Insaciable, la novela se alimenta de los lenguajes que vagan por la sociedad. Ya sean jergas profesionales, discursos ideológicos, variantes regionales, mensajes publicitarios, expresiones generacionales, códigos de clase o estilos estéticos, la novela se apropia de todos ellos y los utiliza para sus fines, de la parodia a la caracterización de un personaje, del cuestionamiento a la extrañeza y el absurdo. Este proceso no tiene nada de nuevo: Cervantes lo hizo mejor que nadie, Dickens lo llevó al extremo, Joyce lo convirtió en acertijo y Bajtin lo teorizó. La novela siempre es la misma, y si cambia, es porque cambian los discursos y la manera en que se abordan.
La novela latinoamericana ejemplifica a la perfección esta voracidad, a grado tal que Roberto González Echevarría, en su ya clásico Mito y archivo, postula la hipótesis de que la narrativa colonial se basa en la mímesis del discurso jurídico; la decimonónica, en la de las exploraciones científicas y los tratados naturalistas, y la del siglo XX, en especial la novela telúrica, en los estudios antropológicos.
Por supuesto, las excepciones que escapan a la rígida clasificación de González Echevarría son mucho más abundantes que las novelas que ceden a ella, pero es un hecho que la novela latinoamericana —tanto como estrategia para huir del estilo literario en su manifestación más estereotipada, como para aprovechar las posibilidades cognoscitivas de otros campos— ha recurrido a otros lenguajes para transformarlos y transformarse.
De hecho, existen grandes novelas que hacen de esta apropiación una de sus más grandes virtudes: la parodia de la jerga militar en Pantaleón y las visitadoras o de las memorias de los generales revolucionarios en Los relámpagos de agosto, la reinvención de Rulfo o de Arguedas de los dialectos de los Altos de Jalisco y del Cuzco, el insolente uso literario del lunfardo y de las malas traducciones rusas que emplea Arlt en su puerca obra, los melodramáticos códigos del cine y la telenovela a los que Puig dotó de estatuto literario y el quiebre de Nellie Campobello al narrar una guerra con un lenguaje hogareño e íntimo son sólo algunos ejemplos de cómo la novela se renueva constantemente gracias a la versatilidad del idioma, cuyas mil caras están allí para quien quiera escuchar-las y recrearlas.
NO OBSTANTE, BUENA PARTE de la novela latinoamericana escrita en los últimos veinticinco años ignoró este recurso con toda intención, con el afán de escribir una prosa aséptica, libre de cualquier mancha social y local, intercambiable entre los distintos países hispanohablantes, de tal manera que ningún lector se viera conflictuado por algún regionalismo que ignorara o un término que lo incomodara, por un español que viniera de cualquier otro mundo que no fuera el de la prosa aspiracionalmente neutra. De pronto, la época en que las peruanísimas y cubanísimas novelas de Vargas Llosa y Cabrera Infante circulaban masivamente por todos los países latinoamericanos y España parecía prehistórica, por no hablar incluso del tiempo anterior en que Los de abajo, La vorágine o Doña Bárbara eran lectura popular en cualquier país, sin importar el hondo espíritu regional de cada una de ellas.
En consonancia con estos nuevos tiempos de libre comercio, eficiencia empresarial elevada a virtud moral y homogenización de la cultura en aras de una globalización que de cosmopolita no tenía nada, la novela se redujo a la supuesta eficiencia narrativa, libre de cualquier carga idiomática que la entorpeciera, pasando por alto el hecho de que no hay forma de contar una buena historia si el lenguaje no es el adecuado, y único, para esa historia en particular. Menos es más se convirtió en un mandamiento narrativo, como si se tratara de reducir costos, y la elipsis se volvió la reina de las figuras retóricas, tan cercana ella a los ajustes presupuestales por entonces, o más bien, desde entonces tan en boga.
TEMÁTICAMENTE, LA AUTOFICCIÓN se erigió en la indiscutible estrella, otra vez en consonancia con los nuevos tiempos: cualquier personaje, siempre y cuando tuviera iniciativa y espíritu emprendedor, tomara riesgos y se esforzara lo suficiente, podía convertirse en protagonista. Para protagonizar una novela ya no hacía falta ser Carlota o Palinuro, y ni siquiera nacer con cola de cerdo o ser un pueblo de tierra caliente con vocación de narrador; bastaba con mostrar lo maravilloso que era pasear en bicicleta por la colonia Roma, Palermo Soho o Barranco. De nueva cuenta, huyendo de cualquier suciedad idiomática y espacio de conflicto, y buscando la calidez y cercanía de todo Starbucks, la lengua literaria pretendió dejar de serlo, para que no la acusaran de vociferante, barrio bajera, elitista o, peor aún, barroca, categoría convertida casi en insulto. La neutralidad se convirtió en voluntad de estilo; sobra decir que es una apuesta válida, siempre y cuando se parta de la evidencia de que la neutralidad lingüística no existe y se trata más bien del lenguaje hegemónico de determinado tiempo y lugar. Así, el supuesto estilo invisible, el único aceptado, se acabó acercando al de la publicidad, también más cercana y cotidiana: vivir es increíble.
Este estilo, por su naturalidad y pureza, se soñaba definitivo, ajeno a los caprichos de la historia y del lugar de nacimiento. Presumía, también, bajo la sensata convicción de que la literatura no es consigna, de su apuesta apolítica, con lo que validaba acríticamente el mundo que le había tocado vivir: el del neoliberalismo, al fin y al cabo, la ideología convencida de no serlo.
LITERARIAMENTE, este empobrecimiento visible se justificaba con la oscilación de los gustos literarios, con lo que otra vez se negaba cualquier marca de estilo y se erigía como una reacción inevitable a los excesos retóricos del boom. No obstante, sostener esta postura implicaba cometer más de un olvido conveniente. Quienes realmente enterraron la voluntad identitaria y continental del boom fueron los escritores que se refugiaron en nuevos lenguajes, locales, generacionales e incluso personales, que de supuesta pureza no tenían nada, de la Onda mexicana al nouveau roman a la argentina de Saer y Di Benedetto, de los campesinos del olvidado Manuel Scorza al pop del ya mencionado Puig o de Andrés Caicedo, del sustancioso intimismo de Clarice Lispector al alma de bolero de Luis Rafael Sánchez.
Como siempre sucede en literatura, hay excepciones y son muchas. En México, Daniel Sada, Fernanda Melchor o Yuri Herrera hicieron de la prosa un lugar de resistencia; lo mismo puede decirse de la chilena Nona Fernández o de la argentina Selva Almada, de los hermanos Loayza en Bolivia, de la dominicana Rita Indiana o de los permanentemente enojados Fernando Vallejo y Horacio Castellanos Moya. Pero por numerosos que puedan parecer estos nombres, no dejan de ser casos aislados dentro de la uniformidad estilística imperante en este siglo ya no joven. De allí que haya que festejar la reciente publicación de tres novelas que, con insolencia generosa, mandan al carajo los buenos modales de la novela neoliberal y, recuperando voces sociales que habían sido enviadas al basurero de la historia y de la literatura, arrojan una propuesta de una individualidad esplendorosa.
LAS ISLAS DEL LENGUAJE
La primera de ellas se titula Chapeo (Elefanta), del dominicano Johan Mijail. La novela cuenta la errancia por Santo Domingo de un par de amigxs, en busca lo mismo de sexo que de la visa estadunidense, de playa, piel y música que de una reivindicación de la posibilidad de ser sin renunciar a la raza y la sexualidad. El paseo rápidamente se convierte en un manifiesto, escrito en una neolengua que mezcla, imposible y virtuosamente, los términos más espantosos de la academia con el idioma más salvaje del sexo, en la que conviven con total naturalidad Foucault y Nicky Jam con Fanon y Daddy Yankee. Al tiempo que se dinamita el “régimen heteroblancociscolonial” —esa “memoria corporal que existe únicamente para dar sustento al esquema de enriquecimiento de los otros”—, se reivindica la cultura popular, del reguetón más sexualizado (“por qué nos gustaba tanto el perreo y no los hombres que perreaban detrás de une”) al espiritismo caribeño, en busca no de construir un nuevo sujeto, sino de aceptar y resucitar, al fin, “los cuerpos y las cuerpas que fueron lanzados al mar”.
Fallida como novela, pero lograda plenamente como literatura, Chapeo impone con lirismo y violencia su propuesta, que no hay que leer como una trama atrapante o una historia inolvidable, sino como “un carnaval homosexual con olor a salitre, una escenografía cuir neobarroca en la cual Perlonguer y Pedro Lemebel hubiesen sido felices”.
Escrita con rabia, Johan Mijail arremete contra la “mafia eyaculativa” de los hombres y el “flow de su homofobia nacional”, contra las “feministas cisblanco-burguesas” que buscan imponer “una sola forma de ser mujer”, contra un sistema extractivo que ha empobrecido históricamente al Caribe y contra un país tan reaccionario que retiró la nacionalidad a los descendientes de haitianos, en lo que ha sido una de las medidas institucionales más racistas en el mundo de los últimos años.
Por detrás de la rabia están el amor y el regocijo, y Mijail escribe para “la fauna humana que, sin decir, verbalmente, mucho recitaba todo lo que tenía que ver con lo bello”, para aquellos “morenos cuyas presencias sostenían la fuerza de los huracanes en sus músculos”, para los “papis shampoos que de organizarse en algún partido podría llenar de dembow, rap, neoperreo, trap y reguetón desenfrenado a todo el mundo”, para los “tígueres muy jóvenes cuya inteligencia barrial está aportando los sonidos musicales que tú bailas en las fiestas”, para los “expertos en palabras que se vuelven conquistas: uno te habla y terminas en su cama” y para los “dueños de una jerga que evidencia la memoria de una tradición oral que no es otra cosa que no sea supervivencia”.
La novela, por llamarle de alguna forma aprovechando que todo lo puede ser, está construida por medio de cuatro o cinco escenas que se convierten en delirios o en proclamas. Una de las más memorables es la visita del protagonista al Museo del Hombre Dominicano, con el objetivo de preguntarle a su director por “las mujeres negras, las mujeres indígenas y las mujeres sin vagina” y por “los cadáveres de los taínos y las taínas que se exponían sin pudor en el segundo y tercer piso”, junto a tortugas, manatíes y iguanas, entre otros animales. El protagonista, que traslada la figura del flâneur del bulevar decimonónico al barrio caribeño del siglo XXI, a través del montaje de estas escenas obliga al lector a tomar postura a favor o en contra de su discurso, con lo que recuerda que esa veleidad burguesa que es el gusto literario también es un posicionamiento político.
LO MISMO SUCEDE, de manera más sutil pero igualmente decidida, en Panza de burro (Elefanta), de la española Andrea Abreu. La escritora emprende una recreación del español canario de su pueblo de nacimiento, que resulta la herramienta precisa para describir la nostalgia del mundo perdido y la potencia del descubrimiento del erotismo. El uso creativo y desinhibido de esta variante del español le ha valido innumerables reproches a Abreu, ya sea por apartarse de las formas más prestigiosas de la lengua como por no reproducir fielmente la variante en que se basa, como si la literatura fuera un tratado de normativa o de dialectología, y no la reinvención de un lenguaje, como ocurre en Panza de burro.
El talento narrativo de Abreu encuentra su mayor fuerza en una extraña paradoja estilística: al tiempo que el lenguaje cobra absoluto protagonismo y se explaya en su arrojada reivindicación local, cercana al exabrupto, también resulta contenido y evocativo al sugerir la atracción sexual que se va creando entre las protagonistas, Isora y la narradora, niñas que empiezan a ser adolescentes. De hecho, el espacio que realmente comparten ambas jóvenes es la lengua que construyen juntas, con códigos únicos y clichés adoptados, con marcas locales y generacionales, pues el amor es también un idioma secreto que sólo conoce la pareja y que, al igual que la lengua de los grandes imperios, muere cuando ésta se rompe. Panza de burro puede leerse, así, como el archivo que quedó de esa relación:
Pero Isora me acompañaba a casa. Ella siempre me acompañaba. Y yo la acompañaba a ella. Así, como los pac de yogures de la venta, como ella dijo alguna vez. Como ella dijo hablando de nosotras pensando que yo no la había escuchado, pero sí lo hice. Como los pac de yogures que van siempre unidos.
Abreu emprende una recreación del español canario de su pueblo, que resulta la herramienta precisa para describir la nostalgia del mundo perdido y la potencia del descubrimiento del erotismo. El uso desinhibido de esta variante le ha valido reproches
Inesperadamente, con sus decenas de miles de ejemplares vendidos, la novela de Abreu se convirtió en un éxito comercial, lo que desmiente de manera definitiva la superstición de que los lectores huyen de las novelas complejas escritas en una lengua marginal. Queda claro que la desconfianza por las apuestas radicales por parte de los ejecutivos de las editoriales trasnacionales respondía y responde más a un prejuicio y a un desprecio al lector que a un conocimiento del mercado, como ellos gustan llamar a la literatura. Encima, Abreu también demostró que la literatura más moderna no se encontraba en la imitación del escritor estadunidense de moda, como lo creyeron decenas de sus compatriotas, sino en la certeza de que la literatura es, simultáneamente y en todos sentidos, palabra e historia.
Al igual que Mijail, Abreu también encuentra zonas de conflicto que el lector va descubriendo a medida que la protagonista se cuestiona ciertas prácticas. Hija de un obrero de la construcción y de una recamarera, la niña de Panza de burro a veces acompaña a su mamá a limpiar las casas rurales destinadas a los turistas, casi siempre europeos blancos. En una de esas visitas, la niña entabla amistad con una niña madrileña y salen a pasear. En un momento dado, la niña pronuncia la palabra “guagua” y la madrileña la corrige, “bus”, a lo que la protagonista responde tajantemente: “no, la guagua es la guagua y el bus es el bus”. Con la afirmación de ese término caribeño frente a la corrección peninsular, se envuelve en un manto de protección todo un mundo que, como sucede en toda novela de formación, cuando apenas se está construyendo ya empieza a resquebrajarse.
LA ORALIDAD TAMBIÉN es el recurso básico del que abreva el colombiano Juan Cárdenas en su Elástico de sombra (Sexto Piso), pero el mecanismo es diferente. En su caso, si bien el lenguaje de ningún modo se espanta ante el regionalismo, la oralidad está presente ante todo en la incorporación de leyendas locales que, con una discreción y astucia con la que sólo cuentan los estafadores y los sabios, van apropiándose de la novela hasta que dejan de ser una larga inserción para acabar adueñándose de ella. De esta forma, las leyendas, en las que resuena el mejor Tomás Carrasquilla, convierten la realidad en otro cuento popular o, más bien, demuestran que la realidad no es sino el más extendido de ellos.
Cárdenas logra esta ambigüedad, en caso de que lo sea, a través del rescate de una olvidada tradición de la Colombia negra del Valle del Cauca: la de la esgrima de machete. A medio camino entre el arte marcial, la esgrima y la danza, esta expresión profundamente negra hoy agoniza, a pesar de que los batallones de negros macheteros combatieron con esta arma en lances decisivos de la historia colombiana.
La novela narra el periplo de un grupo de macheteros en busca del elástico de sombra, una técnica secreta que permite luchar en la oscuridad. Los viejos macheteros visitan a maestros olvidados para recuperar el saber perdido, pero de éste parecen no quedar rastros. Al fin, averiguan que el único que recuerda en qué consisten esos pasos legendarios es un duende, al que el mismo diablo le mostró esa modalidad de combate. El diablo, sin embargo, fue claro en sus condiciones: “Prohibido enseñarle a cualquier hombre”. Pero ni siquiera el diablo ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos, y la falta del lenguaje inclusivo en su sentencia abrió la puerta a que el duende le enseñara el elástico de sombra a las macheteras negras. Éstas, así, se convierten en las últimas dueñas de la tradición, que en realidad es un puente
... con la memoria perdida de los ancestros, o para decirlo mejor, con un saber, con un sabor, un conocimiento mudo que ha sobrevivido a las sucesivas y violentas borraduras de memoria a las que fueron sometidos los negros traídos por la fuerza a vivir en estas tierras.
Elástico de sombra, que por momentos coquetea con el cuento infantil y la leyenda popular, se configura como un optimista y alegre acto de resistencia y propone un nuevo lenguaje, original y originario, para enfrentarse al discurso hegemónico tanto de la política como de la literatura. Los macheteros se mueven en dos mundos distantes y ajenos en apariencia, pero en realidad enfrentados con saña: el del mito y la realidad social. Mientras recorren caminos y pueblos en busca de las macheteras, los protagonistas se cruzan con la cotidiana realidad colombiana de matanzas, desapariciones, represión. De hecho, en una escena tristemente profética, hay un bloqueo de la carretera panamericana que es reprimido con una violencia asesina, a la que el pueblo logra sobrevivir gracias, de nuevo, a tácticas de defensa heredadas desde un borroso pasado.
En ningún país de América Latina se ha asesinado tanto y durante tanto tiempo en nombre de la legalidad y el progreso como en Colombia y, contra esos valores convertidos en excusas para sofocar cualquier intento de cuestionamiento, los macheteros rescatan un conocimiento sepultado por los guardianes de la civilización blanca. Tal y como sucede con Chapeo, hay rencor contra el odio del opresor, pero también acaba primando el deleite, en el caso de Cárdenas, por la historia y el saber popular, no como pieza de museo sino como palabra viva, cargada de pasado y, por tanto, de futuro.
La oralidades el recurso básico del que abreva el colombiano Juan Cárdenas en su Elástico de sombra (Sexto Piso)…
Si bien el lenguaje no se espanta ante el regionalismo, la oralidad está presente ante todo en la incorporación de leyendas
POR RADICALES de uno u otro modo, las tres novelas aquí analizadas acaban sorteando el mayor riesgo que corrían: caer en el costumbrismo turístico o en el folclor biempensante. Sus respectivas geografías, lenguajes, tramas, estructuras y personajes no pueden ser más diferentes, lo que hace que tengan en común el insólito y literario hecho de ser únicas. Es claro que no proponen un regreso a una literatura pasada, en la que la nostalgia desactivaría cualquier arrojo que alguna vez hubiera resultado heterodoxo, sino que, con las armas de la tradición, interpretan y desafían el presente. Comparten, además, otra certeza: que cualquier discurso de disenso surgirá desde lo local y lo comunitario, así como desde la propia lengua, con la conciencia de la diferencia como condición imprescindible para la igualdad.