de información, sino por una cruel indiferencia. ¿Para explicar? Tampoco es un secreto que la combinación de impunidad y machismo dan por resultado, en el caso de México, que más de diez mujeres sean asesinadas cada día; la literatura, además, no es sociología, y si bien la novela de tesis acecha las obras que abordan una cuestión social, estas últimas, si son logradas, sirven para ahondar y entender a un personaje y no un fenómeno general. ¿Para conmover? No hace falta leer una obra literaria para conmoverse por estos crímenes que parecen rutinarios, y los escritores que los abordan corren el riesgo de caer en el oportunismo y de aprovechar sus poderosas resonancias para nutrir la debilidad de sus palabras. Ignoro, entonces, para qué sirve la literatura cuando se acerca a una cuestión de esta índole; no obstante, la lectura de estos libros resulta apremiante.

Contra lo que pudiera pensarse en una literatura tan proclive a la denuncia como lo es la latinoamericana, el feminicidio no tiene una tradición en nuestras letras, y no son pocas las obras que lo han tratado como se lo consideró hasta hace pocos años: como un crimen pasional, no exento de un halo trágico, sí, pero ante todo romántico. Algunas de las novelas más célebres que lo abordan, todavía sin saberlo pues ni siquiera existía el término, lo hacen como si fuera una excentricidad o una rareza, cercana a la nota roja más amarillista, como sucede en Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia —cuya excelencia no está en duda—, que parece motivada por el insólito hecho de que las asesinas fueran dos mujeres, y no hombres, como marcaría la tradición. Por su parte, 2666, de Roberto Bolaño, se centra en los feminicidios de Ciudad Juárez, convertida en su imprescindible novela en la mítica Santa Teresa y en una indisputable capital mundial del horror. Sin embargo —de nueva cuenta sin cuestionar su calidad literaria—, parecería que la violencia de género se circunscribiera a un infierno local, con sus fronteras bien trazadas, y no a un fenómeno nacional y continental.

Páradais es un despliegue de los mejores recursos del realismo, como el estudio de los personajes que, para su propia sorpresa pero con una lógica trágica, se convertirán en asesinos, orillados por una sociedad cuyo origen y destino es la violencia

Diferente es el caso de Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, publicada dos años antes que la novela póstuma de Bolaño. Con las herramientas de la investigación periodística, la crónica literaria y el ensayo, la obra marcó un cambio de discurso sobre el feminicidio. González Rodríguez señaló que los crímenes de Ciudad Juárez no eran obra de un solo asesino serial —una explicación a la que suele recurrirse por resultar tranquilizadora, pues centra la responsabilidad en un monstruo y no en una serie de prácticas sociales normalizadas— ni respondían a una única industria ilegal, como la de las snuff movies, sino que eran el inevitable resultado de viejos y nuevos factores sociales, extendidos, primero, en la frontera norte, y luego en el resto del país. Extrañamente, tras los libros de Bolaño y González Rodríguez, la novela latinoamericana pareció olvidarse del feminicidio, como si ya todo estuviera dicho y no faltara todo por decir.

EN LOS ÚLTIMOS AÑOS, sin embargo, obligada por la realidad, ha habido una recuperación del tema. En el ensayo y la crónica, destacan respectivamente Agua de Lourdes. Ser mujer en México, en el que Karen Villeda conjuga lirismo y reflexión para analizar el contexto de violencia que sufren las mujeres en el país, y La fosa de agua, la investigación de Lydiette Carrión sobre algunos feminicidios cometidos en Ecatepec y Los Reyes Tecámac.

En cuanto a la novela, género en el que se centra este texto, son varias las publicaciones latinoamericanas recientes que hacen del feminicidio el motor de la narración y que incuestionablemente establecen un giro radical en el tratamiento literario del tema. Cada una de las cinco obras aquí analizadas lo hace de acuerdo con su propia propuesta y desde un ángulo particular, sin atenerse a esquemas prefigurados ni a moldes impuestos. Esto queda claro, por ejemplo, en el hecho de que cada una de ellas establece un grado diferente de ficcionalidad, lo que responde a uno de los campos de mayor experimentación de la novela contemporánea. La lectura conjunta resulta dolorosa y, realizada en el siguiente orden, ofrece un efecto particular, pues pareciera que el feminicidio, libro a libro, abandona el campo de la ficción y la lectura para insertarse en la realidad, exactamente como sucede en el mundo externo a los libros.

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LA FICCIÓN DE LA MUERTE

La primera de ellas, Cometierra, de la argentina Dolores Reyes (Sigilo, 2019), se posiciona en el terreno de la literatura fantástica, muy cercana al realismo mágico, y confirma, de paso, que la primera de ninguna manera tiene un carácter evasivo y que el segundo no sólo funciona como estrategia para escarbar en los mitos del pasado, sino que sirve también para mostrar la cara más angustiante del presente. A partir del asesinato de su madre, cometido por su padre, la adolescente protagonista de la historia adquiere la capacidad de vislumbrar ciertos secretos cuando come tierra. No se trata de cualquier clase de secretos ni de tierra: si come la que alguna vez pisaron, la tierra de donde surgieron y habitaron, la muchacha es capaz de saber qué fue de las mujeres desaparecidas, dónde están secuestradas o bajo qué terreno están ya cubiertas, tras haber sido asesinadas. Esta especie de don, o de condena, hace que sea buscada por los padres y parientes de las chicas desaparecidas en el conurbano bonaerense y que se convierta en una especie de hechicera especializada en resolver los crímenes que la policía ignora.

A medida que perfecciona sus poderes, la muchacha va madurando y aprendiendo a sobrevivir en un entorno donde la muerte y la violencia son cosa de todos los días. “Cerré los ojos y entonces lo vi. Fue como si volviera a una noche vieja. Una noche que se había ido gastando y que ya no existía y que se podía ver desde ahí, en ese momento, en mi cabeza”, dice a propósito de una de sus visiones, en unas líneas que también podrían describir su vida, en la que todos los días transcurren en una nada apenas alterada por los raptos adivinatorios y por la violencia siempre acechante. A pesar de su apariencia oscura, casi nihilista, Cometierra es una novela de aprendizaje cuya protagonista, acompañada de su hermano, finalmente decide dar la espalda al barrio, a su oficio mortuorio y a una vida aún atada a la muerte de su madre, y salir al mundo a buscar su propio camino. Además de la atractiva historia fantástica, el lenguaje de la novela resulta original y realmente sugerente: seco y poético, contenido, localista y evocador, con resonancias de Di Benedetto pero en un ámbito urbano, traslada al lector a una atmósfera onírica en la que predominan las pesadillas, pero en la que también hay resquicios para la luz.

Ficcional, pero, a diferencia de la fantástica Cometierra, con una estética realista, Páradais, de la autora mexicana Fernanda Melchor (Random House, 2021), se centra en Franco y Polo, los dos jóvenes que, provenientes de diferentes estratos sociales y con móviles distintos, convergen en la comisión de un feminicidio. La novela es un despliegue de los mejores recursos del realismo cercano al naturalismo, como lo es el estudio de los personajes que, para su propia sorpresa pero con una lógica trágica, se convertirán en asesinos, orillados por una sociedad en la que pueden variar las motivaciones o las circunstancias particulares de sus miembros, pero cuyo origen y destino es el mismo: la violencia.

En los divinos, La víctima es una niña de una zona marginada de Bogotá, a la que un miembro del grupo secuestra, viola
y asesina, básicamente por no tener nada mejor que hacer y tras haber probado todo tipo de experiencias límite aceptadas

Para este fin, Melchor se sirve de un fraccionamiento veracruzano de clase alta, Paradise, que servirá como exacto microcosmos de la sociedad que retrata. Allí se conocen Franco, un adolescente disfuncional que vive con sus abuelos en una de las residencias del fraccionamiento, y Polo, el recién contratado jardinero. En principio, ambos personajes no tienen nada en común, salvo sus respectivas frustraciones, que rápidamente los hermanan: Franco, obeso, con problemas de socialización y víctima de un padre violento, pasa sus días sin hacer otra cosa más que jugar videojuegos, ver pornografía e intentar recordar por qué lo expulsaron de la última escuela, mientras Polo, quien también abandonó los estudios hace poco, sufre los primeros abusos laborales que le esperan en una vida de trabajo en México, a cambio de un salario que le entrega a su madre y que le alcanza para, con esfuerzo, llevar una vida de pobreza al lado de ella y de su prima embarazada. En una de las borracheras clandestinas en las que se desahogan, los inesperados amigos planean asaltar una casa de Paradise, en la que hay un botín para ambos: allí vive la señora Marián, a quien Franco desea obsesivamente, mientras que Polo planea robar todo lo que encuentre para ofrecerlo a cambio de su aceptación en el grupo delincuencial al que pertenece su primo.

Como explicación sociológica de la violencia en México, Páradais, afortunadamente, fracasa, pues la literatura no es una tesis de ciencias sociales, a lo que hay que sumar el hecho de que las causas de la violencia no son un secreto que vaya a ser revelado por una novela, ésta o cualquier otra. La verdadera apuesta de Fernanda Melchor se encuentra en el lenguaje, claro, que no se limita a mostrar un buen uso de la oralidad o a tener buen oído para las jergas juveniles; Melchor hace del estilo indirecto libre un vehículo para mostrar no a Franco o a Polo ni a los miles de asesinos del México contemporáneo, sino a la sociedad que contempla el espectáculo de la violencia, horrorizada, es verdad, pero también con un marco ideológico, conceptual e incluso idiomático más cercano al de los victimarios de lo que a cualquiera le gustaría admitir. Afirmar que en varias grandes novelas el auténtico protagonista es el narrador es un lugar común que no por ello deja de ser verdad, y esto es lo que sucede en Páradais, cuyo fragmento culminante, compuesto por una enumeración de acciones convertidas en imágenes, bien merece figurar en cualquier antología de la prosa mexicana.

Más que el horror mismo, Páradais nos muestra cómo observamos el horror de todos los días, cómo lo justificamos y explicamos, cómo nos paraliza y nos fascina, y es en ese punto de vis-ta incómodo en el que Melchor alcanza su mayor maestría narrativa.

Laura Restrepo (1950).
Laura Restrepo (1950).

LOS DIVINOS, de la colombiana Laura Restrepo (Alfaguara, 2017), comparte el registro realista de Páradais, pero en este caso la novela está inspirada en un hecho real, que Restrepo se encarga de narrar aprovechando las libertades de la ficción para reflejar los horrores de la realidad. Al igual que en Melchor, la novela se centra en el asesino y sus cómplices, un grupo de amigos de la clase alta, egresados de uno de los mejores colegios de Bogotá. Son algunos de estos amigos los encargados de contar la historia, de modo que el lector se va adentrando en las costumbres festivas de la que podría ser cualquier élite latinoamericana, en la que el derroche y la ostentación son una cara más de las buenas costumbres, y las experiencias al borde de la legalidad, una forma de hacer la vida un poco más pasadera.

En este caso, en contraste con los dos pobres diablos de Páradais, los asesinos lo tienen todo: éxito en cualquiera de sus formas más vistosas, del dinero suficiente para lo que sea al atractivo físico; la absoluta impunidad que brinda en Latinoamérica la mezcla de abolengo con billetes frescos, y los contactos para, siempre en nombre de la meritocracia, abrir cualquier puerta que parezca entrecerrada. Si en Cometierra prevalece un ambiente de marginalidad típico de cualquier urbe latinoamericana y en Páradais hay una sorpresiva mezcla social que quiebra las jerarquías solamente para delinquir, Los divinos completa el recorrido por las clases sociales latinoamericanas a las que separa un abismo en todos los indicadores, menos en el de la violencia ejercida contra la mujer.

La víctima es una niña de una zona marginada de Bogotá, a la que el miembro más exitoso y carismático del grupo de amigos secuestra, viola y asesina, básicamente por no tener nada mejor que hacer y tras haber probado todo tipo de experiencias límite aceptadas socialmente. Lo que en un principio puede parecer sólo el acto de un monstruo, se revela más bien como una práctica extrema pero aceptable en ciertos círculos, cuando el grupo de amigos decide desplegar sus recursos para esconder y ayudar a fugarse al homicida. Finalmente, gracias a la presión mediática y a la cooperación de algunos conocidos del asesino, éste es atrapado y condenado, pero nunca asume culpa alguna y se refiere a las aberraciones que cometió como algo natural, casi como una parte incorregible de la realidad. Así queda patente en una carta abierta que publica para explicar su postura y de la que uno de los narradores comenta:

LIBROS
LIBROS

Intuyo, o quiero intuir, que esta parrafada que no dice nada en el fondo debe decir algo. Aparentemente sosa, debe ser en realidad una trampa bien diseñada que le permite parapetarse en los eufemismos y la autoindulgencia. Se refiere a lo atroz —el secuestro, la violación, la tortura, el asesinato— como a los hechos. Hechos son un diluvio, un incendio, una guerra: golpes de la ira de dios. Ésos son hechos.

La habilidad narrativa de Restrepo para contar los antecedentes del crimen y la captura del homicida, así como para crear subtramas atractivas, no opaca en ningún momento el uso de un lenguaje poderoso y reflexivo, que con sutileza varía los registros e incrementa su intensidad a medida que la novela avanza.

LA MUERTE DE LA FICCIÓN

Las tres novelas hasta ahora descritas, si bien varían en su posicionamiento frente a la realidad, se ubican en el terreno de la ficción, y quizás por ello comparten un rasgo: en las tres los feminicidas reciben un castigo: la cárcel o la muerte. En las tres, además, las víctimas tienen una presencia secundaria. No obstante, en la realidad parece suceder exactamente lo contrario, a juzgar por los conmovedores libros de la argentina Selva Almada y de la mexicana Cristina Rivera Garza, sobre asesinos que siguen libres, cuando no anónimos, y en el centro del relato aparecen las víctimas.

En Chicas muertas, Selva Almada (Random House, 2014) escribe una novela de no ficción basada en tres feminicidios que se cometieron en los años ochenta, cuando ella era niña, y con los que se siente de alguna forma vinculada, por ejemplo, al recordar a la perfección el momento en que se enteró por radio de la noticia de uno de ellos. Almada viaja a las localidades donde se cometieron los tres crímenes —en la Argentina rural, de donde procede la autora— para averiguar, más de treinta años después, algo que los esclarezca. Con este objetivo, estudia los expedientes, recorre los escenarios, entrevista testigos, en un arduo proceso que no arroja ningún resultado. En ninguno de los tres casos, por más que haya sospechosos, existen indicios claros de quién fue el feminicida y lo único que se sabe con exactitud es que Andrea amaneció apuñalada en su propia cama, el cuerpo de María Luisa fue encontrado en un descampado, medio comido por los pájaros, y Sarita permanece desaparecida, pues su cuerpo nunca fue hallado: todo es misterio, nada es claro y ni siquiera la muerte es una certeza, estatuto que en este libro sólo alcanza la violencia.

Para recrear a Liliana, Rivera Garza recurre a sus propios recuerdos de hermana mayor, pero también entrevista a compañeros y parientes de la chica y rescata la correspondencia de ésta

En una autora con tan clara conciencia literaria como Almada, en quien el estilo de cada libro varía de acuerdo con su planteamiento general —contrástese, por ejemplo, la parquedad de su novela El viento que arrasa con la lengua más exuberante de Ladrilleros—, sorprende la naturalidad y exactitud de Chicas muertas. Esquivando la espectacularidad y el tremendismo, lo mismo que los discursos bien intencionados y los golpes de pecho, Almada permite que los hechos hablen por sí mismos, en una situación paradójica en la que, en realidad, los hechos no se conocen. Pero a falta de una información mínimamente fidedigna sobre los crímenes, más allá de los rumores que por variados que sean siempre coinciden en culpar de una forma u otra a las víctimas, Almada retrata un ambiente de pobreza y machismo que resulta el contexto perfecto para el feminicidio. Pero si los asesinatos permanecen rodeados de misterio —un eufemismo para la indolencia policiaca y la impunidad—, lo que Almada sí logra reconstruir es una pequeñísima parte de la vida truncada de esas tres mujeres que tenían ilusiones, familia y amigos, estudiaban o trabajaban: vivían, se sabían vivas y querían vivir. En algún momento, con toda intención, las historias de las tres se confunden, pues finalmente cada una era dueña de su propia vida, pero cualquier mujer joven de esa Argentina salvaje podría haber sido la asesinada.

Durante su investigación, Almada introduce algunas anécdotas y pasajes autobiográficos, pues procede del mismo entorno que las chicas muertas y, sin querer en ningún momento equipararse con ellas, se siente identificada por proceder de la misma región y ambiente, por haber llevado una vida no tan distinta y por haber podido tener el mismo destino. En una de estas falsas digresiones, Almada cuenta que sus padres se casaron muy jóvenes y que, en los primeros meses de matrimonio, una discusión subió de tono y su padre hizo el ademán de golpear a la madre, quien para defenderse le clavó un tenedor en el brazo. Con Chicas muertas, Almada repitió la acción de la madre, pues el libro bien puede leerse como un arma clavada en el brazo de la sociedad argentina, siempre dispuesta a ejercer violencia contra los más débiles.

Cristina Rivera Garza (1964).
Cristina Rivera Garza (1964).

MÁS CERCANA TODAVÍA es El invencible verano de Liliana, también novela de no ficción —y testimonio, elegía, crónica y ensayo—, en la cual Cristina Rivera Garza no sólo se siente identificada con alguna víctima de feminicidio, sino que éste irrumpe en el ámbito más íntimo que pueda existir: el de su familia.

Más que conformarse con contar el feminicidio de Liliana, su propia hermana, cuando tenía veinte años, la autora decide narrar su vida, con una estrategia similar a la seguida por Selva Almada, en un intento de rescatar y restituir la trayectoria violentamente interrumpida. Así, para recrear a Liliana, Rivera Garza recurre a sus propios recuerdos de hermana mayor, por supuesto, pero, convencida de que uno perdura en los otros y también es la imagen que los demás guardan de uno, entrevista a compañeros y parientes de la chica y rescata la correspondencia de ésta. El resultado es una novela hasta cierto punto coral, compuesta por una gran variedad de textos contrastantes, que van de las notas que informaron en los diarios del asesinato de la joven a las cartas infantiles y juveniles que Liliana intercambiaba con amigas y primas, y que muestran a una muchacha inquieta y entusiasmada con la vida que al parecer se le abría generosamente.

¿Qué queda de una vida?, parece preguntarse Rivera Garza a lo largo del texto, desde el momento en que infructuosamente busca el expediente del caso de su hermana hasta cuando se pregunta por el paradero de su exnovio y asesino, prófugo desde entonces. Lo que queda es lo que el libro logra condensar: el extrañamiento del presente, cuando la muchacha descubría su propio cuerpo y tiempo; la mitología de un pasado compartido, que en este caso reside en las migraciones de la familia Rivera Garza por medio México hasta asentarse en Toluca, y la ilusión de un futuro que empezaba a adquirir forma, con una Liliana más libre que nunca, estudiando arquitectura en la Ciudad de México. Quedan las voces de los amigos y compañeros, los recuerdos de un viaje iniciático a Oaxaca y Puerto Escondido, el descubrimiento de los libros, el cine, la política, y de una ciudad salvaje que se convirtió en el inesperado hogar de Liliana.

Al terminar la lectura, prima una sensación ambivalente: allí están la tristeza y la indignación por el crimen cometido, en un típico caso de feminicidio en el que el hombre prefiere asesinar a su pareja antes que aceptar su libertad, justo en una etapa en que la jovencísima Liliana era cada vez más dueña del mundo; pero también está la alegría por leer la celebración de una vida que fue alegre, curiosa, caótica y libre, es decir, que fue precisamente vida.

Narrativa latinoamericana y feminicidio
Narrativa latinoamericana y feminicidio

EL QUE LAS CINCO NOVELAS aquí leídas transiten de la literatura fantástica al testimonio familiar, pasando por la novela realista o la pesquisa casi policiaca, en lo que bien puede verse como un recorrido de la imaginación más desbordada a la realidad más dolorosa, no implica de ninguna manera constatar un progreso o un retroceso entre ellas, ni mucho menos emitir un juicio estilístico. Ya bastantes malentendidos trajo confundir lo literario con lo ficticio, como para hoy caer en la superstición contraria y equiparar veracidad con verdad, que en literatura son conceptos diferentes. Lo que muestra esta versatilidad de acercamientos al mismo tema es el cuidado literario con que cada autora planeó su propia novela, en la que el estilo, la estructura, el punto de vista y el grado de ficcionalización o factualidad responden a las necesidades del libro que quería escribir. Las cinco novelas son radicalmente diferentes y sólo tienen un punto en común: en el centro de todas ellas hay una mujer que fue asesinada por el simple hecho de ser mujer.

En un momento dado, Cristina Rivera Garza recuerda que cuando su hermana fue asesinada ni siquiera existía el término feminicidio, por lo que no lograba entender la verdadera naturaleza del crimen. Gracias a los estudios sociales, se ha logrado identificar y nombrar prácticas violentas que, de esta manera, pueden empezar a ser analizadas y combatidas, como ella misma lo afirma:

Llamar a las cosas por su nombre requiere, a menudo, de inventar nuevos nombres. Hostigamiento laboral. Discriminación. Violencia sexual. El violador eres tú. Para hablar así, para correr el velo que oculta la violencia que aqueja y mata a cientos de miles de mujeres dentro y fuera de sus hogares, ha sido necesario bregar contracorriente y participar junto con otros en la producción de un lenguaje preciso, alerta a las diferencias mortíferas de género.

El mérito de la producción de este “lenguaje preciso” corresponde a los estudiosos y luchadores sociales que han logrado que el feminicidio sea tipificado como delito. Pero hay otro lenguaje, opuesto al del derecho, la política y las ciencias sociales, cuyo poder radica en su aparente falta de precisión, subjetividad, capacidad de evocación, en la construcción de nuevos significados, sensibilidades y afectos, y en su unicidad, no extrapolable a ninguna otra situación a pesar de narrar una tragedia colectiva. Se trata del lenguaje de la literatura, que en este caso consigue lo imposible: recrear lo peor del mundo para imaginar uno mejor.