Compañera inseparable, rebaba diurna de las tinieblas, charco de oscuridad que fascina a los niños, la sombra nos persigue y atemoriza desde el comienzo de los tiempos. Es nuestro doble y también la proyección negativa de las cosas; crece y se encoge como una mancha movediza, como un roce anticipado del ala de la noche, y aunque parezca que nunca deja huella ni marca física, impresiona a la imaginación.
EN TODAS LAS CULTURAS abundan ritos, leyendas y tabúes de la sombra, buena parte asociados al alma, o a una continuación viva de los cuerpos, equiparable a un órgano o a una excrecencia espectral. Si los niños necesitan comprobar que es imposible sepultar a la sombra, no importa cuánta tierra se le arroje, hay comunidades para las que un golpe asestado a esa silueta negra puede traer enfermedad. En China, sede milenaria del teatro de sombras, se considera de mal agüero que una sombra se deslice al interior de un ataúd abierto o de una fosa, de modo que los sepultureros se la atan ritualmente a la cintura. Roberto Casati, en su asombroso libro El descubrimiento de la sombra, compendia historias etnográficas acerca de su poder mágico. Mi favorita es la leyenda de la Polinesia sobre el fornido guerrero Tukaitawa, recogida en La rama dorada de James Frazer: cuando su adversario descubrió que la longitud de su sombra correspondía al incremento o disminución de su fuerza, sólo le bastó aguardar al mediodía para derrotarlo.
La literatura fantástica está poblada de sombras. Su perfil dual, con un pie en el mundo físico y otro en la oscuridad de la psique —al mismo tiempo un fenómeno óptico y un atisbo de las pesadillas— hace de las sombras una materia ideal para historias relacionadas con su robo o extravío, en las que no sólo puede enrollarse a manera de tapete, como en Peter Pan, sino que también puede venderse al Diablo, como en La maravillosa historia de Peter Schlemihl de Adelbert von Chamisso.
El mito de la caverna de Platón es uno de los más influyentes relativos a la sombra. En la teoría del conocimiento fundacional de Occidente, nos contentamos con una especie de espectáculo de sombras mientras damos la espalda al conocimiento verdadero, tomando por reales lo que no son más que proyecciones de un mundo pleno y radiante. Hay que notar, sin embargo, que la degradación a meras sombras de las cosas de este mundo relega a las sombras —entidades negativas y bidimensionales— a un lugar doblemente devaluado, lo cual quizás explique la escasa atención que les prestamos a nivel perceptivo, pese a la tenacidad de su presencia y a su alto contraste cromático.
Les debemos la noche, los eclipses y las fases lunares;
sin ellas, los objetos parecerían flotar y lucirían
sin consistencia
A LAS SOMBRAS LES DEBEMOS LA NOCHE, los eclipses y las fases lunares; sin ellas, los objetos parecerían flotar en el aire y lucirían sin consistencia. En su Historia natural, Plinio postula que el origen de la pintura se remonta al acto de circunscribir “con líneas el contorno de la sombra de un hombre” (tesis aventurada que dio pie al libro fascinante de Victor I. Stoichita, Breve historia de la sombra); por su parte, Leonardo da Vinci demostró que son indispensables para el manejo de la perspectiva. Eratóstenes, tercer director de la Biblioteca de Alejandría, determinó la forma y la dimensión de la Tierra a partir de la medición de las sombras, y Galileo concluyó, gracias a las manchas observadas a través del telescopio, que Venus no brilla con luz propia y que la superficie de la Luna, lejos de ser lisa, está salpicada de montañas y cráteres.
Los ejemplos podrían multiplicarse. A pesar de la actitud de sospecha o desdén frente a las sombras, su papel no parece el de simples comparsas; y si bien requerimos de un esfuerzo consciente para advertirlas (como si el mito de la caverna estuviera tatuado en nuestra mente y condicionara la visión), no es difícil apreciar su valor también para la vida diaria, pues dan cabida a los matices y a los claroscuros y brindan refugio ante la inclemencia del sol.
En su Elogio de la sombra, Junichiro Tanizaki sostiene que la arquitectura gira alrededor del problema de la luz y la sombra. Levantamos aleros y extendemos toldos, corremos persianas y sembramos alamedas para protegernos del sol (komorebi designa, en japonés, los rayos que se filtran a través de las hojas de los árboles). La vida se desenvuelve en gran medida en la suavidad terrosa de la penumbra, al amparo de una sombra difusa y bienhechora. Al igual que ciertas plantas, somos animales de interior, y la luz que nos nutre y despierta llega atenuada por obstáculos, como el de las mamparas volátiles de las nubes.
SI LA SOMBRA ES UN REMANSO y una promesa de hogar, la paradoja es que nadie puede guarecerse en su propia sombra. Los artilugios revolucionarios de la sombrilla y el sombrero nos aportan eclipses portátiles, pero son a menudo insuficientes, y en la franja comprendida entre los Trópicos de Cáncer y Capricornio es preciso buscar islas de sombra, idealmente bajo un árbol frondoso —pero la deforestación nos está dejando sin sombras—, o bien suscitarlas con los medios a nuestra disposición, y no deja de sorprender la inventiva de los habitantes de la llanura o el desierto para montar oasis umbrosos a partir de elementos rudimentarios.
Recuerdo un relato de Massimo Bontempelli sobre un paseante empeñado en trazar un mapa de sombras que permitiría recorrer Roma bajo el sol insufrible de agosto. Más que un mapa, lo que debe crear es un itinerario de sombras, vinculado a la hora del día y a la inclinación del sol, y su plan es legarlo a la humanidad o, para ser más precisos, a los turistas, pues ningún romano permanece en la Ciudad Eterna durante ese mes imposible.
Ponerse del lado de la sombra no está exento de problemas. La planta baja de los edificios suele ser lúgubre y helada, de allí que haya reglamentos antisombra que condicionen el desarrollo inmobiliario. La sombra ha decidido el perfil de muchas ciudades. En Nueva York, a comienzos del siglo XX, los primeros rascacielos despertaron más espanto que maravilla, pues a pie de calle se creaban corredores tenebrosos semejantes a los del Gran Cañón. A fin de contrarrestar la desigualdad lumínica, el reglamento exigió construcciones que se estrecharan en las alturas y terminaran en una pirámide escalonada. Como anota Casati, en los años cuarenta el skyline de Manhattan tenía un extraño aire de ciudad prehispánica. Más tarde el dinero se impuso y la urbe volvió a sumirse en una espesa sombra, que contrasta con su estridente iluminación nocturna.
Los excesos edilicios pueden hacer de la sombra un inconveniente grave, pero en latitudes más tropicales no deja de ser una aliada inestimable, a la cual celebramos cada vez que nos despedimos cariñosamente diciendo: “Te vas por la sombrita”.