Blanca Estela Treviño

Nobleza y entusiasmo

¿Existe un momento en el que un lector ávido decide que la literatura será su forma de estar en el mundo? De acuerdo con este ensayo breve, sí, al menos en ciertos casos. El sábado 24 de julio falleció en la capital la académica e investigadora Blanca Estela Treviño, profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, autora de varios volúmenes que contagian su gusto por el siglo XIX mexicano. Gerardo de la Cruz la recuerda y detalla la ruta, así como la pasión definitoria de una maestra por las Letras.

Blanca Estela Treviño
Blanca Estela Treviño Foto: Fuente: Archivo familiar

Entre los apretados márgenes profusamente anotados de un ejemplar de Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, de Allen W. Phillips, publicado por el Instituto Nacional de Bellas Artes, se encuentra la materia invisible que transformó a una estudiante de Literatura en una perspicaz historiadora de las letras mexicanas.

A través de las notas, los comentarios y subrayados a ese icónico estudio se advierte cómo, progresivamente, se revelan a la joven Blanca Estela Treviño (1950-2021) los misterios de la cerrada “alquimia verbal” —palabras suyas— no sólo de López Velarde, sino de la literatura en general.

Ese proceso íntimo, decisivo, en que un aficionado a las letras se convierte en un profesional a partir de la lectura de un libro, requiere no sólo de un gran autor, sino de la participación de un lector sensible, dispuesto al entendimiento, al diálogo y el disenso que implica la verdadera comprensión del texto. Blanca Estela era este tipo de lectora, y me parece que ese proceso de transformación que experimentó con Phillips y López Velarde era precisamente el que buscaba reproducir amorosamente, pero con rigor académico, en sus alumnos.

En buena medida, ahí radica el éxito que tuvo como invaluable formadora de intérpretes, críticos y difusores de la literatura mexicana en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: en su gran capacidad para suscitar en sus alumnos la misma sorpresa y admiración que ella experimentó como estudiante con el siglo XIX mexicano. Una difícil tarea que debía comenzar superando las altísimas murallas del prejuicio, elevadas por la ignorancia y la soberbia juveniles, sobre una literatura tildada, a la ligera, de envejecida, pese a contar con plumas apasionadas e inteligentes... Como la suya.

BLANCA ESTELA TREVIÑO perteneció a una generación de investigadores de la literatura que, sin desatender los acontecimientos de su tiempo —trabajó sobre la obra de Margo Glantz y otras autoras contemporáneas—, tuvo la gracia y el tino de mirar hacia el siglo XIX y descubrirnos sus inagotables vetas.

Guillermo Sheridan, Adolfo Castañón, Vicente Quirarte, Gustavo Jiménez forman parte de una generación de rescatistas y revivi-ficadores de muertos que, junto con Treviño, han devuelto a la literatura nacional nombres y obras de relevancia.

Ese proceso íntimo en que un aficionado a las letras se convierte en un profesional requiere de un lector sensible

Discípula de maestros como Arturo Souto Alabarce y María del Carmen Millán, Blanca Estela le dio oxígeno a Ángel de Campo, recuperando un momento clave en su trabajo como cronista: Kinetoscopio: Las crónicas de Ángel de Campo, Micrós, en El Universal (1896) (UNAM, 2004); para esa hermosa colección Los imprescindibles, editada por Cal y arena, preparó una fina selección de cuadros costumbristas y crónicas de viajes de su admirado Manuel Pay-no; a Justo Sierra le devolvió su vocación inicial de literato, sobreponiéndola a la del maestro fundador del sistema educativo mexicano a través de Una escritura tocada por la gracia: Una antología general (FLM / FCE, 2009).

Aunados a éstos, tal vez sean más relevantes —por su magnitud, su visión incluyente y contenidos— las reuniones antológicas que, con el auxilio de Dulce María Adame, realizó para dos proyectos diferentes auspiciados por el INBA. El primero consta de dos volúmenes de crónicas que reflejan la vida cotidiana en su primer siglo de vida independiente: La vida en México en el siglo XIX (1812-1910), que corresponde a la Ciudad de México, y La vida en México en el siglo XIX (1849-1900), centrado en la provincia. A quien desee entender las miserias que arrastra este país, le bastará acercarse a esos títulos para reconocer la vigencia de algunos problemas que preocupan a México desde los tiempos de Santa Anna, de Juárez, de Díaz; muestran también, con gran fortuna, aspectos felices del diario acontecer, tamizados por las plumas más notables del XIX. El segundo proyecto consta de los cinco volúmenes que reúnen El cuento mexicano en el siglo XIX (Esfinge, 2013), y bien podrían complementarse con los trabajos recopilatorios de Carlos Monsiváis, en crónica, y José Emilio Pacheco, en poesía.

QUIZÁ POR EL HECHO de estar casada con un novelista, Treviño no se reconocía plenamente como escritora. Consideraba que los textos académicos eran trabajos ajenos al afán literario, que la verdadera creatividad tenía otros espacios de expresión, otro destino. Su visión no era del todo correcta, porque cualquier indagación en torno a las motivaciones de un escritor, incluso las confesas (los escritores mienten), sólo puede derivar en un ejercicio de imaginación, y en el caso de Treviño, un ejercicio de la imaginación con aparato crítico. Un acercamiento a sus ensayos académicos lo confirma: son piezas que, sin perder el tono riguroso, desnudan y ponen en juego, gracias a su profundo conocimiento y talento literarios, las relaciones entre este y otro autor, indetectables a la vista del lector común, donde un esmero por la forma y el buen decir, antes que la cita sentenciosa, se advierte en cada línea.

Tras un par de años de dolorosa lucha contra el traicionero cáncer, sobre el cual se había impuesto más de diez años atrás, falleció este pasado 24 de julio.

Solemos pensar en el vacío que dejan las personas, pero lo cierto es que en el caso de Blanca Estela Treviño ese vacío lo llenan con creces los trabajos que en esta breve semblanza he mencionado, así como los que sus alumnos y discípulos han continuado. A la persona entrañable, la de “luminosa sonrisa y mirada de jade” —citando a Elete Martín del Campo, su hija— se le seguirá recordando con el entusiasmo que la distinguió.