Nostalgia de las velas

Fetiches ordinarios

Gonzalo Molina, A la luz de la vela.
Gonzalo Molina, A la luz de la vela. Fuente: es.wikipedia.org

Me gustan los apagones, el regreso repentino de las tinieblas. Me gusta esa interrupción inesperada del curso de la vida, esa pausa intranquila que nos orilla a la espera y la reflexión, que pone en perspectiva, hasta el límite del extrañamiento, cualquier cosa que trajéramos entre manos. ¡Cuántos proyectos innecesarios, cuántas tareas fastidiosas no habrán sido abandonadas para siempre a consecuencia de un apagón! Hay un llamado oscuro a recomenzar desde cero en los cortes de luz, una oportunidad inmejorable para cambiar de rumbo. (Tal vez por ello, apenas se reanuda el suministro eléctrico, nos apresuramos a retomar nuestras actividades, nos esforzamos por dar vuelta a la página de la duda, dejar atrás la crisis súbita del paréntesis).

Confieso que sobre todo me gustan los apagones porque es el momento de desempolvar las velas y de improvisar candelabros con ceniceros y botellas vacías, de invocar esa atmósfera desfasada y lenta, vacilante y terrosa, que trae de vuelta el espíritu de lo dieciochesco.

ASOCIADAS DESDE SIEMPRE a una función ritual, las velas quedaron relegadas al cajón de las ocasiones especiales. Si en muchos cultos religiosos antiguos se acostumbraba la utilización de candelas y cirios, hoy no pueden faltar en las fiestas de cumpleaños ni las cenas románticas. Celebrar una vuelta más alrededor del sol sin un pastel rebosante de velas sería como darle la espalda a la posibilidad de la alegría; una confesión tácita —si se quiere, velada— de que nos hemos quedado sin ilusiones. Según distintas supersticiones convergentes, a través de los hilos de humo nuestros deseos y plegarias ascienden al cielo, uno por cada vela encendida.

Aunque la idea contemporánea de velada pueda prescindir completamente de velas, reunirse alrededor de sus fuegos mínimos concita una mayor intimidad y, acaso por la reminiscencia del hogar y las fogatas, crea un calor simbólico. La atmósfera más propicia para el enamoramiento suele ser la media luz: lejos del resplandor diurno de la responsabilidad, pero no tan cerca de las tinieblas como para que un leve roce en la rodilla nos arranque un tremendo susto. Bajo la insidia de ese vigilante todopoderoso que es el foco, prosperan sentimientos más bien asociados al deber y los pendientes, y aunque el amor consiga abrirse paso incluso ante la luz aséptica de un hospital, las velas crean un interregno ambiguo y parpadeante, una suerte de burbuja de sobrentendidos, tan inciertos como prometedores, en que nada que escape a su tenue irradiación parecería importar. (Ya decía Casanova que el corazón es susceptible a la teatralidad y el decorado, y que tal vez nos enamoramos del ambiente y de la situación, más que de la persona en turno, la cual, hasta cierto punto, podría ser intercambiable).

AL FIN Y AL CABO una forma de combustible, las velas alcanzaban precios exorbitantes y llegaron a ser, en distintas épocas, un signo de distinción. En Instrucciones a los sirvientes, un antimanual de doble filo, hilarante y corrosivo, que aboga por la desobediencia y la insubordinación a costa de burlarse de los propios agentes de esos sencillos actos revolucionarios, Jonathan Swift recomienda una serie de medidas para reducir la desigualdad social, para minar la riqueza y el poderío de las clases pudientes. Entre ellas destacan infinidad de artimañas a propósito de las velas: desde dejarlas inclinadas en los candelabros para que se desgasten más rápido (y chamusquen de paso alguna peluca churrigueresca), hasta darlas como legítima propina a cocineras y recaderos.

Antes de la parafina de origen chino, con esa blancura pálida que recuerda la porcelana, se fabricaban con aceites vegetales, cera de abeja o sebo; además de costosas, eran un artículo de primera necesidad, entre otras razones porque eran comestibles. Se dice que un ojo avezado podía determinar el estado de las finanzas de una familia sólo por el tipo de luz que despedían las velas, y que se consideraba de mal gusto que en el salón o la biblioteca imperara una iluminación barata y tosca.

Esos tonos crepusculares que la flama transmite... esa claridad ondulante tiene el poder de trasladarnos a otra época

Antes del desarrollo del queroseno, las embarcaciones en altamar se enfrentaban a un antiquísimo dilema: ¿hambre o tinieblas? Muy lejos de tierra firme como para abastecerse de provisiones, los barcos de vela solían quedarse con las bodegas vacías y no era raro que, a falta de ron y de galletas, los tripulantes se vieran obligados a mordisquear los muñones de sebo de las velas mientras se mordían las uñas. Incluso los barcos balleneros que zarpaban en busca del preciado aceite de los cetáceos debían afrontar largas noches bogando en una oscuridad cerrada, sin otro consuelo y guía que la luz remota de las estrellas. La grasa de ballena —en particular el espermaceti, que se extrae de la cavidad craneana del cachalote—, llegó a ser muy apreciada para la combustión de lámparas y la elaboración de velas de una nitidez exquisita, y tal fue su importancia en el proceso de industrialización de Occidente que Herman Melville, a lo largo de Moby Dick, no repara en elogios y adjetivos y anota que era tan escasa “como leche de reina”.

ALGO DE AQUELLAS NOCHES inciertas regresa con los apagones, cuando de golpe nos encontramos en medio de la nada, a la deriva en plena oscuridad, en busca del cajón olvidado de las velas. Esos tonos crepusculares que la flama transmite a paredes y rostros, esa claridad ondulante que nos hace perder la noción del tiempo, tiene el poder de trasladarnos a otra época y de situarnos al interior de un cuadro de Georges de la Tour. Allí, rodeados por una penumbra densa y rojiza, descubrimos que no sólo el aire, sino el espacio mismo, se antoja palpable y próximo, y que nuestro ánimo se vuelve proclive a la conspiración y las confidencias —o cuando menos al murmullo—, tal como sucede todavía en las iglesias que se han resistido a la tentación de la luz eléctrica y consagran buena parte de la limosna a la compra de veladoras y cirios pascuales.

Si el corte de luz llega a prolongarse lo suficiente, llevados por esa ilusión óptica en que los cuerpos se antojan una mera continuación de las sombras, comenzarán a abrirse las rendijas de lo sobrenatural y lo macabro y pronto estaremos rodeados por toda clase de deslizamientos espectrales.

Según un célebre aforismo de Lichtenberg, “el hombre ama la compañía, así sólo sea la de una pequeña vela encendida”. Cualquiera diría que, en la actualidad, preferimos la luz del teléfono celular, que hace las veces de linterna de baterías y alimenta la ilusión de “estar conectados”. Pero la luz brillante y chapucera de su pantalla apenas si se compara con la fuerza evocativa del fuego, capaz no sólo de conectarnos con nuestro pasado en las cavernas, sino también con nosotros mismos.