Este año que corre se cumplen cien años de la creación de la Secretaría de Educa-ción Pública. El primero que la encabezó fue José Vasconcelos, quien recibió el encargo presidencial de echar a andar la que sería una de las instituciones emblemáticas de la Revolución mexicana: la que debería formar a los nuevos ciudadanos y debería hacerlo además con la razón, la ilustración y la ciencia.
Se cerraba así el capítulo de los pleitos entre liberales y conservadores, que durante el siglo XIX quisieron dar cada uno sus contenidos a la educación y cada uno su versión de la historia nacional, quedando en manos de quienes tomaron el poder después de los hechos armados, la decisión de cuáles deberían ser los héroes, cuáles los símbolos patrios y cuál el modelo a seguir para el futuro.
Resulta paradójico que, a eso que se propusieron hacer, le llamaron (igual que los conservadores del siglo anterior), libertad de enseñanza: lo hicieron ejerciendo la intervención y el control del Estado, y obligando a que esa educación fuera laica, nacionalista, liberal, y (esto es muy importante), uniforme para todo el país y para todos los educandos sin importar lugar de residencia, clase social, usos y costumbres, historia propia. Hoy sabemos que eso es un error, pero entonces era de avanzada pensar que un niño indígena pobre en un rincón apartado aprendería lo mismo que un hijo de la clase media de Guadalajara.
URGENCIA DE LA EDUCACIÓN
Vasconcelos no era un hombre de teorías, sino de acciones. Fueron abiertas escuelas y bibliotecas, se capacitó a millones de maestros y se llevó a todos los rincones del país “ejércitos de educadores que sustituyan a los ejércitos de destructores”, como dijera el flamante ministro, para que enseñaran los valores en boga: el amor por la patria y el amor por el trabajo, pero también el deseo del cultivo del espíritu, en “una gran cruzada para sacar al pueblo de la pobreza y la indolencia, de la ignorancia”. Esa cruzada, por cierto, no nació de la nada, ni siquiera de la propia Revolución, sino que había empezado un siglo antes con José Joaquín Fernández de Lizardi que ya insistió en la urgencia de la educación, incluso para las mujeres (algo impensable entonces) y que se había prolongado hasta Altamirano y Justo Sierra, quien creó una Secretaría de Instrucción Pública y la Universidad Nacional.
La idea de Vasconcelos fue “que se pintara, que se hiciera poesía, que se hiciera música, que se hiciera teatro, que se leyera, que se bailara”. Editó miles de ejemplares de los clásicos de la literatura universal e invitó a los que consideraba “cumbres de la raza” iberoamericana (recordemos que hablar así era la moda de entonces) a participar de este esfuerzo, hombres y mujeres, mexicanos y latinoamericanos, que se sumaron al ideal bolivariano de una Iberoamérica unida. Entre los invitados estuvo la poeta chilena Gabriela Mistral, quien también abrazó ese ideal: “La sombra de Bolívar ha alcanzado mi corazón con su doctrina”, escribió al respecto.
Tampoco como autora coincidió con el sentir de las escritoras que mostraban un profundo descontento con el lugar y la función y las prohibiciones y los tratos
a la mujer, ni con las tendencias literarias y estéticas, como el modernismo
UNA RECEPCIÓN BIPOLAR
En el caso de Mistral, la invitación tuvo un objetivo preciso: preparar uno de los libros de texto, el dedicado a la enseñanza para las niñas. Gran gesto revolucionario sin duda el de Vasconcelos, el de considerar que las mujeres debían recibir educación escolarizada, gesto sin embargo que hoy ya resulta políticamente incorrecto, pues se pensaba que esa educación no podía ser igual a la de los niños.
Señalo esto, no porque piense que se puede juzgar con los parámetros de hoy lo que sucedió hace un siglo, sé muy bien que hacerlo sería tramposo, sino porque la contradicción que marcó y definió el trabajo de Mistral, desde su poesía hasta el libro de texto en-cargado por el ministro, tuvo que ver, precisamente, con su idea de las diferencias entre lo que eran, podían ser y debían ser las mujeres y los hombres.
Y es que Mistral fue una mujer bipolar —como coloquialmente se dice hoy—, en sus sentimientos hacia el mundo y hacia las personas, como bipolar fue también la recepción de su obra, porque sus poemas a muchos les parecen de bajo contenido alcohólico y, sin embargo, le valieron el premio Nobel de Literatura, en mi opinión precisamente por eso, pues recién terminaba una guerra y no eran tiempos ni para premiar a nadie de alguno de los países en conflicto ni para galardonar cosas fuertes.
PENSAMIENTO TRADICIONAL
Esa forma de ser de Mistral, sin duda se debió al mundo en que le tocó nacer, que estaba cambiando a pasos agigantados, pasando del siglo XIX al XX, pero también se debió a su propia historia y biografía, que justamente le impedía aceptar esos cambios.
Entonces, resulta que la llamaron para participar en el nacimiento de un mundo nuevo, producto de una Revolución, cuando el suyo era un pensamiento absolutamente tradicional en su mirada sobre la vida. No comulgó con nada de su época, ni con las ideas sobre las mujeres (que para entonces se escuchaban no sólo en Europa sino en su Chile natal y en México, donde había movimientos sufragistas y por derechos de las mujeres que querían participar de la vida pública, votar y ser votadas, salir a trabajar, tener propiedades, y no depender de sus padres o maridos). Tampoco como autora coincidió con el sentir de las escritoras que mostraban un profundo descontento con el lugar y la función y las prohibiciones y los tratos a la mujer, ni con las tendencias literarias y estéticas, como el modernismo, que entonces era la vanguardia en la poesía hispanoamericana. Y como maestra de escuela que era, tampoco fue afín a las corrientes nuevas de pensamiento sobre su materia, como la educación racionalista.
MADRE Y RAZÓN DE SER
Ella se quedó siempre con sus ideas de la mujer como un ser doméstico, de religión y de fe, con una misión como cuidadora y educadora, según dice su poema “Lola Arriaga, maestra del Dios del cielo, enseñando en el Anáhuac”, con una manera de escribir poesía que combinaba el siglo XIX con el principio apenas si aceptado de Nervo y Darío, y con sistemas y contenidos educativos del siglo anterior.
Desafiar valores sociales y estéticos no era lo suyo, no al menos en su figura pública. No se hacía preguntas sobre derechos, la utilidad del arte, la función del poeta, la bondad o maldad de los bienes materiales, lo hispano y lo francés, lo urbano y lo rural, la rebeldía, sobre nada de lo que desvelaba a los escritores y pensadores de su tiempo.
La suya no era una postura intelectual sino una basada en la realidad vivida por ella, con las pasiones de los seres humanos comunes y corrientes que luchan día con día “por su pan y por su sal”, como dice en alguno de sus poemas.
La suya es, entonces, la poesía de quien considera que la única razón de ser de la mujer en este mundo es la maternidad, y que el hogar es “el unto para todas las heridas”; que la mujer debe ser sostén del marido, maestra de los hijos, madre material y espiritual, toda deber, servicio y virtud, toda paciencia, oración, caridad.
Por eso ni las revoluciones sociales o estéticas o lingüísticas la afectaron. Mistral fue una romántica y sus temas poéticos son los románticos: el amor, el dolor, la muerte, la naturaleza, la fe. Y es más, ni siquiera su romanticismo era el de los grandes poetas románticos, sino que fue una cantora mucho más sencilla, la que alaba y admira y festeja a la naturaleza, la que alaba y admira y promueve a la mujer hogareña, madre, maestra, enfermera, educadora, cuidadora. Lo que para las escritoras de la época era el lamento contra el matrimonio y la sumisión, para ella era la meta, el ideal. Toda su vida defenderá esta manera de entender el sentido y la realización de la existencia.
Pero, al mismo tiempo y a pesar de la culpa que eso le provocaba, tampoco pudo sustraerse a los deseos de la carne, a los enojos, a los celos. Porque no era más que humana, aunque hubie-ra querido no serlo y elevarse por encima de ello. Entonces aparece el otro lado, el oscuro, el que la divide en dos personas y la convierte en dos poetas. Mistral es así la de “entrega tu labor: tu tela, tu ladrillo, tu cántaro, tu poema” y también la de “los días de éxtasis ardiente y entera ardí como un tendido ocaso”; es la de “dame sencillez y líbrame de ser complicada o banal” y la que cuando ve al hombre que ama pasar con otra le pide a Dios “que lo hunda en el largo sueño, que lo siegue en flor”. Es la que agradece a dios “por los pájaros y los árboles y la tierra” y la que se enoja con dios porque no la escucha y no la complace y su enojo es tan grande que hasta deja de creer: “yo no he sido tu Pablo absoluto que creyó para nunca descreer”.
Durante los dos años que Mistral estuvo en México y preparó ese libro, se mantuvo, por lo menos en apariencia, dentro del mundo luminoso. Pero cuando cae Vasconcelos,
ella empieza a recibir agresiones. Asustada, termina apresuradamente el libro
LA LUMINOSA Y LA OSCURA
Mistral es, pues, la que cantó rondas infantiles y la que desesperó y afirmó “me sobra mi vida”; es la del amor al prójimo y la del tremendo, implacable deseo de venganza y de lo que ella llama justicia.
Esta contradicción constituye el eje toral de su poesía. La poesía de esta escritora es la de dos personas tan tajantemente diferentes que son, a mi juicio, irreconciliables. Y no sé cómo pudo vivir así. Su vida debe haber sido un infierno en el que peleaban entre sí la mujer y la poeta del amor universal, la fe, la maravilla del mundo, la naturaleza, la maternidad y el trabajo, la patria amada y el continente amado, y por otro lado la del fuego interno, el amor humano y el deseo carnal, la soledad y la angustia, la herejía, la venganza, el egoísmo y la muerte.
Ahora bien, si traigo esto a colación aquí, no es porque el tema nuestro sea la poesía de Gabriela Mistral, sino para explicar a Mistral en México y lo que aquí hizo, que no se puede entender sin dejar establecida la existencia de las dos caras de la poeta, la luminosa y la oscura, la de agua y la de fuego.
Ya dije que cuando Vasconcelos la trae a participar de su cruzada educati-va, le encarga lo que sería el libro de texto de literatura para niñas. Es decir, iba a haber uno para niños y uno para niñas. Además hubo otros: sobre historia, higiene, enseñanzas prácticas y dibujo.
El texto para los niños fue hecho por varios autores destacadísimos de entonces, como Salvador Novo, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Francisco Monterde, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano, el grupo llamado Contemporáneos. Consistió en una antología de lecturas clásicas que incluían la Biblia, la Ilíada, el Quijote, Shakespeare y muchos otros, y que además estaba ilustrada por grandes dibujantes del momento. Su objetivo era “estimular la imaginación”, como dijo José Joaquín Blanco. El de Mistral, en cambio, lo debía hacer ella sola y se llamó Lecturas para mujeres, no para niñas, como si no hubiera diferencia entre unas y otras. Su objetivo era transmitir alegría, serenidad, sentimientos, buenos valores.
Esta diferencia entre cómo se debía educar a niños y a niñas (niñas equiparadas con mujeres) era la misma en la concepción de Gabriela y por lo tanto ella la aceptó y abrazó con gusto. Y lo que hizo no fue dar a las niñas las mejores páginas de la literatura ni las herramientas para pensar o cambiar el mundo, sino mostrarles su función como mujeres, entregarles enseñanzas que estimularan cierto modo de pensar y de actuar en la vida que ella concebía como “lo femenino”, y decirles que las cosas debían ser así porque en esta vida, el hombre y la mujer se completan uno al otro.
Sobre esa base eligió entonces lo que incluyó en el libro: un universo de vida en familia, amor filial, objetos cotidianos, alimentos, paisajes, animales, plantas. Lo hizo con textos de muchos autores, de Pascal a Alfonso Reyes, de Kierkegaard a Martí, de Ruskin a Darío, de Gorki a Neruda, algunos de mujeres como Sor Juana y María Enriqueta Camarillo, algunos propios. Todos tenían en común una intención pedagógica y moral, la que ya expliqué, algo que para entonces ¡ya estaba pasado de moda! y que paradójicamente sólo se apreciaría hasta fines del siglo XX, cuando las feministas hicieron esfuerzos por darle valor a la vida privada, doméstica, pero tampoco en el sentido tan reducido que le dio Mistral.
EL LUGAR TRADICIONAL
Es interesante que, durante los dos años que Mistral estuvo en México y preparó ese libro, se mantuvo, por lo menos en apariencia, dentro del mundo luminoso. Pero de repente, cuando por las vicisitudes de la vida política cae Vasconcelos, ella empieza a recibir agresiones como extranjera y se corren chismes sobre su persona. Asustada y empequeñecida, termina apresura-damente el libro, le prepara un prólogo que firma sin su nombre (como “la recopiladora”), y sale corriendo del país con la dura humillación a cuestas, que le hizo mucho daño y la regresó por largo tiempo a su lado oscuro.
Debo decir que el libro que preparó Mistral no cumplió nunca el objetivo para el cual fue hecho, pues con la caída de Vasconcelos no siguieron en pie sus acciones, aunque ese objetivo lo modificó la propia Gabriela diciendo, obligada por las circunstancias, que el suyo era un texto hecho solamente para una escuela, la que hizo Vasconcelos y que llevaba su nombre.
Como sea, el libro fue publicado en 1924; sólo se reeditaría muchos años después, por una editorial privada (Porrúa), y luego la propia Secretaría de Educación Pública haría una edición conmemorativa, que yo tuve el honor de ser invitada a prologar. Supongo que esto se debe a que nadie lo consideró ni lo consideraría hoy un libro para educar a las niñas.
Siendo así, ¿por qué recordar esto? Me parece que es importante, precisamente porque Mistral no luchó por cambiar el lugar y la función de las mujeres, siendo que el mundo intelectual prefiere poner el acento siempre sobre los que hacen lo que hoy nos parece política y culturalmente co-rrecto, y olvidar lo que nos resulta política y culturalmente incorrecto. Dije al principio que no se puede juzgar con los parámetros de hoy lo que sucedió hace un siglo y, sin embargo, es lo que todos hacen cuando se refieren a ella. Pero Mistral representa y encarna a millones de mujeres que piensan así, que aceptan y desean su función y su lugar tradicionales, aunque a muchos eso no nos guste.