CUENTOS CHINOS
El 13 de marzo de 2020, el gobierno de Estados Unidos declaró el estado de emergencia nacional debido a la epidemia de Covid-19. Comenzó, reacia y lentamente, a cerrar el país sin un plan central, dejando a los gobiernos locales la responsabilidad de las decisiones. El texto, firmado por el presidente Donald Trump, señala que el secretario de salud y servicios humanos declaró que el estado de emergencia de salud pública había comenzado el 31 de enero anterior. Enseguida anuncia que la emergencia por la epidemia inició el primero de marzo. De tal forma que esperaron 42 días para emitir una declaración oficial.
Trump ha insistido en que su prohibición de viajeros provenientes de China —el 2 de febrero— impidió que se propagara la epidemia, pero esta restricción fue por demás tardía, limitada y porosa. Más de 27 mil estadunidenses y más de 8 mil ciudadanos chinos entraron de aquel país a Estados Unidos en esos días. Pocos tuvieron seguimiento o monitoreo alguno. Igual de inútiles fueron los tibios e inconsistentes límites a viajeros de otros países como Irán y el Espacio Shengen europeo.
Al 6 de agosto, con más de 4.86 millones de infecciones en Estados Unidos* y la devastación causada en gran medida por su incompetencia, necedad y narcisismo, Trump comenzó a culpar a otros. Primero a China, diciendo que el virus chino atacó Estados Unidos debido a que ese país había mentido y ocultado información. Esto es relativamente cierto y tiene que ver, por lo menos en parte, con que en ese momento el presidente Xi Jinping estaba muy ocupado en suprimir las libertades en Hong Kong para atender una crisis de salud pública en Wuhan. Una vez que China reconoció la magnitud del problema, entregó la secuencia genética del virus al mundo el 11 de enero (ahora sabemos que esta información pudo haberse hecho pública desde el 2 de enero, con lo que se perdieron días determinantes).
Asimismo, China implantó medidas draconianas de confinamiento y control poblacional, construyó hospitales en tiempo récord, enlistó a decenas de miles de voluntarios para tareas de rastreo y monitoreo masivo, además de que comenzó a exportar equipo de protección personal a varios países del mundo. La desinformación china afectó a todo mundo por igual y si bien Corea del Sur y Estados Unidos tuvieron sus primeros casos al mismo tiempo, el primero manejó con seriedad la epidemia y la controló con un mínimo costo humano (han muerto 300 personas en una población de 51 millones, una de cada 170 mil). Mientras, en Estados Unidos han muerto 159 mil 600 (que en una población de 328 millones equivale a una de cada 2,187). Como comparación, para esa fecha en México habían muerto 49 mil 698 de una población de 126 millones, es decir, una de cada 2,778.
Las cifras oficiales de contagios y muertes ofrecen un panorama extraño por momentos incoherente. Podemos suponer que ciertos países mienten y desinforman sobre el impacto del Covid-19, pero debemos considerar que aún en las mejores circunstancias recopilar este tipo de información es complejo y costoso. Si bien es posible que China, India, Myanmar o Rusia subregistren sus casos de Covid-19 por orgullo nacionalista, por temor a crear inestabilidad o por simple incompetencia, también es claro que en un mundo hiperconectado, donde cualquiera tiene acceso a redes sociales, resulta muy difícil ocultar fosas comunes masivas o camiones refrigerados para guardar cadáveres. Es posible saber cuándo los hospitales se ven rebasados o cuándo tienen que rechazar pacientes o mandarlos a morir a sus casas por centenares.
No olvidemos que el virus se dio a conocer en el mundo debido a los propios médicos ansiosos y desesperados en Wuhan, quienes avisaron de lo que estaba sucediendo a sus colegas en otros países, a pesar del riesgo personal que eso implicaba. No faltarán nunca personas de conciencia que denuncien las mentiras de las autoridades.
La versión oficial del gobierno chino, hasta la tercera semana de enero, afirmaba que no había transmisión del virus entre humanos, que todos los casos tenían que ver con el mercado de animales de Wuhan y que no se habían registrado casos nuevos de contagio. Las tres afirmaciones eran mentira. China reconoció la existencia del contagio entre humanos hasta el 20 de enero. Aun en países con regímenes represivos y severa censura, la verdad termina por aparecer.
Hay que mirar las cifras oficiales con cierto escepticismo, aunque son una de las pocas herramientas con que contamos para entender lo que sucede con este virus
EL ESTIGMA DE LA OMS
El siguiente blanco de la ira y frustración de Trump fue la Organización Mundial de la Salud, un objetivo fácil para revitalizar su ideología nacionalista y la paranoia de sus fanáticos, quienes creen que los organismos internacionales son fuerzas intervencionistas. Después de varias amenazas, en medio de la pandemia, el 14 de abril congeló finalmente los fondos de su país destinados a ese organismo, en un obvio esfuerzo por distraer la atención de la catástrofe y de paso encender el odio de sus bases en víspera de la elección de noviembre.
La OMS ha sido acusada de beneficiarse de las crisis, tanto por los donativos que recibe como por sus vínculos con las farmacéuticas y sus relaciones con políticos corruptos. La OMS apareció como heredera de las primeras organizaciones de salud internacional, entre ellas la Office International d’Hygiène Publique (OIHP), creada en 1907 con base en París y trece países miembros; tenía como propósito señalar a los responsables de las epidemias que representaran amenazas para Europa y Estados Unidos.
El objetivo de esta organización, fundada con base en prejuicios racistas y coloniales, no era mejorar la salud del mundo sino proteger a ciertas naciones privilegiadas de las grandes epidemias. Así, denunciaban a los chinos por propagar la peste bubónica, a los peregrinos árabes por ser vectores de la bacteria del cólera y a otros pueblos por amenazar la salud del occidente blanco y cristiano.
Es paradójico que una de las epidemias más devastadoras de todos los tiempos sea la mal llamada influenza española (1918-1920) que debería llamarse influenza de Kansas, debido a que ahí apareció.
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, y con la formación de la Organización de la Naciones Unidas, la OMS fue creada en 1948. A diferencia de su antecesora, ésta fue fundada con la noción de que la salud es un derecho humano universal. No obstante, nunca se le dio el poder para obligar a nadie a revelar información, imponer acciones ni castigar a los infractores. Por tanto, sólo podía recomendar, usar la diplomacia y la adulación para tratar de convencer. Entre sus ambiguas funciones está recopilar información epidemiológica, estandarizar el vocabulario médico y tratar de encauzar la ayuda filantrópica a las naciones más necesitadas; no obstante, su personal y presupuesto son limitados.
En febrero, la OMS envió un grupo de inspección a China. En su reporte señaló las medidas que ese país hizo bien y que debieron ser copiadas inmediatamente por el resto del mundo, pero omitió mencionar la desinformación, los castigos a médicos disidentes y los errores cometidos. Si irritaban a las autoridades de Beijing perderían su cooperación. Esa omisión fue uno de los motivos que hicieron perder la confianza a muchos y a otros a creer que la OMS era parte de una conspiración.
TECNOLOGÍA O COLABORACIÓN
Existen dos maneras de enfrentar una epidemia. La primera es el modelo técnico que busca soluciones en la ciencia y la tecnología, como pueden ser las vacunas, modificaciones genéticas de parásitos o incluso del cuerpo humano, dispositivos médicos de tratamiento y protección mecánicos, electrónicos o digitales, programas (apps) de rastreo personal (algunos son voraces agujeros negros de información personal) y redes de vigilancia. Este método ha obtenido tanto éxitos espectaculares como fracasos graves, al tiempo que ha creado una economía de la salud hiperinflada. La segunda opción es el modelo comunal, para el cual la salud es un proyecto colectivo y continuo de compromisos sociales, de educación, de participación en el trabajo de sanidad, de eliminación de la pobreza y la desigualdad, de mejoras en la vivienda, la alimentación y las condiciones laborales.
El problema en algunas sociedades, especialmente la estadunidense, es que la noción de solidaridad les parece motivo de sospecha (con ominosas resonancias a socialismo) y el miedo a perder su ilusión de libertad los lleva a rechazar por principio cualquier sacrificio por el bien común. El sistema de salud estadunidense está basado en un agresivo modelo con fines de lucro incompatibles con la visión de que la salud de todos depende de la salud de los desposeídos, pues quienes no pueden tener acceso a servicios y medicinas serán siempre focos de contagio.
Para confrontar una pandemia se requieren los dos métodos. Las naciones ricas tienden a inclinarse por el primer modelo, con grandes inversiones en farmacéuticas, investigación en laboratorios financiados por el Estado hacia soluciones con rendimientos económicos. Este modelo supuestamente sólo exige sacrificios de orden económico: quien tenga el dinero o el seguro de salud tendrá acceso a la cura.
La pandemia es en cierta forma un enorme experimento de salud pública que muestra en tiempo real la eficiencia de políticas y estrategias que se aplican alrededor del mundo
EL EXPERIMENTO PLANETARIO VIRAL
Como se ha mencionado, hay que mirar las cifras oficiales con cierto escepticismo, aunque son una de las pocas herramientas con que contamos para entender lo que sucede con este nuevo virus. Muchos países aplican muy pocas pruebas y otros no tienen sistemas de evaluación útiles. Podemos decir que hay tal incertidumbre respecto del coronavirus que es prácticamente imposible explicar por qué algunos países han sido muy afectados, mientras sus vecinos se mantienen relativamente bien, como es el caso de República Dominicana (1,246 muertos por 10.85 millones de población) y Haití (171 muertos por 11.4 millones), o Irán (17 mil 976 muertos por 84 millones) e Irak (5,161 muertos por 40.22 millones).
Los modelos médicos impuestos y exportados por los países occidentales a sus excolonias y a los países pobres en general son costosos y poco flexibles. Si algo ha hecho esta pandemia, al menos por ahora, es invertir la balanza de la relación riqueza con eficiencia: Senegal (223 muertos por 15.85 millones) lo ha hecho mejor que Francia (30 mil 308 muertos por 70 millones); Congo (215 muertos por 84 millones) mejor que Bélgica (9 mil 859 muertos por 11.42 millones) y Kenia (399 muertos por 51.39 millones) mejor que Reino Unido (46 mil 498 muertos por 55.98 millones). Mientras las potencias tecnológicas apilan cadáveres e invierten miles de millones en proyectos para vacunas, países como Vietnam (8 muertos por 97 millones) y Taiwán (7 muertos por 23.8 millones) deben sus buenos resultados a campañas sociales intensas y laboriosas.
La pandemia es en cierta forma un enorme experimento de salud pública que muestra en tiempo real la eficiencia de las políticas y estrategias que se aplican alrededor del mundo. Podemos pensar que las diferencias tienen que ver con la fase en que se encuentra la epidemia (lo cual es difícil de evaluar) y con las medidas oficiales aplicadas, pero esto no da respuestas claras. Países con medidas draconianas como Filipinas han sufrido y otros con actitudes relajadas han padecido muy poco, como Camboya y Laos (ambos con cero muertes por Covid-19). Las razones pueden estar en las condiciones climáticas (poco probable), demografía (los jóvenes tienden a padecer menos consecuencias de salud y a ser asintomáticos), PIB, cultura (en los países asiáticos la gente se saluda con reverencias, en América Latina y Europa con besos y abrazos), uso de transporte público, particularidades genéticas, densidad de población, turismo, viajes de negocios y por supuesto, civilidad del pueblo.
A diferencia de los países occidentales y América Latina, casi todo el continente africano actuó rápidamente, debido en parte a la experiencia con otras epidemias como ébola, tuberculosis y sida. Uganda, Sierra Leona, Senegal y Ruanda no esperaron a tener muchas infecciones para cerrar fronteras, imponer toques de queda, rastrear casos, tomar temperaturas en lugares públicos y aeropuertos, usar máscaras y recomendar el distanciamiento social. Este tipo de medidas muy económicas, impuestas por países con presupuestos paupérrimos para atender la salud, parecen haber salvado vidas aún sin contar con pruebas, tener un mínimo de respiradores artificiales y equipo de protección. Todo África ha tenido 21.7 mil muertes, de las cuales 4 mil 930 ocurrieron en Egipto y 9 mil 298 en Sudáfrica. Por supuesto que todo puede cambiar, estamos en un punto indeterminado dentro de la pandemia. Pero los contagios aumentan, como lo demuestra Sudáfrica que súbitamente comenzó a detectar un gran número de infecciones.
EL GRAN FRACASO ANGLOESTADUNIDENSE
Esta catástrofe ha puesto en evidencia que el liderazgo euroestadunidense o bien occidental está en colapso. No sólo Estados Unidos, Inglaterra y las potencias europeas se cuentan entre los países más golpeados, sino que la economía mundial que dominan se desmorona y ya podemos anticipar una depresión de peor magnitud que la de 1929. El 30 de julio se anunció la contracción económica más brutal de la historia estadunidense: 32.9 %. Sin embargo, demócratas y republicanos aprobaron un presupuesto multimillonario para la defensa, mientras el comercio se derrumba, al tiempo que millones serán desalojados de sus viviendas y locales por no poder pagar rentas, y no tienen seguro de salud en medio de la pandemia.
Estados Unidos e Inglaterra contaron con meses para tomar en serio la amenaza, pero tanto Donald Trump como Boris Johnson consideraron más importante que salvar vidas el ser congruentes con su aislacionismo, su ideología anticientífica y su rechazo a las organizaciones internacionales. La apuesta de ambos fue que la pandemia sería una gripe pasajera e irrelevante. Katherine Eban describe en su artículo “How Jared Kushner’s Secret Testing Plan ‘Went Poof Into Thin Air’”, publicado en Vanity Fair, cómo el yerno de Trump, Jared Kushner, inexplicablemente comisionado para dirigir la respuesta a la epidemia (sin experiencia ni conocimientos sobre salud pública, epidemiología o virología), juntó a millonarios y banqueros que a su vez contrataron especialistas de la industria farmacéutica para elaborar un programa nacional de pruebas de Covid-19. Sin embargo, cuando el gobierno determinó que el virus afectaba principalmente a los estados con gobiernos demócratas, decidió eliminar su plan y responsabilizar a los gobernadores por las consecuencias. Esto, aparte de ser una iniciativa ilegal, irresponsable y cruel de politización de una emergencia sanitaria, es casi una estrategia de limpieza étnica, ya que el Covid-19 afecta desproporcionadamente a las comunidades minoritarias (negra, latina y pueblos originarios) que acostumbran votar por los demócratas.
Pese a la brutal cantidad de muertos y la destrucción económica, Trump no ha cesado de promover teorías conspiratorias, remedios mágicos, desinformación y propaganda racista, para la inquebrantable fidelidad de sus seguidores. Después de enfermar de Covid-19, Johnson trató de corregir el curso de sus políticas de salud y abandonar la estrategia suicida de la inmunidad de rebaño. Pero sea cual sea el cálculo de estos populistas, el daño ahora es irreversible y su impacto se magnifica por las decisiones tomadas desde los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Tatcher, quienes se encargaron de hacer que el concepto de bienestar social fuera considerado una aberración insultante, al tiempo que dispensaban beneficios corporativos sin medida y recortaban impuestos a los más ricos. Desde entonces, el neoliberalismo, escudado en el mantra de la austeridad, ha consistido en la eliminación de protecciones de salud y laborales, desindustrialización, outsourcing, subempleo, fe absoluta en la mano invisible del mercado, gentrificación de ciudades, recortes a la educación pública, encarecimiento descomunal de los estudios superiores, hiperencarcelamiento de las minorías, militarización de la policía y aumento de la vigilancia.
Estas políticas del egoísmo han sobrevivido a la gigantesca catástrofe que es la Guerra contra el Terror de Bush, que tras veinte años sigue costando sangre y dinero sin más beneficio más que el de las fábricas de armamento y los contratistas militares. Tampoco cambió el curso político tras la devastación del huracán Katrina de 2005, ni después de la crisis financiera durante el gobierno de Barack Obama. Por el contrario, los gobiernos demócratas y republicanos siguieron eliminando leyes y reglamentos que protegían a la población y al medio ambiente de los depredadores financieros y corporativos. Cada uno de estos golpes debilitó a los gobiernos, de manera que no hubo instituciones en capacidad de actuar con responsabilidad contra la pandemia.
A partir del siglo pasado, el idioma inglés se consolidó como la lingua franca de los negocios, la cultura, la ciencia y la tecnología; el poderío estadunidense parecía eterno. Hoy ese país está al borde de ser un Estado fallido, con una hiperinflación que podrá explotar en cualquier momento y un arsenal militar de proporciones demenciales. En algún momento, la realidad de la crisis no podrá seguir siendo disimulada por el poder armamentista, el prestigio y la fiebre de imprimir dinero. El modelo de democracia occidental de mínima intervención gubernamental, máximos beneficios para las empresas y validación del orden imperante mediante elecciones manipulables por gigantescos bombardeos de propaganda y dinero, está en una seria crisis y con él la ilusión de la supremacía angloestadunidense.
El voto que ha llevado al poder a populistas demagógicos con tendencias fascistas irá perdiendo legitimidad, tanto para los demócratas que ven cómo son burlados los principios de legalidad y transparencia elementales, como para los seguidores de los regímenes populistas que no aceptarán verse derrotados en las urnas. La democracia se ve como una reliquia de otro tiempo, incapaz de contender con la urgencia de los graves problemas de hoy, y las alternativas no parecen prometedoras. El ejemplo dominante es China, un paradójico régimen comunista que se adapta al libre mercado más voraz, y genera un Estado de bienestar en el que si bien las condiciones de vida de la población han mejorado notablemente a partir de los años setenta, sigue siendo un gobierno autoritario que pisotea los derechos humanos, las libertades y el medio ambiente.
La realidad es que para Trump no ha sido difícil cambiar las reglas, imponer a su familia por encima de su partido,
negarse a presentar sus declaraciones fiscales
EL VIRUS DE TRUMP
Cuando Trump resultó elegido, era frecuente entre los especialistas ridiculizar a quienes veían con terror que el ascenso al poder de un fanfarrón, estafador y racista representaba una amenaza a la democracia. Dominaba la idea de que Trump no era un ideólogo sino un outsider afortunado que tendría que depender del partido y las instituciones para gobernar debido a su inexperiencia e ignorancia. Su llegada al poder fue para la mayoría de los centristas una anomalía, un enfurecedor voto de protesta en rechazo a la política convencional, pero sobre todo el resultado de una conspiración rusa que influyó por varios mecanismos a votantes en estados clave. Estaban convencidos de que el sistema estadunidense era robusto e indestructible. La realidad es que para Trump no ha sido difícil cambiar las reglas, imponer a su familia por encima de su partido, negarse a presentar sus declaraciones fiscales, ordenar prohibiciones contra los musulmanes (tibiamente disfrazadas), separar familias de inmigrantes (ya antes se había hecho, pero nunca como un mecanismo de disuasión en sí), usar la Casa Blanca para su beneficio personal y como plataforma de campaña. Poco a poco ha desmantelado dependencias gubernamentales al nombrar millonarios incompetentes para su dirección, con un claro programa de sabotaje. En poco tiempo convirtió a los senadores y congresistas republicanos en cómplices serviles y aduladores temerosos. Trump desequilibró al partido y creó un auténtico movimiento.
Por lo pronto, es un autoritario incipiente, incapaz aún de eliminar a la oposición, callar a la prensa o impedir que la gente se manifieste en su contra. Pero eso está cambiando. Trump ha intentado usar el ejército para imponer su voluntad, como cuando ordenó a la policía y guardia nacional que despejaran la calle de manifestantes para que él acudiera a la Iglesia de St. John a tomarse una foto sosteniendo una Biblia. Hoy vemos las imágenes torpes y grotescas de ese día como un absurdo intento de cautivar a evangélicos y fanáticos, pero podemos imaginar que en un futuro lo consideremos el momento en que comenzó el derrumbe de la democracia. Los mandos militares que participaron en ese espectáculo pidieron disculpas y se han negado a volver a colaborar en actos represivos semejantes. Sin embargo, Trump recurrió a las policías locales y a fuerzas federales (Border Patrol, ICE, Homeland Security, entre otras) armadas con equipo militar para confrontar violentamente a los manifestantes en Portland y otras ciudades. Asimismo, Trump cuenta con una base de pandillas y grupos de choque, civiles de extrema derecha que podrían operar como sus propias camisas pardas.
En una entrevista para la cadena Fox News declaró que no sabe si respetará el resultado de las elecciones y está en campaña para desacreditar el voto por correo (llegando al extremo de comisionar al director del correo para encargarse de destruir la credibilidad de la dependencia desde adentro). Es probable que las milicias trumpianas inciten o ejerzan la violencia en caso de ser necesario. Este presidente ha demostrado que un golpe fascista puede suceder tan sólo con ignorar ciertas convenciones, por medio de acciones que no serán castigadas, ya que los mecanismos de vigilancia han sido eviscerados; además, las instituciones se encuentran cerca del punto de ruptura. La democracia, para operar, requiere de partes que operen de buena fe, pero en un medio tan tóxico como el actual esa posibilidad se vuelve remota. La dócil civilidad de los medios masivos de comunicación (más interesados en capitalizar en el espectáculo de un líder estridente que en defender la libertad de expresión) ha permitido la manipulación de la realidad y la destrucción de lo que la extrema derecha considera el orden epistemológico liberal. Los políticos centristas han sido cómplices de Trump al permitir un juego espurio de equivalencias, donde el nacionalismo y el racismo son tratados como opiniones y no como amenazas a los derechos humanos. Trump ha presidido la muerte innecesaria de más de 160 mil estadunidenses y la destrucción de la economía, negando su responsabilidad. La epidemia es la realidad que la ideología no puede negar, pero también es el evento que puede servir para crear un estado de excepción. Los inversionistas buitres pueden contar con Trump para aprovechar el desastre del Covid-19 y saquear la economía, imponer condiciones aún más brutales a los trabajadores, aplastar a los consumidores y exigir otro inmenso descuento fiscal.
Es muy difícil imaginar que después de esta pandemia pueda establecerse un nuevo orden más justo, donde la salud, la vivienda y el trabajo sean derechos protegidos por una red de seguridad social. Especialmente si a estas alturas, con decenas de millones de desempleados, gran parte de los cuales perderán definitivamente sus empleos, los trabajadores no se organizan en alianzas, sindicatos o grupos de militancia para pelear por sus derechos. La primera gran oleada de manifestaciones, desobediencia civil y confrontación de la autoridad ha venido en respuesta a las injusticias raciales. La siguiente deberá ser para detener la depredación económica. Si no es ahora, ¿cuándo? Albert Camus escribió en La peste que la única manera de enfrentar una epidemia es con decencia y no con heroísmo. Resulta difícil esperar honestidad de los regímenes kakistocráticos, cleptocráticos y xenófobos que contemplan la devastación a través de los índices de Wall Street. La única certeza ahora es que la plaga nunca termina y nunca es problema de los demás. La pandemia es siempre un problema de todos.
* Todas las cifras son del 6 de agosto de 2020.