—¿Me ven, me escuchan? ¿Ya estoy conectado?
Estos días que la universidad se ha quedado sin campus, ya que por la pandemia ha migrado al formato digital, es buen momento para re(leer) la novela de campus. El nombre mismo de este subgénero nos obliga a preguntarnos si la universidad es sobre todo un lugar, un espacio. La respuesta inmediata es que no, que es algo más: un quehacer, una comunidad, un fin, una serie de prácticas, un estado de ánimo, un deseo, incluso un espíritu. Cada una de estas respuestas podría convertirse en un módulo y estructurar uno de esos seminarios de posgrado con títulos como “Hacia una problematización metodológica de la construcción discursiva de la ficción de universidad en el capitalismo tardío”, que tanto gustan en... la universidad. El seminario tendría que plantearse, para empezar, cómo leer la novela de campus a falta de campus: ¿como utopía, como historia, como proyecto? Es más, nos estamos adelantando; primero habría que decidir en qué facultad se impartiría el seminario: ¿Filosofía y Letras, Economía, Mercadotecnia, Arqueología?
Cada siglo ha brindado su respuesta, de hecho, y si la universidad en el Medioevo era sobre todo la Facultad de Teología y en la Ilustración, la Facultad de Filosofía y la de Ciencias (esta última sobre todo en Europa), en el siglo XIX (en especial en América Latina), la universidad se concibió más bien como la Facultad de Derecho, y en el XX, como la de Políticas, Económicas y Empresariales, hasta llegar a la de Ingeniería, de preferencia en sistemas o en mecatrónica. De esta forma, podemos afirmar que la universidad es ese lugar (por el momento metafórico) en el que se pasó de buscar argumentos para demostrar la existencia de Dios a desarrollar apps para el celular, con un breve paréntesis de algunas décadas o siglos en que también se ocupó de catalogar el mundo, redactar códigos y hacer la revolución.
Por supuesto, todas esas universidades conviven y están presentes, aglutinadas, en la universidad contemporánea, o al menos lo estaban hasta marzo pasado, cuando los campus quedaron desiertos, tras una evacuación intempestiva. Nunca en su historia, fuera de los veranos, la universidad había quedado tan vacía, y vaya que tiene historia la universidad. En unos cuantos días, las clases se retomaron con un “como decíamos ayer”, que, aunque menos dramático que el supuestamente pronunciado por fray Luis de León al regresar a su cátedra tras un encarcelamiento de casi un lustro en la cárcel de la Inquisición, sí resultó más extraño.
El fraile mal que bien volvió a su aula de toda la vida en la Universidad de Salamanca, mientras que los docentes del mundo entero se encontraron de pronto impartiendo su clase, simultáneamente, en ninguna parte y en el rincón de su casa que brindara la mejor escenografía. El semestre concluyó con más de un sobresalto y a toda carrera, sin que alumnos y maestros, distraídos por el cambio vertiginoso y preocupados por el avance de la pandemia, hayan prestado mucha atención a los significados subyacentes de la migración digital. No obstante, ahora que esta situación que parecía pasajera amenaza con extenderse, la reflexión se vuelve impostergable, y una buena forma de abordarla, aprovechando que es verano, es leyendo algunas viejas novelas de campus.
—POR FAVOR, alumnos y alumnas, apaguen sus micrófonos y sus cámaras.
El (anti)héroe indiscutible de la novela de campus es el profesor universitario, quien, siendo sinceros, podría saltar sin demasiados problemas de una novela a otra, siempre y cuando se las ingenie para impartir un semestre lengua rusa en Pnin, de Nabokov, el siguiente literatura inglesa en Intercambios, de David Lodge, y en verano, un curso de historia medieval en Lucky Jim, de Kingsley Amis. Parece ser, entonces, que típicamente la novela de campus es un subgénero anglosajón, en que el protagonista es un profesor de humanidades, un hombre: para las pretensiones universalistas de la universidad, estas características parecen bastante acotadas, pero así fue en un inicio y al menos, en cuanto a novela se refiere, así sigue siendo la mayoría de las veces.
El (anti)héroe indiscutible de la novela de campus es el profesor universitario, quien, siendo sinceros, podría saltar sin demasiados problemas de una novela a otra
Este profesor, simpático como todos los perdedores literarios, se viste incluso igual en las tres novelas (un anticuado saco de tweed con coderas gastadas podría ser el uniforme oficial); en todas tiene una vida afectiva deprimente y su frustración académica sólo compite con su frustración vital, pues la existencia de los tres profesores ha sido irreversiblemente aplastada por una pesada y excesiva bibliografía. Curiosamente, los tres personajes se toman más o menos en serio su labor, cultivan una erudición algo inútil, hiperespecializada, y no entienden por qué el mundo no comparte su detallada pasión por Tolstoi, Jane Austen o las cruzadas. La épica no está excluida de la vida de estos profesores, aunque sus gestas se limiten a sobrevivir a una cena con sus colegas y a las siempre temidas autoridades universitarias, a pronunciar una ponencia ante un auditorio vacío o, más frecuentemente, a internarse en la biblioteca en busca de una referencia oscura, tal y como Nabokov describe a su Pnin:
Eran muchos los jóvenes para los cuales representaba una auténtica diversión y un verdadero honor ver a Pnin cuando sacaba uno de los cajones de fichas y se lo llevaba a un rincón resguardado para pegarse un tranquilo atracón mental con su contenido, moviendo a veces los labios en una especie de silencioso comentario, crítico, satisfecho o desconcertado, y alzando otras sus rudimentarias cejas y olvidándoselas allá arriba, abandonadas en la espaciosa frente en donde permanecían mucho tiempo después de que se hubiese borrado toda huella de escándalo o duda.
RESULTA SUGERENTE imaginar a los protagonistas de las tres novelas adaptándose en un fin de semana al entorno digital, con sus códigos de etiqueta, sus trucos tecnológicos y su puesta en escena más cercana al estudio de televisión que al escenario teatral del salón de clases. Y es que todo desplazamiento, cuando se trata de profesores universitarios que sólo se sienten seguros en su cubículo, da para una sátira como Intercambios, que trata justamente de eso: en los setenta, un profesor inglés de una universidad tradicional realiza un intercambio académico con un colega de California de una universidad hippie, y ambos tienen que adaptarse a un mundo universitario completamente distinto. Pero esa migración es modesta en comparación con la que se ha experimentado en el curso de los últimos meses, cuando lo que cambia ya no son los usos y costumbres de cada campus, sino su materialidad.
Es fácil satirizar un mundo tan ritualizado como el universitario, con su sistema de castas, sus concursos bíblicos, sus exámenes solemnes y sus personajes prototípicos, del profesor que nunca publicó ni siquiera una reseña al que crea un tratado de su desayuno, del alumno brillante que merecería estar exponiendo al que se las ingenia para reventar cualquier clase, del catedrático que sin problemas puede dar una clase de cinco horas sobre un aforismo de Lichtenberg al que no sabe responder una pregunta sobre la caída del comunismo. Todo este material, sin embargo, es difícilmente trasladable a una clase en línea, donde la universidad queda reducida a su expresión más elemental: un profesor que habla y un alumno que escucha, invisible y mudo, además, pues habitualmente se le obliga a apagar la cámara y el micrófono “para no saturar la red” y para que su realidad cotidiana no interfiera en la clase.
La lectura puede ser doble: despojada de toda teatralidad superflua y de todo contexto incómodo, la clase en línea resume la misión básica de la universidad, y a la vez, deslocalizada y descontextualizada, pierde su verdadero sentido pues se convierte, literalmente, en un monólogo con un solo micrófono activado. Por si fuera poco, el único rostro que el profesor ve permanentemente en la pantalla durante su clase en línea es el suyo, como si él solo se diera la clase, en un desmedido ejercicio de onanismo docente.
Ninguno de los tres personajes de estas tres novelas soportaría verse durante más de una hora hablándose a sí mismo, reflejado en una pantalla, gesticulando, confiando en una presencia digital que pone a prueba la cordura.
—¿QUE SI PUEDEN grabarme? ¿Cómo? ¿Grabar toda la clase en video? Está bien pero, por favor, chicos, no me vayan a convertir en meme.
Mucho más recientes, podríamos agrupar otras novelas de campus como las novelas de la vigilancia o de la censura. La más célebre es La mancha humana, de Philip Roth, sobre un profesor de letras clásicas y exrector de su universidad al que se obliga a renunciar por acusaciones de racismo. El incidente se desata cuando el profesor se refiere a dos alumnos faltistas como spooks, término que significa fantasma pero que también es una forma peyorativa de referirse a los negros en Estados Unidos (y que en la versión española misteriosamente se tradujo como “negro humo”).
Podríamos agrupar otras novelas de campus como novelas de la vigilancia o de la censura. La más célebre es La mancha humana, de Philip Roth, sobre un profesor al que se obliga a renunciar por acusaciones de racismo .
Lo que pudo ser un simple dicho en clase se convierte en una acusación formal, debido a que los dos faltistas son estudiantes negros y a una serie de conspiraciones y venganzas que se desatan en nombre de la corrección política, contra la que Roth arremete. Mucho menos ambiguas son las acciones que llevaron a que el profesor sudafricano de Desgracia, de J. M. Coetzee, perdiera su empleo tras mantener una relación sentimental con una alumna, a la que violenta y a la que también intenta beneficiar académicamente. Aunque la culpa de uno es cuando menos cuestionable mientras que la del otro es flagrante, las dos novelas muestran una universidad inconcebible en los tiempos de Amis, Lodge y Nabokov; y si la preocupación por el respeto entre todos los miembros de la comunidad constituye a todas luces una política positiva, más cuestionables son los mecanismos de control y de censura que las buenas intenciones pueden propiciar.
UN EJEMPLO de ello se brinda en Moronga, de Horacio Castellanos Moya, en la que un exguerrillero y exmercenario salvadoreño acaba trabajando en una ciudad estudiantil de Estados Unidos, como operador en el sistema de espionaje electrónico de la universidad. Su labor consiste, mediante alertas léxicas, en leer los correos electrónicos y los mensajes potencialmente peligrosos de todos los miembros de la comunidad, que pueden ir desde la planeación de un atentado a la de un romance. Así, el exguerrillero salvadoreño termina espiando a un profesor compatriota que lleva a cabo una investigación con el fin de averiguar de una vez quiénes fueron los asesinos del poeta Roque Dalton, con lo que el investigador histórico y literario acaba siendo policialmente investigado. Las tres novelas, sobre todo la de Roth y la de Castellanos Moya, exhiben una universidad cuya vigilancia paranoica se centra en los mandatos de la corrección política, mientras que la de Coetzee, sin tomar una postura clara, muestra las ventajas de esa vigilancia al desenmascarar a un profesor cuyo machismo no consiste en decir una expresión desafortunada en clase, sino en atacar a una alumna y además participar en la comisión de un fraude académico.
Ninguno de los tres novelistas, sin embargo, imaginó los sistemas de vigilancia que suponen las clases en línea. Al principio parecía que la huida del salón de clases era el principio de la anarquía, pero poco a poco fue quedando claro que el chisme de pasillo jamás tendrá la exactitud de los sistemas digitales. Además de controlar la duración y los horarios de clase, ahora es posible grabar cada sesión, lo que podría haber supuesto tanto la absolución como la condena definitiva de Coleman Silk, el profesor de Roth, pues finalmente toda evidencia puede usarse a favor o en contra de quien sea, dependiendo de las intenciones.
Por otra parte, en la actualidad digital, el profesor no es el único sospechoso, quizás ni siquiera el principal. De pronto, el estudiante también se ha convertido en un acusado que tiene que demostrar su inocencia. Varias universidades del mundo ya están aplicando exámenes en línea con software que filma al estudiante y detecta si sus ojos miran hacia otra parte que no sea la pantalla, que impiden que navegue por internet y que tienen acceso a todos sus archivos para controlar por completo su computadora mientras dura la prueba. De esta forma, literalmente, mirar de lado puede convertirse en un motivo para reprobar. La libertad de cátedra, la privacidad y confianza parecen términos prepandémicos en un momento en el que la asepsia obligada en el exterior amenaza con trasladarse a todos los ámbitos.
—¿SÍ ME OYEN, verdad? Por favor, que alguien diga algo. Vamos, comenten, pregunten algo. ¿Me oyen?
Moronga, la novela de Castellanos Moya, pertenece de hecho a otro subgénero dentro del subgénero de la novela de campus: la del profesor latinoamericano o español que intenta sobrevivir a la universidad anglosajona. Tres de los mejores novelistas españoles contemporáneos han escrito novelas de esta clase: Javier Marías con Todas las almas, Javier Cercas con La velocidad de la luz y Antonio Orejudo con Un momento de descanso. Los latinoamericanos también han hecho lo suyo: José Donoso con Donde van a morir los elefantes y José Agustín con la divertidísima Ciudades desiertas. Más de una vez estas novelas acaban en asesinatos que se resuelven matemáticamente, como en Los crímenes de Oxford, de Guillermo Martínez, o literariamente, como en El camino de Ida, de Ricardo Piglia. Y es que si en principio la novela de campus parece un género anglosajón, la literatura hispánica también ha escrito mucho sobre la universidad.
Ya en el Siglo de Oro aparece lo que aquí podemos llamar la “tragicomedia de campus”, centrada no en el catedrático sino en el estudiante, cuya imagen no ha variado mucho en cuatrocientos años. En La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, leemos una descripción de los estudiantes salmantinos con la que se intenta justificar la manía del protagonista de decir mentiras, lo que al parecer fue lo único que aprendió en su estancia universitaria: “En Salamanca, señor, / son mozos, gastan humor, / sigue cada cual su gusto; / hacen donaire del vicio, / gala de la travesura, / grandeza de la locura; / hace, al fin, la edad su oficio”.
Los estudiantes son, según lo ha advertido Giorgio Agamben en un polémico artículo en el que también equiparó a los docentes que damos clases en línea con los que juraron lealtad al fascismo en 1931, los principales perjudicados de la migración digital.
Su mayor pérdida no la constituyen los materiales pedagógicos, que en buena parte pueden encontrar en línea, o las lecciones de los maestros, quienes hacen lo que pueden en la pantalla, sino la convivencia entre ellos mismos.
Como lo han advertido especialistas, se corre el riesgo de que medidas excepcionales, necesarias durante la emergencia, se normalicen y perpetúen. Después de todo, es más sencillo mantener una plataforma que un campus
SIN EMBARGO, la vida estudiantil se retrata más bien en otro género, la novela de formación, lo que muestra las limitaciones de la novela de campus al concebir la universidad sólo como el decorado narrativo para las aventuras de un profesor. Esto no sucede siempre así, por supuesto, al menos no en las mejores obras.
No sucede en Stoner, de John Williams, cuyo protagonista llega desde un entorno rural a la universidad para ya no salir de ella. Stoner, como estudiante y luego como profesor, descubre que su lugar en el mundo es la literatura y, para él, la forma más práctica de habitarla es en la universidad. La novela tiene un tono elegiaco y es un homenaje a la vocación de aprender y de enseñar, pero también es un lamento ante la certeza de que la universidad ya no es lo que era, queja que lleva haciéndose quinientos años y que por primera vez, en estos meses, es indiscutiblemente real.
SI BIEN la clase se mantiene, la discusión que la rodea ha variado: ya no sólo se debate si es necesario enseñar competencias o contenidos, teoría o práctica; si la función de la universidad es social o individual; si debe ser un mecanismo de ascenso social (como lo fue para Stoner) o si debe privilegiar a una élite académica; si su prioridad es la transmisión o la producción de conocimiento. Ahora, uno de los debates más recurrentes es si es mejor Zoom, Teams o Google Meet. Por supuesto, las plataformas digitales fueron un mecanismo precioso para salvar las clases durante la emergencia sanitaria, pero al tiempo que mostraron su utilidad también descubrieron sus límites, que en todo el mundo han señalado docentes y estudiantes.
Como lo han advertido diversos especialistas, se corre el riesgo de que muchas medidas excepcionales, necesarias durante la emergencia sanitaria, se normalicen y perpetúen. Después de todo, es más sencillo mantener una plataforma que un campus, como lo deben pensar los políticos al elaborar sus presupuestos, y después de todo caben más alumnos en un aula virtual que en una física, como lo debe pensar más de una autoridad universitaria al distribuir su matrícula. Sin embargo, hay un hecho que da lugar al optimismo: frente al discurso dominante de que cualquier tecnología es por sí misma óptima, decenas de millones de estudiantes y maestros han comprobado durante el experimento involuntario de la cuarentena que todavía no hay mejor invento para aprender y para enseñar que un salón de clases. Esto no significa, claro, que la tecnología no pueda brindar herramientas auxiliares, ya sea para compartir materiales didácticos, acortar distancias o utilizar recursos multimodales de apoyo. Es fabuloso poder ver en YouTube las clases que Ricardo Piglia impartió sobre Borges en la televisión argentina y todo estudiante de literatura tendría que verlas, pero estos videos jamás podrá sustituir Un día en la vida, también de Piglia, mi novela de campus preferida.
De hecho, no se trata de una novela, sino de un inserto en el tercer tomo de sus diarios, que tituló como Los diarios de Emilio Renzi. En esta narración, Piglia reconstruye un día ideal, en el que por la mañana es estudiante de la Universidad de la Plata y por la tarde profesor de la de Buenos Aires, y entre un campus y otro aprovecha para tomar café con los amigos, ir al cine, leer y subrayar y anotar (como leen los universitarios), discutir con sus alumnos y colegas, responder preguntas, esquivar provocaciones, planear artículos, elaborar proyectos y esbozar teorías, todo en los pasillos de una perfectamente reconocible universidad latinoamericana, tapizada de carteles políticos, de anuncios de películas francesas y de puestos de libros que no podrán tener mejor lector. En estas pocas páginas, Piglia confirma lo que cualquiera que haya ido a la universidad sabe: que un día perfecto es cualquiera en que se va a tomar una clase o a darla, y contra eso no hay pandemia ni corporación que pueda.
—¿CÓMO? ¿Se cortó la señal? ¿Cuánto tiempo llevo hablando solo?