PRESENTACIÓN Y TRADUCCIÓN • ANTONIO SABORIT
Los historiadores, sacudidos como otros ciudadanos por la crisis actual, cuestionan algunos de los cimientos de su oficio. En mi caso me he puesto a reconsiderar la idea de los acontecimientos y su relación con la conciencia colectiva: un concepto amorfo, lo reconozco, pero que en la historia es también una fuerza, a la cual hay que diferenciar de la opinión pública y que merece mayor estudio.
En el 2020 vimos numerosas variedades de la opinión pública. Los estadunidenses tomaron partido en las discusiones sobre el uso del cubrebocas, la ayuda a las personas sin trabajo, la participación en manifestaciones y la “causa perdida” de la Confederación, por no mencionar a los políticos. Sin embargo, no obstante nuestras diferencias, compartimos una sensación general de crisis. Nos arrasó la ansiedad colectiva sobre el rumbo de la nación y una extendida necesidad de revaluar el pasado. Ya sea que estemos en favor de quitar o de conservar las estatuas, reconocemos que el paisaje simbólico transita por un cambio fundamental.
Aunque los historiadores con frecuencia han estudiado los desastres y sus efectos, en mi opinión no le han hecho justicia a la manera en que los acontecimientos transforman los medios ambientes simbólicos. Los acontecimientos no llegan desnudos a la esfera pública. Vienen arropados en actitudes, valores, esquemas mentales, memorias del pasado y proyecciones hacia el futuro, rebosantes de pasión, esperanza y miedo. Una historia de los acontecimientos debiera incluir la manera en que estos se ven asimilados a visiones colectivas del mundo.
Una dificultad, al menos para los que estudiamos Francia, es el menosprecio hacia la “historia de los acontecimientos” entre los historiadores de la escuela de Annales, en el clímax de su influencia tras la Segunda Guerra Mundial. Para ellos era una historia superficial: la espuma que flota sobre la superficie del pasado, a diferencia de las corrientes profundas que han movido a sociedades enteras. Una comprensión más honda de la historia sólo se podía alcanzar por medio del estudio del juego de la estructura y la coyuntura sobre amplios espacios de tiempo. En la práctica eso significaba por lo general construir series estadísticas que indicaran la forma de una sociedad en su desarrollo a lo largo de los siglos: patrones en estructuras demográficas, económicas y sociales.
Hacia los novecientos sesenta, los Annalistes ya le habían hecho espacio a “la historia de las mentalidades”, pero ésta, también, tendía a ser abstracta y estadística. Al mismo tiempo, los historiadores ingleses, encabezados por E. P. Thompson, demostraron la relevancia de entender la “historia desde abajo”. Historiadores estadunidenses como Eugene Genovese respondieron con estudios de similar profundidad sobre los movimientos sociales. Se desarrolló un ethos profesional: la historia, mientras más honda, mejor.
Nos arrasó la ansiedad colectiva y una necesidad de revaluar el pasado. Ya sea que estemos en favor de quitar o de conservar las estatuas, reconocemos que el paisaje simbólico transita por un cambio
MUCHO HA SUCEDIDO desde entonces, incluidos los esfuerzos por revivir la historia de los acontecimientos (sobre todo de parte de Pierre Nora), que los profesionales habían dejado en manos de los divulgadores, entre ellos algunos historiadores maravillosamente talentosos como Barbara Tuchman y David McCullough. Pero a diferencia de la antigua historia social, la más reciente no enfrenta el problema de entender los estados mentales colectivos.
Aunque "el imaginario colectivo” es un término muy usado, a algunos de nosotros nos incomoda. Es angustiosamente vago. Hace que parezcan amorfas otras ideas, como “actitud”, “clima de opinión”, “ethos” y el vulnerable pero trillado zeitgeist [espíritu del tiempo]. No por inefables, sin embargo, estas ideas dejan de poseer un valor conceptual, me parece, y pueden ayudar en el esfuerzo de reconsiderar la historia de los acontecimientos.
Las opiniones colectivas, sin lugar a dudas, existen. De alguna forma son como el lenguaje: compartimos un idioma común, aunque hablemos con acentos y entonaciones personales diferentes. Pero no se las puede estudiar tal y como se estudian la política y la economía, esto es, asumiendo que el sujeto está exento de problemas y con métodos que, de ser empleados sin crítica alguna, apenas valen más que el positivismo más temerario. ¿Cómo estudiar con rigor conceptual la historia de la conciencia colectiva?
Podríamos partir de la idea de Claude Lévi-Strauss según la cual algunas cosas son buenas para pensar. La gente común y corriente lleva consigo un amplio equipaje mental, parte de él explícitamente doctrinario, como el Credo de Nicea o el Juramento a la Bandera, buena parte implícito, como en algunas de las variedades del racismo. En la realización de nuestras actividades cotidianas por lo general no conectamos las proposiciones en secuencias lógicas. En vez de eso, rumiamos sobre los acontecimientos: tanto los pequeños sucesos limitados al vecindario como los mayores que impactan la conciencia de todos en el país, a veces la de casi todo el mundo.
Este último tipo de acontecimientos se han vuelto familiares. Los estadunidenses conocen este sentimiento por la experiencia de los asesinatos del presidente Kennedy y de Martin Luther King Jr., del 11 de septiembre y, mientras escribo estas líneas, de los efectos combinados del coronavirus, el derrumbe de la economía y la repugnancia contra el racismo.
EL ESFUERZO POR ENTENDER este tipo de experiencia colectiva podría beneficiarse de la sociología de Gabriel Tarde, quien desarrolló una controvertida teoría sobre la imitación como una fuerza social general y la aplicó a la experiencia de leer el periódico diariamente. Tarde escribió al final del siglo XIX, cuando los lectores por lo general consultaban los diarios en los cafés. Las visiones políticas de los lectores diferían mucho, enfatizó Tarde, pero eran conscientes de que al leer sobre los mismos acontecimientos al mismo tiempo que otros lectores en otros cafés participaban en una conciencia común. Benedict Anderson adoptó una perspectiva similar en Comunidades imaginadas. El nacionalismo, sostenía, se desarrolló en las sociedades coloniales a partir de la experiencia colectiva de la lectura, esto es, a partir de la sensación de pertenecer a una colectividad imaginada y no sólo a partir del mensaje de libros en particular.
El “análisis de marco” de Erving Goffman complementa estas conjeturas con una relación sobre la manera en la que los grupos construyen la realidad. En La presentación de la persona en la vida cotidiana muestra cómo el comportamiento interactivo supone teatralidad, hasta en situaciones comunes y corrientes como el pedir un platillo en un restaurante. No es tan sólo que los participantes desempeñen papeles, dice Goffman, sino que al hacerlo definen lo que de hecho es la situación. Cuando asistimos a una representación del Rey Lear, compartimos la experiencia común del público de presenciar una tragedia, aun cuando estemos en desacuerdo con los otros sobre la evaluación y la interpretación. La bata blanca y los modales profesionales de los farmacéuticos les dicen a sus clientes que la venta de medicina consiste en ofrecer un alivio científico a un problema de salud; no se trata tan sólo de una transacción comercial. De una interacción a otra, moldeamos todo el tiempo la realidad.
MI PROPIA INVESTIGACIÓN sobre cómo surgió en París lo que llamo el tempe-ramento revolucionario entre 1749 y 1789 ofrece un ejemplo histórico.
Hace poco concluí un trabajo sobre los acontecimientos de 1788, para el que recurrí a correspondencia, periódicos, diarios y publicaciones clandestinas que contienen informes sobre lo sucedido durante casi todos los días del año. Por todas partes se dieron opiniones divergentes, sin embargo una sensación común de crisis emergió de las noticias diarias, ya fuera que se comunicaran por medio de panfletos, rumores, canciones callejeras o “ruidos públicos”. La crisis, tal y como la percibieron entonces los contemporáneos, se reducía a una amenaza de opresión que definieron como despotismo ministerial.
Si bien aprovecho los trabajos de otros que han estudiado el discurso ideológico, la estructura social y la cultura material, espero mostrar cómo los acontecimientos quedaron unidos al desarrollo de un temperamento revolucionario, esto es, una visión del mundo radicalizada que iba más allá de la opinión pública. Las relaciones de los acontecimientos de la hora expresaron una convicción muy generalizada de que el despotismo se estaba apoderando de la vida pública. Tomó forma concreta en las oraciones, rumores, canciones, carteles, pintas, ceremonias y disturbios callejeros, como la quema de muñecos de paja vestidos con ropa de ministros. Unos cuantos intelectuales no estuvieron de acuerdo, pero el sentimiento abrumador fue dirigido contra el gobierno (no el rey) en el mundo ajeno de Versalles.
Las opiniones colectivas existen. De alguna forma son como el lenguaje: compartimos un idioma común, aunque hablemos con acentos personales diferentes. Pero no se las puede estudiar como se estudia la política
NO QUIERO SIMPLIFICAR la compleja historiografía de la Revolución Francesa sino más bien sugerir una manera alternativa de entender la caída del Ancien Régime. La legitimidad del régimen se vio socavada por algo más amplio y más poderoso que los cambios transitorios en la opinión pública. Este impulso revolucionario fue la sensación compartida de pertenecer a una comunidad, esto es, a una nación, la cual tenía el derecho de afirmar su autoridad en la determinación de la suerte del Estado. La idea se puede encontrar en numerosos panfletos de 1788 y en las obras de varios filósofos, en particular Rousseau. Pero la conciencia revolucionaria no se formó sólo por medio de la difusión de las ideas, por importante que fuera esto. Se cristalizó de manera colectiva conforme los parisinos recababan informes sobre los acontecimientos diarios.
La percepción de los acontecimientos fue tan relevante, por tanto, como los mismos acontecimientos. De hecho, quedó asociada a ellos. Los muy letrados aprendían de los libros, pero la población como un todo descubrió que los acontecimientos eran buenos para pensar. Una nueva conceptualización de la historia de los acontecimientos, me parece, puede abrir el camino a una historia de la conciencia colectiva.
Traducido y publicado con la anuencia del autor, este ensayo apareció originalmente en Perspectives on History. American Historical Association, 24 de septiembre, 2020.