Noticias del hombre mal vestido

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Foto: larazondemexico

¿Quieres destruir a un niño? Dale un poco de autoridad y comenzará a desvariar y a perder el rumbo antes de tiempo. Esteban Arévalo ratificó mucho tiempo después esta máxima escolar, y el disparate de querer convertirse alguna vez en policía se disipó cuando dejó atrás los quince años y se adentró en los terrenos de su primera juventud. Así fue; Esteban creció como un árbol precoz, los músculos y la electricidad de su cerebro comenzaron a funcionar de manera diferente y la experiencia le dijo entonces que los policías, sus héroes, formaban, también, parte del copioso ejército de la maldad y de la penuria que ha acosado a la mayoría de los seres humanos a lo largo de la historia. Le dolió percatarse de ello, recapacitar y abandonar sus sueños de niño. ¿Hacia dónde y desde cuándo se habían marchado los héroes? ¿Acaso habían entrado a una letrina de la que jamás volverán a salir? La juventud, esa época de perturbación animal y entusiasmo sin gracia, había llevado a Esteban no a una ficción en la que protegía a sus semejantes, pero a cambio lo había trasladado a una realidad documental, triste, agresiva, franca y sin más brillo que la realidad misma. Carecía de sentido aspirar a convertirse en un Sherlock Holmes o siquiera en un modesto y sagaz Easy Rawlins quien después de un viaje de morfina gustaba exclamar: “Me siento como si tuviera un gorila dentro de la boca”. Y es que todos los seres sensibles, incluido yo, Blaise Rodríguez —encargado de narrar la historia de Esteban Arévalo— sospechamos que el movimiento culminará tarde o temprano en un agujero negro.

¿Y qué haría Esteban, el superfluo aspirante mexicano a policía, una vez que encontrara a los supuestos mafiosos y causantes del daño infligido a las buenas personas? ¿Ante quién habría de denunciarlos? ¿Los conduciría atados y cabizbajos ante Sancho Panza en su ínsula Barataria o ante unos imaginarios tribunales de Nuremberg? Hacer algo así, por absurdo que fuera, resultaría más sensato que conducirlos ante la presencia de un esmirriado ministerio público mexicano que apenas si sabía leer y que no podría reconocer en aquel rostro desamparado ni siquiera las tristes ojeras de Franz Kafka. ¿Qué cosa hay más triste que las ojeras de Kafka? ¿Alguien lo sabe? Tal vez los cachetes y la trompa roja de Donald Trump podrían ser tan tristes, o más bien pa-té-ti-cos, pero esa grotesca caricatura es pasajera y en unos pocos años se olvidará cuando algo aún más letal ocupe la presidencia de Estados Unidos.

UN DÍA CUALQUIERA, Esteban Arévalo, quien comenzaba ya a desencantarse y a poner en duda sus convicciones justicieras, se enfrentó a una evidencia fulminante: la violencia o desgracia criminal no tenían por qué ser investigadas o descubiertas por ninguna clase de inteligencia detectivesca. ¡No había que hallar la maldad oculta en una contraesquina o en una cueva! La maldad y la violencia en México se presentaban por sí solas a la puerta, descaradas y desdentadas, risueñas y divertidas y le pateaban el culo directamente a las víctimas sin necesidad de intermediarios ni de pesquisas; ¿cuántos goles de campo había anotado la muerte y el crimen utilizando como ovoide las nalgas de esas víctimas? Miles, millones... una miríada de goles de campo. De un acto así de rotundo y cínico no podía filmarse una serie de televisión cuya trama fuera interesante al menos. La violencia no requería de maquillaje o de presentarse a un casting para hacer pasarela; más bien se transformaba al instante en una patada franca y austera que sólo un muerto sería incapaz de reconocer. La violencia estaba divorciada de la acción y encarnaba en una modesta y triste inmovilidad; se parecía más a una piedra que a un ave.

"La maldad y la violencia en México se presentaban por sí solas a la puerta, descaradas y desdentadas, risueñas y divertidas y le pateaban el culo directamente a las víctimas sin necesidad de intermediarios".

Poco tiempo después de cumplir los veinte años, cuando el pesimismo asomaba por primera vez a su rostro, su temperamento se modificó totalmente, sus lecturas de toda clase y calidad aumentaron: leyó a Bohumil Hrabal y a Vaclav Havel, a Joseph Roth y a Saul Bellow; ¡la papa sensible se cultivaba azuzado por el deseo imperativo de su padre, el poderoso arquitecto de la Fundación Mier y Pesado! Esteban contrajo también, durante un breve tiempo, la enfermedad romántica y se aficionó al hecho de considerar su futuro cancelado y desviado de toda dirección precisa o premeditada; es decir, un futuro totalmente abierto, tanto que ni siquiera podía entregarse a la sabia inmovilidad puesto que cualquier vendaval o soplido lo movería en una dirección inesperada. ¿Qué hay tan cerrado como lo totalmente abierto? ¿Qué puede hacer una persona cuando ha perdido los puntos de referencia para ordenar o comprender el sentido de su movimiento? ¿O en qué momento comienza a perturbarlo la impresión de que tales puntos de referencia se mueven tanto que sólo pueden comprenderse como una revuelta de asteroides pasajeros y extraviados? Peldaños de una escalera donde es imposible saber si uno está ascendiendo o descendiendo. Pura perturbación. Todavía años después, a sus veinticinco años, pálido y envuelto en una piel delgada y correosa Esteban no tenía noticias acerca de las teorías del obispo Berkeley, ni sobre la Declaración de Copenhague respecto a la relatividad del conocimiento, y ni siquiera había escrutado a profundidad la famosa teoría de Einstein que llevaba el relativismo hasta los territorios de la santa y divina ciencia física. Él intentaba mantenerse aparte del pensar profundo que, por lo regular, se halla siempre encaminado hacia un fin que no tiene fin.

ESTEBAN ERA ALGO CABIZBAJO y no acostumbraba mirar al cielo, hecho que lo aproximaba más a un gusano romántico y desbalagado que a un ave migratoria. ¿Y qué le importaba a él ser un gusano que avanzaba sin rumbo? A partir de la miscelánea y la pedacería filosófica que había aprendido en la secundaria y preparatoria del Colegio Williams, en la colonia Mixcoac, podía tejer cierto tipo de concepción personal acerca de la ambigüedad de la realidad objetiva; es decir —apunto yo, Blaise Rodríguez, bautizado así en recuerdo al escritor Blaise Cendrars—, Esteban tenía la capacidad de sospechar que las cosas que lo rodeaban no eran tal como las veía. Las cosas del mundo llevaban un nombre y una apariencia encima: escritorio, manzana, níspero, zapatilla, pero el nombre no las convertía en lo que uno creía que eran: las piedras podrían ser un soplido y las montañas un parpadeo de hipopótamos, o los hipopótamos el sueño de un japonés, o el japonés podía ser simplemente... la nada. ¿Qué condujo pues a Esteban a asesinar individuos inocentes siendo ya casi un hombre de cincuenta años? ¿Se ejercitó para ello? ¿Fue algo minuciosamente planeado? Nadie puede saberlo porque tampoco nadie puede probar que él cometió tales atentados. En México, digo yo, Blaise Rodríguez, se asesina porque es posible hacerlo y cualquiera luego de comer unas albóndigas en chipotle pudo haber salido a la calle y tomado la decisión... de aniquilar a un bípedo sin plumas, a una araña sin patas... a una araña beckettiana. En el año 2018 el número de asesinatos en México había ascendido más que cualquier año de las dos décadas pasadas. ¿Y esta atrocidad le daba a Esteban la justificación y la oportunidad de matar? No, la historia que relato va en otra dirección. Yo, Blaise Rodríguez, quiero saber qué clase de individuo es Esteban Arévalo. Deseo fervientemente meterlo en una vitrina o en una jaula y observarlo con detenimiento, dicho con mucho respeto, pues Esteban y yo hicimos una especie de amistad que todavía conservo y valoro como se debe, además de que, en nuestros días, y hay que aceptarlo, existe muy poca gente interesante.

[caption id="attachment_865044" align="alignnone" width="696"] Historia de Tepito, detalle, 2009. Unidad Habitacional Los Palomares, en ese barrio. Fuente: latinoamericaexuberante.org[/caption]

SI ALBERT EINSTEIN había acertado en su teoría de la relatividad se debía a que sus ideas podían ser imaginadas hasta por un niño; el resto significa sólo trabajo y esfuerzo inferencial: gallinas preñadas, huevos y luego más huevos, llevar a cabo lo que ya existe en potencia, lo que necesariamente tiene que ser pensado porque ya se encuentra allí para ser pensado; como la mujer misteriosa que nos espera en aquella esquina desde hace una eternidad y tarde o temprano acariciaremos sus medias negras o esmeralda, lameremos sus pantaletas, besaremos sus senos, morderemos sus rodillas y nos hincaremos a sus pies para que nos muela a golpes de aguja o bota. Los niños tienen un camino que recorrer a como dé lugar y tal camino se halla de antemano trazado: en ese camino hallarán sus juguetes y sus suripantas; la gramática y la ortografía; los trenes y el dinero. Y más adelante esos mismos niños, en algún momento, si sucede, dejarán de leer letreros y habrán de detenerse y quedarse mudos frente a la sorpresa de estar vivos. ¿Leer tal cantidad de letreros ha causado la atrofia de los seres humanos o los ha liberado? A donde mires te encuentras con una frase o un signo, con labios habladores y heridas que supuran sustancias vivas. Pero, además de que el hombre y los letreros se desarrollaron al mismo tiempo no hay que cultivar la desconfianza hacia Esteban Arévalo; les ruego que me crean: ÉL ES UN BUEN HOMBRE. Y si para convencerlos y convencerme tengo que extenderme de más en este relato, repetirme al grado de parecer un merolico, no me importa, puesto que yo juego en este momento el papel de un simple intermediario.

"En caso de ser ciertos los rumores sobre sus violentos crímenes, ¿qué fue lo que convirtió a Esteban en un asesino? Extraer los ojos de alguien o clavar facas en el pecho no son actos que realice un hombre culto".

En caso de ser ciertos los rumores sobre sus violentos crímenes, ¿qué fue lo que convirtió a Esteban en un asesino? Extraer los ojos de alguien o clavar facas en el pecho no son actos que realice un hombre culto y distante de la humanidad. Algo no está funcionando bien aquí. Algo que está sucediendo no sucede. Durante su juventud —y una vez que los ánimos de ser un héroe habían sido cancelados para siempre— las teorías acerca de la absoluta inutilidad o ausencia de propósitos de la existencia humana le fueron siempre inofensivas, no añadían ningún conocimiento novedoso a lo que él mismo intuía y no servían para nada excepto para pasar el tiempo: se articulan y escupen teorías al mismo ritmo que se patea un balón en un partido de futbol. ¿Quién es capaz de imaginarse un balón inmóvil en medio de una multitud de seres pateadores? Aunque los seres humanos saben que algún día morirán toman decisiones distintas ante la inminencia de un hecho semejante: uno lee a Nicolás Gogol, otro se pone la camiseta de Messi, y quizás habrá alguno que hará ambas cosas. De modo que Esteban no tenía por qué ser diferente en este caso: los jóvenes veinteañeros patean y escupen, cantan o aprenden a boxear; ¡algo tienen que hacer una vez que los han tirado en el campo de juego! Lo que sí podía afirmar Esteban es que la fuerza electromagnética y lanzar a un ser humano por una ventana o desde una cima, parecían ser hechos distintos a ojos de la gente y que el segundo hecho, lanzar a un idiota por la ventana, podía trastornarse en un acto tan delicado o lúgubre que enloquecería a cualquiera que amara a la víctima. ¿Y si no amaras a la víctima? ¿Te importaría que lo desollaran o ver su cabeza destrozarse contra una acera? No lo sabía pese a que desde su habitación aún podían escucharse los lamentos de los mártires de Tacubaya fusilados y asesinados por el general Leonardo Márquez, el Tigre de Tacubaya, en 1859. Desde su habitación en la calle General Juan Cano, Esteban podía imaginarse, oler, ver los orines empapando el pantalón de los valientes, el fétido y estridente aroma a pólvora de los oficiales liberales muertos en el entonces lujoso pueblo de Tacubaya, su barrio y cárcel desde que renunciara a ser alguien y a continuar en el negocio inmobiliario de su padre. El comercio no dejaba de parecerle una ontología depravada, las leyes un negocio de bandidos; ¿y la ciencia física?... Pues la física se conocía a través del sufrimiento y el cansancio, justo cuando los huesos comienzan a pesar y la tierra te jala de los talones y quiere hundirte y llevarte una vez más al cómodo cajón.

La física y su insoportable capacidad de medir las cosas, ¿a quién puede interesarle algo así? No a Esteban. El sufrimiento es una clase de asunto muy diferente. Y de lo que estaba seguro este hombre era que nadie que él hubiera conocido, y mucho menos él mismo, podría relacionar un teorema o un algoritmo con el sufrimiento. Las papas y los abrigos guardaban una relación íntima con el sufrimiento; lo mismo que los cuchillos o el frío, pero ¿los algoritmos? Qué liberación incomparable para él no tener que explicar científicamente nada, sino sólo sufrir los hechos, ensuciarse, berrear, tirarse a las ruedas del tráiler, esperar el turno de caer en la barranca o comer pescado crudo. Como he explicado en algún párrafo atrás todos estos comentarios no los profirió exactamente así Esteban (nunca grabé su voz), ni las anteriores son exactamente sus palabras, sino las mías, las de Blaise Rodríguez, que me esfuerzo en interpretar su pensamiento y acciones. ¿Lograré describir con fidelidad a otra persona? ¿Es eso posible? ¿O sólo estoy mirándome ante el espejo? Ya lo veremos.

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