Mis amigos de Cambridge se desternillaban de risa cuando les traduje el principio de nuestro himno nacional, Ucrania no ha muerto todavía: “Pero ¿qué clase de himno es ése?”.
OKSANA ZABUZHKOA, Trabajo de campo sobre el sexo ucraniano
Imaginen que un día, antes de que amanezca, cuarenta millones de personas de un mismo país se despiertan sobresaltadas a la vez, como si formaran parte de un mismo organismo. Algunos salen de la cama por el estruendo de las columnas de tanques y el crujido de las orugas, otros por las explosiones sónicas de los cazas o el aullido ascendente de las alarmas antiaéreas —¿quién tiene aún instaladas sirenas de este tipo en Europa?—, otros todavía por el ruido pulsante de las aspas de los helicópteros militares. Los demás, como una reacción en cadena, lo hacen alertados por las llamadas y mensajes de los primeros que, desde las fronteras norte, este y sur, transmiten en todas las variaciones, más o menos entrecortadas, un mismo y unívoco mensaje: “Nos atacan”.
Es una descarga eléctrica que paraliza el cuerpo mientras la mente, desafiando la velocidad de la luz, sopesa qué riesgos se está dispuesto a correr y, sobre todo, de qué manera. Dos palabras ponían a cero en ese instante cuarenta millones de contadores, mientras los corresponsales extranjeros sobre el terreno —ojo avizor, a pesar de las burlas de la alerta estadunidense sobre la acumulación de tropas rusas junto a Ucrania por parte del Kremlin, “síntoma del histerismo occidental”— contactaban con sus redacciones para dar parte del inicio de la invasión. No era necesario confirmar quién era el agresor. Y a medida que la onda expansiva viajaba hacia el oeste, los europeos se dividieron en dos grupos: los que, al ver las noticias, se preguntaron extrañados qué pasaba, y los que, igual de escamados que los ciudadanos de Europa del Este y los Países Bálticos, pensaron: “Lo han vuelto a hacer”.
Los misiles lanzados —la mayoría de fabricación soviética, como recordatorio de un pasado autoritario— no discriminan entre atacar cuerpo o mente: la Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios ha contabilizado hasta la fecha 707 ataques a hospitales e infraestructuras médicas, y la Cámara del Libro de Ucrania, 479 bibliotecas destruidas. Cada misil contra Ucrania tiene por misión destruir desde lo más concreto (la vida), hasta lo más intangible (los sueños). Cuando el día antes de la invasión, el presidente polaco Andrzej Duda se despedía en Kyiv de su homólogo ucraniano, Volodímir Zelenski le dijo: “Andrzej, no sé si volveremos a vernos”. La guerra convierte en una dimensión espectral el tiempo —éste se dilata y se contrae según sus propias leyes: los meses son años, y los días, horas—, y la memoria se transforma en un amasijo de cristales rotos y afilados. Decir “antes de la guerra” es rememorar un mundo ya extinto. Tal vez la guerra y la paz sean precisamente tan irreconciliables porque discurren por líneas temporales independientes, que sólo se cruzan en los extremos para proseguir su curso hasta la próxima intersección.
Además de traducir más libros ucranianos, deberíamos cancelar el Dostoievski que hay en Putin, indignarnos con la censura que impone a la libertad de expresión
MIENTRAS TECLEO ESTAS PALABRAS, a falta de pocos días para que se cumpla el primer aniversario de la ilegítima invasión rusa, percibo un cosquilleo en la punta de los dedos, a pesar de que lo hago a miles de kilómetros del frente y la tranquilidad relativa de estar bajo el paraguas defensivo de la ayuda militar mutua. Los colegios ucranianos, en cambio, cerrarán un par de días en la vigilia de la efeméride ante el temor de que, como regalo de aniversario, caiga, junto a los copos de nieve, acero letal. Y aunque no ocurra, el hecho de que se plantee la posibilidad es parte de la anormalidad aplicada por la terquedad de la barbarie. Ante la tragedia, la distancia tiene un efecto directo en la percepción de la amenaza y el grado de empatía, difumina los detalles.
Albert Camus escribió que en las gradas del circo siempre se oyen conversaciones mundanas mientras cruje la víctima entre los dientes del león. Y así, lo que en el lugar de la catástrofe impone el imperativo de sobrevivir (ante la consistencia real de una amenaza existencial), en la lejanía (mi aquí) se suceden los debates ideológicos añejos, las opiniones geopolíticas de brocha gorda y una desconcertante coreografía de índices acusadores en busca del más hipócrita. Conocido es el proverbio latino, a partir de Terencio, antiguo esclavo y dramaturgo, de que, por el mero hecho de pertenecer a nuestra especie, nada humano debería resultarnos ajeno. Cuando la distancia física es insalvable, acudimos a relatos viajeros que, con suerte, nos conectan, reducen la separación y gracias a ellos recuperamos la humanidad del otro.
Ésa es también la magia de la traducción: restaurar la posibilidad de una escucha en la distancia. Y en la víspera del 24 de febrero relampagueó la memoria de todo lo que hasta entonces había leído y traducido del ruso, un bagaje que me permitió advertir, aun sin ser especialista en estrategia militar o en relaciones internacionales, la gravedad de aquella más que posible invasión, y así lo plasmé en una columna de opinión publicada el mismo día fatídico, aunque escrita cuarenta y ocho horas antes.
NO, LA LITERATURA RUSA no explica, como por arte de determinismo histórico, la Rusia del siglo XXI. En las novelas de Dostoievski, ¿qué voz de entre las suyas nos llega con mayor nitidez? ¿La del que cumplió pena en Siberia y se sentó extasiado a contemplar la Madonna Sixtina en Dresde? ¿La del que arengaba sobre la decadencia moral de Occidente, defendía la unión de todos los eslavos en un solo pueblo sin excluir la guerra ni renunciar al mesianismo de una nación amparada en el excepcionalismo? ¿La del que despreciaba a los judíos, a pesar de proclamar el amor universal, o la del que fantaseaba con un personaje que empuñaba el hacha en aras de una idea legítima para él? Después de verter tantos textos de autores y periodistas rusos perseguidos, censurados, represaliados o señalados, de haber atesorado tantas lecturas, desde Pushkin, pasando por Ulítskaia y Alexiévich, hasta Anna Politkóvskaia y Dmitri Murátov, el panorama de déficit democrático en el paisaje político ruso se me revelaba, a mí y al resto de lectores, en toda su amplitud, y el hecho de que desde hace dos décadas ascendiera a la cima del poder un exoficial de la KGB con una guerra en Chechenia en su haber no auguraba nada bueno.
El despotismo siguió ejerciéndose desde Moscú y tomó derroteros nefastos, tanto para los rusos, como para sus vecinos, y en especial para las empobrecidas minorías étnicas de la federación, las más castigadas en las listas de caídos en esta guerra. Los que leyeron Vida y destino, ¿qué pensaron de que las distintas comisiones presidenciales rusas que, a partir de 2009, con eufemismos como “lucha contra los intentos de falsificar la historia en detrimento de los intereses rusos” para designar lo que era mera censura, acabasen por decretar en 2021 que es delito comparar la Alemania nazi con la Unión Soviética, las dos potencias que firmaron el pacto de 1939, según el cual se repartieron Polonia? Como mínimo, hoy en Rusia Vasili Grossman sería calificado de “agente extranjero”, sintagma en el que resuena la parodia del forastero que plasmó Bulgákov en El maestro y Margarita. Si leyeron las memorias de Lidia Chukóvskaia o de Nadezhda Mandelstam, ¿qué les sugirió la clausura reciente de las oenegés de estudio del pasado de represión y de defensa de los derechos humanos, algunas de ellas creadas en tiempos soviéticos? ¿Acaso no leemos con un ojo puesto en la página y el otro en el presente?
Estos meses he recordado a menudo la introducción que escribió Milan Kundera a Jacques y su amo. En ella volcó su intolerancia al universo dostoievskiano, en que se “eleva el sentimiento al rango de valor y verdad”. Como anticipándose a un lector occidental de 1985, él mismo se preguntaba: “¿Reflejo antirruso de un checo traumatizado por la ocupación de su país? No, ya que nunca dejé de amar a Chéjov”. Los discursos de Putin exudan sentimentalidad revanchista, victimista y mesianismo. No, lo de Kundera no era rusofobia, término cuyo primer uso se atribuye al poeta y diplomático Tiútchev, el mismo que especulaba si los límites de su imperio los bañaban las aguas del Nilo, el Éufrates o el Ganges.
Algo parecido dijo Dmitri Bíkov con motivo del bicentenario del nacimiento del autor de Los hermanos Karamázov al aludir a su cruzada contra la lógica y la racionalidad —por ello “se podría denominar el padre del fascismo ruso”, añadía—, fundamento de sus ataques a Occidente mientras “veía en Rusia un tesoro de fe viva, irracional”. Los autócratas dejan una película pegajosa en los clásicos, como hizo Stalin al erigir a Pushkin en icono sacrosanto de la grandeza cultural rusa, cuya efigie emergió por todo el territorio soviético tan prolíficamente como la de Lenin. Sí, en retrospectiva, los versos de Pushkin llevan implícitos mensajes imperialistas, porque Pushkin escribió en un contexto imperialista. Y es que todo autor reacciona a su entorno: a favor, en contra o con querida apatía, y no siempre de forma coherente en el tiempo.
SERÍAMOS DEMASIADO INOCENTES si creyéramos que la literatura es impermeable a los equívocos, las injusticias y las ideologías propias del momento de su creación. El lector del futuro descubre muchas más cosas que el lector contemporáneo de un autor (aunque otras se le pasen). Se escribe a pesar del tiempo en que a uno le tocó vivir, contra él a veces, incluso, de grado o por fuerza, obviando las desigualdades. Pushkin compuso el poema "Poltava", contra el líder ucraniano Mazepa que se rebeló contra el zar Pedro el Grande, y asimismo reivindicó a su bisabuelo negro en una novela inacabada, razón por la cual Tsvietáieva escribió que la estatua erigida al poeta era como regalarle a Moscú “un pedazo de cielo abisinio”.
Dejemos que los propios ucranianos expresen su dolor y recuerden por qué se defienden cambiando los nombres de sus calles o cambiando esculturas de lugar. Además de traducir más libros ucranianos, en lugar de cancelar a Dostoievski deberíamos cancelar el Dostoievski que hay en Putin, e indignarnos ante todo con la censura que éste impone a la libertad de expresión en Rusia y con el uso de la cultura a modo de camuflaje de la violencia, como se hizo en el teatro bombardeado de Mariúpol, tumba de unos seiscientos civiles: sobre el esqueleto de su fachada una enorme lona con los retratos de Pushkin y Tolstói, junto a los ucranianos Gógol y Shevchenko, ocultó las excavadoras destinadas a borrar las huellas de los crímenes de guerra.
Si antes me referí a las virtudes de las ficciones que construimos a fin de contarnos a nosotros mismos y a los demás, no podemos eludir su lado oscuro. Los sueños de la (sin)razón imperialista producen monstruos en forma de relatos, y los de restituir la gloria pasada no le van a zaga. Por definición, la nostalgia no es un sentimiento dañino. Debemos a Svetlana Boym (Leningrado, 1959-Boston, 2015) el ensayo El futuro de la nostalgia. En él distinguía la nostalgia reflexiva, la que “no se espanta de las contradicciones de la modernidad”, la que es consciente de la naturaleza irreversible del tiempo y lo usa como material para la inspiración (sería el caso de Vladimir Nabokov o Joseph Brodsky). Dado que “ama los detalles, no los símbolos”, pone de manifiesto que “la añoranza y el pensamiento crítico no son conceptos opuestos, y que los recuerdos más queridos no le eximen a uno de la compasión, las opiniones y la reflexión crítica”. En contraposición tenemos la nostalgia restauradora, tan propia de los nacionalismos que formulan conspiraciones extranjeras y fabrican relatos históricos a medida. Si la reflexiva se interesa por la memoria personal, la restauradora se embriaga con los mitos fundacionales y anhela reconstruir los orígenes, el “hogar perdido”, con lo que cae en el pastiche.
El pacto por el cual Putin podía ir cercenando las libertades a cambio de estabilidad y crecimiento económico ha quedado
rescindido unilateralmente
ME VIENE A LA MENTE la colección de monumentos, efigies y esculturas creadas o recuperadas en la era Putin —de figuras como Piotr Stolipin, Stalin o el príncipe Vladimiro I de Kiev—, la glorificación de Stalingrado o, ya durante la invasión, el expolio de los restos del príncipe Potemkin, que reposaban en la catedral de Jersón. Por si no había quedado claro, en el reciente discurso ante la Asamblea Federal, Putin se explayó largamente en un mensaje como el que Orwell condensó así en 1940 (En el vientre de la ballena):
Todas las lealtades y supersticiones que el intelecto en apariencia había prohibido, podían volver en tropel envueltas en una finísima gasa. El patriotismo, la religión, el imperio, la gloria militar..., todo ello en una sola palabra: Rusia.
Allí, y en la fiesta organizada a continuación, nadie se atrevía a ser el primero en dejar de aplaudir, por si acaso (como se narra en un episodio recogido en Archipiélago Gulag). Pero esa Rusia de siete husos horarios en que desde las aulas se le exige el culto a la victoria (pobedobesie) se vuelve caricatura frente a topónimos como Bucha, Mariúpol, Irpín, Bajmut, pruebas tangibles de a qué conduce el frenesí del vencedor y a los que quedará para siempre asociada.
Putin dejará un legado que me recuerda la palabra rusa raspútitsa (literalmente, “tiempo sin carreteras”, cuando éstas quedaban intransitables durante el deshielo y, en la época de lluvias, transformadas en lodazales). Dejará una raspútitsa interna, una población en parte atemorizada, en parte servil, escapista o resignada al estilo de un Oblómov (el personaje radicalmente apático de Goncharov), con algunos que han huido, con otros que se refugian en su mundo interior, resisten cumpliendo condena o esperan resoluciones judiciales. En Rusia no se produjeron masivas movilizaciones civiles, como sí las ha habido en Bielorrusia o en Irán, ni tampoco se depusieron las armas al ver “los ojos del hermano eterno”, como hace el personaje de Stefan Zweig del relato homónimo cuando descubre que ha matado a su hermano, que combatía en el otro bando. Ni siquiera ocurrió durante la movilización parcial de septiembre en Rusia, o en el exterior, por parte de la emigración rusa.
El pacto por el cual Putin podía ir cercenando las libertades a cambio de estabilidad y crecimiento económico ha quedado rescindido unilateralmente, sin alternativas. El último refugio es el “vientre de la ballena” orwelliana, esa “mentalidad de dacha” característica de la época soviética, cuando la casita en el campo era el reducto de libertad que hacía soportable todo lo demás. Entretanto, Putin se sentía Alekséi Ivánovich, el protagonista de El jugador, que creía haber desentrañado las reglas del juego y el azar. “El sistema de relaciones internacionales es como las matemáticas... Simple cálculo”, dijo en la Conferencia de Seguridad de Múnich en 2007.
Contaba con sus caballos de Troya, bien alimentados, en la Unión Europea y en distintos parlamentos nacionales, conocía bien cuál había sido la respuesta a la dictadura de Lukashenko y al secuestro en pleno vuelo de un avión comercial, así como a la anexión de Crimea, que conllevó sanciones, pero no paralizó el Nord Stream. Nada ha salido po planu, “según el plan”. Los ucranianos se revelaron resistentes como el cardo tártaro, que aparece transformado en símbolo en la novela póstuma de Lev Tolstói, Hadjí Murat, y se alejan cada vez más de la cultura rusa, también del idioma, que para ellos ahora tiene “el sabor de las cenizas”.
PORQUE, de hecho, ¿cuál era el plan? Ésa es la otra raspútitsa, el lodazal de debates que genera en medios de comunicación, redes sociales y conversaciones a pie de calle ante cada declaración tergiversadora del Kremlin, que muta a diario; una derrota es una victoria, el agresor es la víctima, la guerra es una operación militar.
En el llamado Sur Global, en África y entre las izquierdas, en que se mantiene intacto el marco mental de la Guerra Fría, el Kremlin ha promovido la narrativa de que es Rusia quien lidera el movimiento antiimperialista y anticolonial, de que un Occidente dominado por la rusofobia y la cultura woke libra su guerra en Ucrania por la dominación mundial y que el vecino invadido pertenece patrimonialmente a su esfera de influencia. Un resentimiento tóxico que busca alimentarse del resentimiento en otros continentes (hasta cierto punto lícito) para hacer un frente común. Y no olvidemos las simpatías de ciertas derechas hacia un líder que se erige en defensor, con todo el arsenal a mano, de los valores de la familia tradicional, la religión y la heterosexualidad. Cuando no esté Putin, habrá que limpiar todo ese barro cognitivo.
Uno de los relatos que el presente de la invasión nos ha devuelto tiene que ver con la (re)construcción del aura de grandeza asociada no sólo a la extensión y a los recursos naturales sino también a la encarnación más primigenia y tradicional de la mera idea de poder: el ejército. El pastiche putinista no privilegia el pasado zarista sobre el del imperio rojo, roba elementos de ambos a partir de un denominador común, su grandeza, a veces confundida con el temor que suscita, la mera incomprensión o el exotismo de conceptos vagos como el de alma rusa, un comodín envuelto de misticismo que disuade al neófito de traspasar la mera fascinación.
Y así tenemos un palacio versallesco a la rusa, como el que desveló el equipo del opositor encarcelado, Alekséi Navalni, bañado por las aguas del mar Negro, en esa ventana meridional que abrió la zarina Catalina II, bajo un control policial absoluto, un KGB 3.0, y el pillaje de las tropas rusas, como ladrones de poca monta, de lavadoras ucranianas. Si algo ha hecho saltar por los aires este año de guerra, con la solidaridad y el valor inquebrantables de los ucranianos por defender una sociedad libre y soberana después de siglos de sumisión y cultura rusocéntrica, es esa ficción de grandeza apoyada en el arsenal nuclear, la corrupción política, la economía extractiva y los mercenarios Wagner.
Constaté la visión rusocéntrica a la que estábamos acostumbrados, según la cual lo expresado bajo el dominio de Moscú se considera denominación de origen ruso
LA VENGANZA ANUNCIADA de Putin se ha estrellado contra la respuesta contundente de Ucrania, una periferia que se reivindica como centro por derecho propio. Es más, la naturaleza fronteriza de Ucrania, su historia —caracterizada por la mezcla heterogénea de lenguas, credos y etnias— desafía el concepto clásico de Estado-nación, como una nueva gramática civil que, al defender su futuro, abraza por fin su pasado. Un referente no sólo para la Europa Occidental, que tenía a la Unión Soviética por un ente manejable y que, después de que se desintegrara, subestimó las repúblicas que surgieron de las ruinas.
La invasión de Ucrania es el réquiem de una Rusia que pudo ser referente y ha acabado víctima de sus propios complejos. Y el empuje de esas repúblicas, con el recuerdo aún fresco de la dictadura, que está desplazando el eje de poder de la Unión Europea hacia el Este sobre el de París-Ber-lín, no debería pasar desapercibido en América. La guerra aplica sus propias tablas de conversión. Los últimos trescientos treinta y cinco días en Ucrania equivalen a quince mil alarmas antiaéreas, mil horas de sirenas que rasgaron el cielo de algunas ciudades con un cuchillo de decibelios, ocho millones de refugiados en el extranjero y más de cinco millones de desplazados internos, setenta y un mil investigaciones por crímenes de guerra, más de cuatrocientos niños muertos en bombardeos, saqueo de instituciones culturales —según expertos internacionales, el expolio podría ser “el mayor robo colectivo de obras de arte desde que los nazis saquearon Europa”, recoge el New York Times—, amputados y huérfanos... Y con todo, como proclama la primera línea de su himno nacional, Ucrania aún no ha muerto.
Cuando el telón empezó a levantarse de nuevo entre Rusia y Europa tras los primeros compases de la invasión —cancelación de conexiones aéreas, de intercambios comerciales y culturales, del sistema bancario Swift, etcétera—, recordé que la última exposición anual que aún colgaba en las paredes de la sede española del Museo Ruso de San Petersburgo, en Málaga, era, irónicamente, “Guerra y paz en el arte ruso”. Los primeros meses del año pasado estuve ocupada en la traducción de los textos de la muestra y de las cartelas que nos enviaban desde Rusia.
Si Putin ha unido su destino a una guerra permanente, Zelenski ha manifestado que la defensa de Ucrania es la victoria sobre la mera idea de la guerra
SÍ, ERA POSIBLE explicar la historia del Imperio ruso y de la Unión Soviética a partir de un protagonista omnipresente: la guerra. Pero esa historia contada con óleos de todos los formatos acababa en la Gran Guerra Patria, no en Afganistán. Tampoco seguía con Chechenia, Georgia o Siria. En la introducción, el conservador jefe de las pinturas de los siglos XIX y XX se jactaba de que los europeos —excluía de la ecuación a los rusos— se extrañasen de que aún hubiera guerras en el mundo “y no en un plató de cine”. La guerra, decía, era la “compañera natural de la humanidad”. Luego consulté catálogos anteriores para la misma institución en los que también colaboré y constaté la visión rusocéntrica a la que estábamos tan acostumbrados —no sólo en el arte, también en los departamentos de eslavas de las universidades, en la historiografía, en la política, en la opinión pública—, según la cual todo lo expresado en ruso o bajo el dominio de San Petersburgo y Moscú se considera denominación de origen ruso.
En la retrospectiva de Kazimir Malévich de 2018, por ejemplo, la única referencia a Ucrania estaba en la cronología. Los campesinos de sus cuadros se describen sin indicar la procedencia, como si pertenecieran a un mundo rural genérico. No se habla de la persecución del campesinado ucraniano sino asépticamente de “la situación en la Unión Soviética”. En la autobiografía del artista, sin embargo, hallamos sus recuerdos de la infancia, su admiración hacia cada detalle de la naturaleza y el folclor ucranianos. Todo su arte, incluido el abstracto, nació de ahí:
Como futuro artista, me deleitaba observando los campos y los coloridos campesinos que escardaban o desenterraban la remolacha... [Por la noche] escuchaba con regocijo el canto de los niños campesinos que llegaba hasta mi ventana, y estudiaba el cielo ucraniano en el que las estrellas ardían como velas.
Si Putin ha unido su destino —y con él, el de la generación Z— a una “guerra permanente”, en palabras del sociólogo Grigori Yudin, Zelenski ha manifestado en su visita al Reino Unido que la defensa de Ucrania es “la victoria sobre la mera idea de la guerra”. De alguna manera hay que poner fin a esta narrativa ininterrumpida de corte imperialista y de apropiacionismo cultural.
La cultura rusófona tiene mucho por lo que ser admirada, pero es hora de dejar de contentarse con el martirologio de artistas maltratados por el Estado. Shalámov, Pasternak, Bulgákov, Tsvietáieva, Jarms, Bábel, Brodsky, Zamiatin, Dovlátov, Platónov, etcétera, fueron ejemplos inigualables de compromiso hacia el arte, de resistencia interior y amor a la libertad; pero queremos que la literatura rusa sea algo más que la consecuencia de una vida en una sociedad dispuesta al sacrificio y oprimida por el Estado, de modo que quede definitivamente como algo del pasado lo que en fecha reciente dijo Svetlana Alexiévich:
Cuando los tanques empezaban a concentrarse en la frontera ucraniana, recordé los libros que había escrito y las personas con las que había hablado. Me di cuenta de que somos gente de guerra. Así es nuestra cultura. La gente habla de la gran cultura de Rusia, pero lo principal de esta “gran cultura rusa” es la cultura bélica.
HACE UNAS SEMANAS en Madrid visité la exposición del Museo Thyssen-Bornemisza, “En el ojo del huracán. Vanguardia en Ucrania, 1900-1930”. Los estallidos de las bombas que nos llegan desde las pantallas mutaron allí en estallidos de color: la fantasía de David Burliuk —el padre del futurismo eslavo—, la campesina ucraniana de su hermano Volodímir, las naturalezas muertas de Exter, las composiciones de El Lissitzki, la lechera de Boichuk... todo presentado junto a una interpretación largamente esperada.
Pero lo más emocionante no fue ver aquellas obras de arte traídas de Ucrania en plena guerra, sino salir de la última sala y de repente encontrarse con lienzos de artistas (contemporáneos o casi) procedentes de otras geografías y que por fin dialogaban con sus colegas ucranianos: Muchacha sentada, de Egon Schiele; El sueño, de Franz Marc; Nubes de verano, de Emil Nolde; Arlequín con espejo, de Pablo Picasso; Habitación de hotel, de Edward Hopper o Sin título (verde sobre morado), de Mark Rothko.
Recordé la nariz del relato de Gógol que, en su huida a Riga, hacia Occidente, desgajada del asesor colegiado Kovaliov, que no se sobrepone a la idea de quedarse con un rostro desnarigado, le responde, cuando éste último quiere hacerla entrar en razón, diciéndole que es un apéndice suyo, sin derecho a una existencia propia:
Se equivoca, señor mío. Voy por mi cuenta. Y no puede haber una relación estrecha entre nosotros. A juzgar por los botones de su uniforme, usted debe servir en otro departamento.