Nostalgia del aire

FETICHES ORDINARIOS

Marcel Duchamp, Aire de París (1919-1964).
Marcel Duchamp, Aire de París (1919-1964). Foto: Fuente: centrepompidou.fr

El aire puro es una superstición de la memoria que en el futuro sólo conoceremos en frascos. Si hace más de un siglo Marcel Duchamp embotelló aire de París para regalárselo a su principal coleccionista, quien “ya tenía todo lo que la fortuna permite adquirir”, en China hoy se venden latas de aire fresco como forma retorcida de protesta. Mientras la ampolleta en forma de interrogación que cuelga como esfera navideña anticipaba la comercialización del arte como souvenir y lo reconducía hacia una dimensión inmaterial, las latas de aire chino se confunden con un gesto político —y poético—, un sarcasmo respiratorio que sirvió como sondeo de un mercado del aire que se cotiza al alza.

Aunque las latas pioneras se distribuyeron gratis en tres aromas distintos, “Tíbet prístino”, “Taiwán postindustrial” y “Ya’an revolucionario”, la sonrisa de inundar los pulmones con una bocanada nostálgica de comunismo chino no tardó en desdibujarse por los vientos de la oferta y la demanda: cada lata se estabilizó en cinco yuanes, el equivalente al precio de un refresco (catorce pesos).

En ciudad de México, respirar hace que parezca broma aquella imagen que la engrandecía como  la región más transparente del aire

En Ciudad de México, durante dos terceras parte del año, el intento de respirar hace que parezca una broma o una retorcida bufonada aquella imagen mítica que la engrandecía como “la región más transparente del aire”. Cuando Von Humboldt la acuñó para referirse al alto Valle de México, o cuando Alfonso Reyes la retomó en su ensayo Visión de Anáhuac, nadie podía sospechar la carga de ironía gaseosa que el futuro habría de depararle. Más que derrumbarse, aquella imagen se ha ennegrecido y, como todo bajo este cielo, ha adoptado un cariz turbio, en parte por la revoltura de cosas que está en juego, en parte por la coloración apocalíptica a la que propenden los crepúsculos. El cielo aquí ya no se juzga en términos de la cualidad de la luz, sino en términos de la saturación de partículas suspendidas. No es un asunto de transparencia, como quería la literatura de mediados de siglo (Carlos Fuentes y Octavio Paz), sino de toxicidad y mal olor. El cielo ha ganado en densidad y se ha vuelto palpable; su textura recuerda menos al humo de una chimenea que al vaho que despide el enfermo: gérmenes, desaliento, pus.

Encima de nosotros se han formado tres cielos superpuestos: el primero, una borrasca de mal humor permanente, tensión eléctrica que anuncia la precipitación de la ira. El segundo cielo tiene nombre: la nata. Es una capa densa y ominosa de aerosoles y polvo, una costra que hiede y nunca cicatriza de lo que alguna vez llamamos aire. Aquí la cloaca no solamente transcurre por debajo del suelo, viscosa y negra y siempre presta a desbordarse; también se estanca en lo alto y persevera como una nube de mal agüero sobre nuestras cabezas, hecha de productos tóxicos y toneladas de materia excrementicia. El tercer cielo es de ozono y es asimismo irrespirable. Lo surcan aviones que parecen decididos a aterrizar en las azoteas y algún helicóptero ya sin combustible de la policía.

El cielo medio es un palimpsesto de exhalaciones y detritos volátiles. La expresión “partículas suspendidas” es una forma neutra de nombrar la inmundicia flotante. Hollín y azufre, hongos y plomo, ácidos y cochambre se entregan a las altas temperaturas para ascender y reescribir cada tarde la página de nuestra asfixia.

El servicio meteorológico, consternado porque los pájaros se desplomaban desde ramas que parecían de tizne, decidió emitir hace años boletines sobre la calidad del aire. Como no existía una unidad de medida confiable, o como los parámetros internacionales arrojaban que todos los habitantes del Valle de México deberíamos estar muertos, se inventó una de nombre engañosamente autóctono: “Imecas” (Índice Metropolitano de la Calidad del Aire). Bajo el cielo que alguna vez se disputaron aztecas, tlaxcaltecas y chichimecas, más de doscientos puntos indican “contingencia ambiental”, un eufemismo para “alarma respiratoria” o “crisis climática en la punta de la nariz”. La almohada que aprieta el asesino contra su víctima es poca cosa comparada con este manto impenetrable de suciedad deletérea que se cierne sobre nosotros y al que cada tanto contribuye el volcán Popocatépetl con fumarola y cenizas. Durante esos días pasear por la calle equivale a encender una fogata en una cabina telefónica o a fumar dos cajetillas de cigarros en una hora.

En “la importancia del polvo”, el naturalista Alfred Russel Wallace insiste en lo mucho que le debemos a la materia orgánica que flota en la atmósfera: no sólo el azul del cielo y la belleza de los atardeceres, sino “quizá hasta la capacidad de habitar el planeta”. La emisión de contaminantes ya era un problema en la Inglaterra de finales de la primera Revolución Industrial, con volúmenes aterradores de carbón despedidos sin ningún control, pero había que reconocer que gracias a una mezcla análoga de gases y partículas se habían formado las nubes, la neblina y las lluvias, y que sin ellas la Tierra habría permanecido como un desierto permanente, asolado por la radiación ultravioleta.

El polvo y los vapores reflejan la luz solar y la devuelven al espacio, al mismo tiempo que impiden que el calor proveniente del suelo se disipe fácilmente. En noches góticas, cuando una confusión de reflectores ilumina el cielo encapotado, más que en Batman pienso en Wallace y su empeño por glorificar los desechos volátiles.

La atmósfera del planeta nunca ha permanecido estable y los científicos cuentan con registros de los vaivenes de dióxido de carbono y oxígeno a lo largo de la historia. En La gran historia de todo, David Christian resume las marejadas gaseosas que hicieron posible la biósfera y que también, en distintas ocasiones, la han puesto en peligro. Hace 2,500 millones de años, la Gran Oxidación transformó las condiciones de vida en el planeta y aniquiló a muchos organismos para los que el oxígeno resultaba venenoso. Hace 56 millones de años, en contraste, se vivió una grave crisis biológica debida al incremento de las temperaturas globales provocado por los gases de efecto invernadero. En parte por una actividad volcánica especialmente intensa, el brusco cambio climático —conocido como el Máximo Térmico, entre el Paleoceno y Eoceno— produjo que se liberara una magnitud de dióxido de carbono semejante a la que hoy se genera con los combustibles fósiles; el aumento en la temperatura, de hasta nueve grados Celsius, llevó a la extinción a miles de especies de plantas y animales, entre ellas a muchos mamíferos que comenzaban a conquistar la faz de la Tierra.

La crisis climática de la actualidad ha hecho que se aceleren, en el lapso de pocos siglos, procesos que solían tomar millones de años. Si dentro de cien años quedan en pie todavía museos, únicamente allí se encontrará, embotellado, lo que conocemos como aire puro.