La panza de los filósofos ensayo de una autobiografía alimentaria

Michel Onfray (Argentan, Normandía, 1959) es uno de los filósofos más relevantes del siglo XXI, tanto por la perspectiva temática de su obra escrita, como por ser un reformador de la educación en Francia.
Su opera prima fue Le ventre des philosophes (La panza de los filósofos, publicada en 1989). En este libro explora de manera autobiográfica su descubrimiento del mundo a través de los sentidos (especialmente el del gusto) y su relación con el pensamiento. El Cultural presenta el fragmento inicial del libro. Bon appétit

La panza de los filósofos ensayo de una autobiografía alimentaria
La panza de los filósofos ensayo de una autobiografía alimentariaFoto: Arte digital > A partir de una imagen de Gemini > Belén García > La Razón
Por:

Traducción:  Guillermo de la Mora Irigoyen

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.Gráfico: La Razón de México

Toda cocina nos revela un cuerpo, un estilo y un mundo. De niño, comprendí lo que era la pobreza de mis padres cuando a final de mes no había otra cosa para comer que huevos y papas. También la escasez de la carne en nuestro día a día. En la mesa de una familia campesina sin tierras, el pescado era un lujo. No solamente se ignora cómo cocinarlo, sino que además llena muy poco. El provinciano sólo tenía a su alcance lo silvestre y lo rudimentario. Los alimentos refinados, raros o delicados no figuraban. Por el contrario, las harinas y las féculas eran siempre omnipresentes. En la mesa no faltaba nunca la sidra espesa, amarga y casi imbebible. Olor a vinagre. En la cava había barricas que impregnaban el recinto con un tenaz aroma a roble o castaño. Las gotas que caían de ellas poco a poco durante años en el suelo de tierra aplanada, perfumaban aquellas cavas sombrías y húmedas. En ocasiones, cuando la sidra embotellada era demasiado fuerte, salían disparados los corchos en la penumbra. Olores potentes impregnaban la tierra que conservaba la memoria de aquel líquido. Las manzanas doblaban las ramas de los árboles. En ocasiones, éstas se inclinaban tanto que se rompían y caían en una hierba mullida, verde y tierna. Las encontrábamos cubiertas de rocío. Esas manzanas sin dueño terminaban en los pasteles de manzana, budines o compotas. Sin canela. Las especias eran artificios de las ciudades. Las frutas caídas en las calles formaban alfombras de colores, como si fueran rosetones peatonales. Del gótico al horno. En cuanto a la crema, ésta firmaba todos los platillos: desde el conejo, aves y bacalao, hasta las frutas. 

Cuando los caprichos de algunos adultos me hicieron caer en un internado, se interrumpió mi proximidad con la naturaleza. Ya no podía probar las moras de septiembre, ni morder las manzanas hurtadas de los jardines públicos. Debí abandonar las avellanas y las fresas silvestres, las castañas y las cerezas. Deserté de los senderos hundidos, las acequias y las setas. Olvidé el sabor de la hierba fresca en los labios bajo un sol de verano, los foxinos pescados en el río o las tencas de los estanques, fritos a la plancha. También perdí de vista a los niños de mi edad que comían lombrices de tierra a cambio de un cigarro o moscas muertas por un puñado de dulces baratos. 

El orfanato me hizo comprender de diversas maneras que no existía tal cosa como una “alimentación neutra”. Extrañaba penosamente el sabor de la libertad. El comedor comunitario reemplazó a la cocina de casa y los

humos caseros fueron suplantados por los efluvios grasos y densos de la colectividad. Conocí las gelatinas flácidas e insípidas, el agua saturada de cloro y el pan calcinado por los aprendices voluntarios de panadero. Las salsas de la comida se adherían desesperadamente a nuestros platos y jugábamos a voltearlos y ver cómo desafiaban la gravedad. Tuve que tragar sopas de tomate y vermicelli que parecían platillos de sangre fresca. Tuve que comer pedazos de hígado mal cocido y sanguinolento. Pasaron por mi garganta miles de purés de chícharo frío y trozos de corazón chicloso. A las cuatro de la tarde, los pedazos de pan seco se disputaban al pie de un enorme recipiente de plástico de colores sospechosos. Una barra de chocolate era nuestro único lujo, a pesar de ser de las más corrientes. La gran ventaja de estar en un colegio religioso era la misa. Como era niño del coro, podía degustar a las siete y media de la mañana (entre el sabor a pasta de dientes y el café con leche de la mañana) unos sorbos de vino blanco y algunos puños de hostias que esperábamos no estuvieran consagradas para evitar la condenación eterna. En ocasiones, llenaba mi gorra de hostias y las sumergía en mi café con leche. Ver aquellos círculos de pan ácimo desintegrarse en aquel líquido tibio y asentarse en el fondo del recipiente, estimulaba mi imaginación: hundimiento e inmersión del mundo, un Cristo ahogado por haber tomado la forma de un pan suculento. 

Por suerte, en las salidas del domingo al mediodía (de dos en dos) nos era posible pasear para recolectar bayas y frutos silvestres que conservaban el sabor de la libertad.

Imagen ilustrativa de pan, queso y vino
Imagen ilustrativa de pan, queso y vinoFoto: StockFood

LUEGO MI MORADA se hizo menos austera. Dejé el orfelinato impregnado de olores propios de una manada de niños y curas solteros, para ir a la preparatoria de la ciudad vecina. En aquel lugar probé leches de sabores extravagantes, motivo de regocijo del dueño del café local. También descubrí allí las baguettes con jamón y mantequilla, bocado de las prisas por excelencia. Probé mis primeras crepas ahorrando de mi presupuesto de libros. Obsequiaba a mis primeras conquistas chocolates y pasteles en el único salón de té de la ciudad. En ese entonces tenía que elegir entre los manjares reposteros y los espirituales: una cuenta del salón de té me dejaba en bancarrota durante el resto de la quincena. Para añadir a la situación un poco de picardía, encontraba divertido leer Hambre de Knut Hamsun mientras esperaba a alguna joven al pie de aquellas vitrinas azucaradas. 

El adolescente se preocupa más de la cantidad que de la calidad. Devoré una infinidad de pudines demasiado azucarados con frutas confitadas, acompañados de una espesa capa de jarabes densos que apagaban los sabores múltiples para convertirse en uno solo. A esta experiencia agregaba crepas bretonas y chocolate barato. El volumen era una prioridad ante cualquier otra consideración gastronómica. 

Las primeras escapadas nocturnas del dormitorio nos invitaban a deambular por las calles de aquella pequeña ciudad en búsqueda de un café abierto. A las diez de la noche, en pleno invierno, tosíamos al probar nuestros primeros alcoholes fuertes. El cointreau fue mi primer favorito. El bar, propiedad de la madre de uno de mis compañeros de copas, fue en gran parte responsable, pues aquel tugurio permanecía abierto en nuestras horas de libertad nocturna. 

EN LA UNIVERSIDAD LLEGÓ LA ÉPOCA de las borracheras gratuitas. Recuerdo una bacanal de cognac con un estudiante de filosofía que compartía conmigo el mismo lúgubre hastío durante las dos horas semanales de epistemología. Abandonados en el campus estudiantil durante las vacaciones de navidad y habiendo roto con nuestras respectivas familias, nos zampamos entre los dos la botella robada de un supermercado de la ciudad. Lo asumíamos como un gesto político, por supuesto, pues “sacudíamos así los fundamentos de la sociedad de consumo…”. Después de llenar nuestras copas con cinco o seis terrones de azúcar, los recubrimos con aquel infame alcohol agarroso. Terminada la operación, volvíamos a repetirla. Caímos rápidamente en una inconsciencia que duró largas horas (rozando el coma etílico). Los alimentos de los comedores universitarios no mejoraban esta situación lamentable: sardinas, cassoulet y plátanos. 

Mis primeros éxitos en la universidad fueron pretexto para fiestas menos básicas, más refinadas. Le tomé gusto al vino de Borgoña que aprecio por su aroma a tierra y cuero, así como a los vinos de Alsacia con su buqué refrescante y sabor de frutos amarillos. El juego de las temperaturas, las añadas y los maridajes me seducían. Algunas botellas especiales y poco comunes que guardaba para ciertos logros personales particularmente merecidos forman parte de mis recuerdos más preciados. Mi tesis con felicitación del jurado tomó verdadero valor cuando fue el pretexto para un vino aloxe-corton 1 de buena añada y una comida preparada con particular destreza. 

Con el tiempo me convertí en un sedentario. El nomadismo escolar fue breve. Las exiguas habitaciones de estudiante se convirtieron en alcobas repletas de libros y de discos. Los cassoulets y el chucrut que consumía directamente del empaque fueron reemplazados por platillos preparados a mi gusto, mejorados con mi inventiva. En diez años de vida tranquila, cuento diez años de cocinar a diario. 

Gracias a un amigo librero, conocí la conexión entre los libros y la comida. Él era un antiguo cocinero, a la vez un esteta y un hombre con gran sazón, que ocultaba su pasado con exquisito pudor. Antes de optar por vivir de los libros, había sido cocinero en París. A él le debo gratos recuerdos de pasteles de chocolate y vinos extraordinarios, al mismo tiempo que gestos de amistad infinita: cuando era un preparatoriano sin dinero, me regaló bellas ediciones de Rivarol y de Maurras. También me enseñó varios trucos para mejorar las salsas o llevar a cabo alguna maniobra delicada en el horno. 

Algunos viajes al extranjero fueron para mí la oportunidad de degustar geografías, consumir tierras y cielos distintos, apreciar los aromas y sabores de diversos lugares y costumbres

En poco tiempo yo me convertí en profesor de filosofía y él murió prematuramente a causa de una enfermedad. Permanece en mi recuerdo como una mezcla de sabiduría un tanto tosca y una gran sutileza para degustar. Sus buenos vinos siempre eran servidos cerca de buenos libros, bellos grabados (Durero o Rembrandt) y sobre todo de una gran conversación. Él era el perfecto anfitrión de Grimod de La Reynière.2

Su ausencia aún me resulta dolorosa. Todavía cuando cocino recuerdo su sonrisa y sus consejos, sus salsas y chocolates. Extraño sus trucos. Cuando las violetas florecen, no pierdo la ocasión de visitar su tumba. 

Algunos viajes al extranjero fueron para mí la oportunidad de degustar geografías, consumir tierras y cielos distintos, apreciar los aromas y sabores de diversos lugares y costumbres. En las montañas del Cáucaso, en la Georgia soviética, presencié sacrificios de animales dignos de Homero, carniceros griegos me revelaron una extraña cocina que incluía palomas, corderos, gallos y gallinas nadando en una gran cacerola. La carne se comparte con los paseantes y al mismo tiempo acompaña los deseos piadosos que no pueden ser concedidos antes de terminar la convivencia. Las verduras se sumergen en las marmitas donde hierven las vísceras, y los niños juegan en la cercanía con la frente marcada por una cruz de sangre. En Azerbaiyán, bajo un pequeño mercado local lleno de manzanas verdes y peras duras como piedras, probé extraños collares fabricados con avellanas o nueces unidos por un delgado cordón y sumergidos varias veces en una mezcla espesa de azúcar y jugo de uva. El resultado consiste en una cristalización de las nueces en una suntuosa capa de resina. Al pie del lago Sevan, en Armenia, probé el l’ichkan, una suerte de trucha que solamente se encuentra en las aguas de esa montaña. Para enmascarar su sabor particular, los cocineros locales lo fríen, de manera que ese sabor se pierde en el aceite caliente. Su misterio no sobrevive a tal trato, haría falta un vapor delicado para trasmitir su sutil gusto. En Leningrado, una ciudad austera con cielos grises cargados, el caviar no tiene comparación. Aquel gris perla que tiende al ámbar se funde en la boca como mil mares mezclados. En Copenhague, donde me dispuse a ir tras los pasos de Kierkegaard, los colores del Báltico se funden en los pescados ahumados o marinados que desprenden sus sabores bajo una agria capa de condimentos. En Barcelona, cuando probé la horchata de chufa, tuve la sensación de ingerir campos enteros de cereales trastocados por las heladas. En Roma visité las sorprendentes heladerías de la plaza Navona: Tre Scalini, Fiocco di Neve, así como los del barrio de Panteón o de la Via degli Uffici del Vicario. Bajo un tórrido sol de verano que conoció a Lucrecio y Marco Aurelio, se puede degustar un helado de violetas, champiñón, zanahoria, pétalos de rosa y una miríada más de sabores. En Ginebra, donde rastreaba a Voltaire y a Rousseau, bebí vinos de Vaud y fendant du Valais. En Venecia probé las frutas que se ofrecen en el mercado situado a la orilla del gran canal: parecían sorbos de agua y cielo con los cuales se fabrica la única ciudad que es enteramente una obra de arte. En todas las regiones de Francia encontré sus distintas variedades gastronómicas al igual que el alma de sus lugares y paisajes. No atravesé el Perigord sin probar el confite, las papas a la sarladaise o los pasteles de nuez. La Bretaña, sin probar las ostras en el muelle de Cancale; Los Vosgos sin probar la mezcla de quesos maduros caseros que acompañan las papas hervidas, ni la Provenza sin comer el ratatouille junto al pescado a la parrilla o los Pirineos sin deleitarme con un ragú de jabalí preparado por la esposa del cazador…

Ver un país no es suficiente, también es necesario escucharlo y degustarlo, dejarlo penetrar por todos los poros de la piel. El cuerpo es la única vía de acceso al conocimiento. Grimod de La Reyniere ya decía que la geografía sin gastronomía son tierras y piedras sin importancia.

Los reveses de la existencia desaparecen cuando uno se encuentra en una mesa rodeada de amigos. Estoy convencido del hecho de que la forma de cocinar nos muestra un estilo de vida: nunca falta el amigo que anda en la luna y al que se le queman las aves, el original que aclimata todos los continentes en su horno, desde platos chinos hasta sashimi japonés, o el parisino reconvertido en granjero que se especializa en salsas para acompañar la carne (del carnero hasta el buey con zanahorias). También está el amigo que es derrotado por las recetas que acompañan a los productos enlatados y aprende que cualquier receta simple está condenada al fracaso. O el que construye sus platillos al modo de un jardín zen o de la arquitectura soviética. Unos prefieren el vino de paja, otros el crudo peripatético de un grand bourgogne. Uno acompaña todo con sidra de manzana o de pera, otro (más bien simpatizante comunista) acompaña su foie gras húngaro con vinos intomables de diferentes países de la comunidad soviética. Algunos incluso (que por razones obvias no mencionaré) preparan estofados en el microondas y pescados liofilizados por fuegos de estufa demasiado altos.

Imagen ilustrativa de comida
Imagen ilustrativa de comidaFoto: Gemini

Para darle un susto a todos estos amigos, tuve la impertinencia y la mala idea de sufrir un infarto a finales de 1987. Este evento tuvo una gran importancia, pues le debo a esta locura de mis vasos sanguíneos las páginas que siguen. Todos estaban sorprendidos: las estadísticas no lo preveían, un infarto a los veintiocho años parecía algo descabellado. 

Entre dos electrocardiogramas, una inyección de Calciparine y una toma de sangre, el destino se manifestó bajo la forma de una dietista de tendencias anoréxicas. Austera y demasiado delgada para ser comprensiva (lo que mostraba, sin embargo; una conciencia profesional) me dio un curso bastante aburrido sobre las buenas costumbres alimenticias que parecían destinadas a un anacoreta del desierto. Un día antes del accidente cardiaco, una comida entre seis o siete amigos me otorgó el pretexto para preparar una espalda de cordero con hongos ostra y apio. Al parecer, tendría que abandonar las suculencias de esta categoría y volverme adepto a una dieta baja en calorías, baja en azúcares y baja en colesterol. Parecía una invitación a cambiar mis libros de cocina por un diccionario de medicina o un Vidal.3 Pálida y enclenque, la funcionaria de las calorías impartió una ponencia sobre los méritos de las cremas light, la leche descremada y la cocción en agua. ¡Me lo decía a mí, un hijo de las salsas condimentadas y amante de las harinas! Trataba de convencerme de que tenía que convertirme a la poco glamurosa secta de la lechuga y las verduras hervidas… En un sobresalto de heroísmo, le hice saber que prefería una muerte a la mantequilla que salvar una vida a la margarina. Sin facultades dialécticas, ni humor metafórico, aquella mujer me respondió que la margarina y la mantequilla eran lo mismo. La retórica no era lo suyo, ella sobresalía más en el oligoelemento que en la metáfora, así que le respondí postrado en mi cama que si acaso era lo mismo, prefería la mantequilla. El asunto no terminó bien, pues me vaticinó sucumbir a la obesidad (yo, que acabada de perder siete kilos), al colesterol alto y a una muerte prematura. Se guardó las falsas recetas para sus falsos platillos y me dejó marinando en el sector de recuperación.

Para prepararle a aquella dietista una venganza, me vino a la mente que una colección de recetas de una gaya ciencia alimenticia no estaría de más. A aquel gendarme le hacía buena falta una lección de hedonismo

Después de la magra dietética de los hospitales y centros de readaptación, regresé a la vida normal, es decir, a la cocina normal. Para prepararle a aquella dietista una venganza a mi estilo, me vino a la mente que una colección de recetas de una gaya ciencia alimenticia no estaría de más. A aquel gendarme alimentario le hacía buena falta una lección de hedonismo. Y es por ello que estas páginas existen, aunque no se las dedico…

NOTAS DEL TRADUCTOR

1. Vino proveniente de la región francesa de Côte-d’Or, una región borgoñesa que posee un gran prestigio a nivel internacional.

2. Grimod de La Reynière (1758-1837), escritor, periodista y gastrónomo francés. Escribió obras como Reflexiones filosóficas sobre el placer o Calendario gastronómico donde expone sus ideas alrededor del hombre, los alimentos y la sociedad.

3. Suerte de biblia sobre padecimientos y remedios, renovada cada año por la comunidad médica. Antes de la revolución tecnológica, era relativamente común ver este tipo de literatura en las casas francesas.