Fernando del Paso (1935-2018) fue un lector precoz de la colección El Séptimo Círculo, que dirigieron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, y de otras series dedicadas al género detectivesco. Le entusiasmó, además, Dashiell Hammett, que no formó parte de ese catálogo argentino; también, Patricia Highsmith y Rex Stout. Quiso explorar con ese género en la escritura, mas Álvaro Mutis (al que conoció en los años sesenta en las islas de la publicidad) lo persuadió de no hacerlo. “Se requiere una vocación especial”, le dijo.
Décadas más tarde, y tres largas novelas después, Del Paso se creyó listo para la empresa y viajó a San Francisco, también escenario de El halcón maltés (1930). De hecho, en el libro delpasiano se visita el John’s Grill, de Ellis Street, “donde almorzaba todos los días Dashiell Hammett mientras escribía” esa novela, sitio en el que se preparan buenos martinis secos y manhattans.
En la hechura de Linda 67. Historia de un crimen (1996) confesaba Del Paso estos y otros antecedentes y reconocía haber seguido por lo menos una de las “Veinte reglas para escribir novela policiaca” del crítico de arte S. S. Van Dine, aunque no aclaraba cuál. Podrían ser varias. La número siete, por ejemplo: “Debe haber un solo culpable, no importa el número de asesinatos que se hayan cometido”. En Linda 67 hay un solo crimen, y un único culpable. O la 12: “Siempre debe haber un cadáver”. Lo hay en su novela. O las reglas 13 y 14: “Toda novela policiaca debe tener un detective y un detective no lo es a menos que descubra cosas” y “El culpable debe ser descubierto a través de deducciones lógicas”. Esto describe parcialmente la segunda parte. Y, por último, la regla 19: “Los motivos que induzcan al delito en las historias detectivescas deben ser de tipo personal”. Lo son acá, pues el sujeto a desaparecer es la esposa.
Me detuve con morbo en la Torre Coit, que aparece en Vértigo: Coit suena a coito, cierto... para Hitchcock representaba la erección rotunda de Scottie, quien quiere llevar a la cama a una mujer muerta… Es un símbolo fálico, dijo
UN ASOMO A LOS ABISMOS
En este último punto, y no sólo en el hecho de que ambas historias estén situadas en San Francisco, puede encontrarse relación entre Linda 67 y la cinta Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock, a su vez basada en la novela De entre los muertos (D’entre les morts, 1954, luego retitulada Sueurs froides, según el nombre francés de la cinta), de Pierre Boileau y Thomas Narcejac. Ésta se sitúa entre París y Marsella; Hitchcock no sólo la transporta a San Francisco, cargándola de referencias locales en torno al pasado de la ciudad (las misiones franciscanas o el bosque de las secuoyas como ejes de la historia), sino que además la reformula, convirtiendo una mediocre novela policiaca en una pieza maestra.
En la base, en el hueso de novela y cinta, está el hecho básico de un hombre que decide deshacerse de su esposa, hija de industriales, a la que debe su bonanza económica. El personaje, para salir bien librado del asunto (ante la ley), urde una ficción algo grotesca (contrata a la rústica empleada de una tienda departamental, que hará el papel de la esposa entregada al delirio de la influencia de una dama de otros tiempos que se quitó la vida); en la ficción entrampa a un amigo, para que funja como testigo directo de todo. En pocas palabras, se trata de hacer pasar como suicidio un asesinato. Sabe que el amigo (Roger Flavières en la novela y Scottie Ferguson en el filme) tiene problemas con las alturas, le provocan vértigo, por lo que planea el momento definitivo, la sustitución de la Madeleine recreada por la Madeleine real, quien será arrojada al vacío, desde la cima de un campanario... Pero en la novela el testigo huye y no acepta testificar, y el marido, Paul Gévigne (llamado Gavin Elster en la película), es sospechoso de asesinato y muere en un incidente confuso con la policía. Para Boileau y Narcejac el contexto, la Segunda Guerra Mundial, altera las vidas de los personajes, pero desata, o vuelve frágiles, los hilos de la historia que narran.
Es curioso saber esto que le causaba cierta contrariedad a Hitchcock, quien se entera, por François Truffaut, que la dupla escribió la novela especialmente para que el cineasta británico la llevara al cine. Se dijeron: “Vamos a hacer algo que le guste al maestro”. Éste había celebrado el proyecto de Las diabólicas (Les diaboliques, 1955), cinta dirigida por H. G. Clouzot, a partir de una novela de ellos, y urdieron una historia con una fórmula similar, en la que un hecho parecía de un modo y se revelaba, en el desenlace, como distinto, para sorpresa del espectador. Hitchcock cayó en la trampa y com-pró los derechos de la adaptación; pero modificó las reglas del juego, exploró la vía romántica de un Orfeo que va en busca de la mujer muerta, avisó anticipadamente a los espectadores de la farsa escondida (la sorpresa en la que Boileau y Narcejac basaban el éxito de su relato) y llegó a una conclusión cinematográficamente perturbadora, un asomo a los abismos.
Semejanzas y diferencias con Linda 67: en cuanto a lo primero, la presencia de la ciudad de San Francisco (recorrida en ambos casos exhaustivamente), y el que se trate de feminicidios en los que el culpable será el esposo; y de lo segundo, lo distinto, en la novela francesa y la cinta de Hollywood se narra desde el punto de vista del detective, quien es contratado para seguir a una mujer sin saber que es alguien que representa un papel para él (no la esposa auténtica sino una sustituta), y en Linda 67 el protagonista es el marido, David Sorensen. El crimen se narra directamente, a detalle, sin que haya posibilidad de confusiones o sorpresas.
EL LIBRO DE AUILER Y UN SOBRE AMARILLO
En la revisión bibliográfica y cinematográfica me topo, en estos días, al hurgar en mi biblioteca, con dos objetos que me recuerdan un viaje que hice a San Francisco tal vez a finales de los noventa del siglo XX (o quizá incluso en el año 2000), como cronista deportivo, actividad de la que me distraje por el recuerdo de Vértigo.
En una librería de la ciudad adquirí el tomo Vertigo: The Making of a Hitchcock Classic (St. Martin’s Press, Nueva York, 1998), de Dan Auiler, con prólogo de Martin Scorsese, que me sirvió como guía; y llevaba una cámara fotográfica, no sé si digital (estábamos en la transición entre lo analógico y las nuevas tecnologías), con la que registré mi obsesión por la cinta. Esos son los dos objetos hallados: el libro de Auiler y un sobre de plástico amarillo que contiene las fotos impresas.
En éstas me veo en Misión Dolores, en donde está enterrada (y no) Carlota Valdés (pero sí Francisca Granados, acaso su contemporánea, “natural de Sonora, Méjico, fallecida el día 28 de julio de 1858, a los 33 años de edad”); o en Fort Point, bajo el puente Golden Gate, donde se arroja a la bahía la falsa Madeleine. Me acerqué a la casa de Scottie Ferguson, en el número 900 de Lombard Street; visité el Palacio de la Legión de Honor, museo en el que no se exhibe (por ser colgado sólo para la película y retirado después) el “Retrato de Carlota”; fui al edificio en el que viven los Elster (los Departamentos Brocklebank, en el 2000 de Mason) y al hotel (antes Empire, hoy York) de Judy Barton, en el 980 de la calle Sutter... Recuerdo que llevaba un reproductor portátil de discos compactos, y que me compré el soundtrack de la cinta, con la música original de Bernard Herrmann interpretada por la Royal Scottish National Orchestra (bajo la dirección de Joel McNelly), con lo que el recorrido (audífonos de por medio) adquirió otras resonancias.
Me detuve con morbo en la Torre Coit, que aparece insistentemente en Vértigo: Coit suena a coito, cierto... para Hitchcock representaba la erección rotunda de Scottie, quien quiere llevar a la cama a una mujer muerta. Así se lo confirmó al director de arte Henry Bumstead, cuando éste le inquirió por su insistencia de que la torre apareciera a cuadro. “Es un símbolo fálico”, le dijo el cineasta.
No tuve entonces los medios para ir al bosque Muir, el bosque de las secuoyas, ni a Misión San Juan Bautista, en busca de esa otra torre, la del campanario, de todas maneras inexistente y (re)construida por Hitchcock en el set.
Está el hecho rotundo (común a Vértigo y Linda 67 )
de un hombre (pobre de espíritu) que busca deshacerse de su esposa (millonaria) sin ser atrapado en el intento
EL ROSTRO DE UNA MUJER AMENAZADA
Un punto que me parece perturbador de la película, aunque no encuentro en la crítica a la mano otros pasmos como el mío, es el arranque, los créditos, en donde vemos el rostro de una mujer amenazada. Se ha celebrado su impacto, sí, por el acompañamiento de los diseños de Saul Bass en los que la espiral se incrusta en un ojo aquejado de vértigo, pero pocos se preguntan quién es esa mujer cuando quizá se trate de la gran ausente: la Madeleine Elster real, la dama asesinada. De la mujer que representó esa escena no hay datos: acudió una mañana al set, hizo sus tomas y se fue. Se trató de una “actriz anónima”, confirma Auiler.
Hay otros hechos extraños en la filmación, relacionados con los caracteres femeninos: Hitchcock planeó la cinta para la actriz Vera Miles, quien, en un arrebato de rebeldía (ante el intento del director por controlar cada aspecto de su vida), se embarazó y se distanció del cineasta... Y éste tuvo que buscar de inmediato su reemplazo, que fue Kim Novak. Así como Judy debe vestir (dos veces, presionada por Gavin Elster o por Scottie Ferguson) la ropa de Madeleine (viva o muerta), Novak tuvo que asumir el vestuario que había sido preparado por Edith Head para la ausente Vera Miles. Y esa incomodidad (notoria) se vuelve un elemento más que da profundidad al personaje y a la trama.
DIESTRO Y SINIESTRO
Concentrémonos, ya, en Linda 67. Tenemos, como herramientas de aproximación, las visiones de San Francisco de Dashiell Hammett y Alfred Hitchcock, y en ambos una idea creativa que ve en la trama policial la posibilidad de llegar a realizaciones artísticas complejas. El subgénero requiere de artífices diestros... o diestros y siniestros, como es el caso de Fernando del Paso, quien escribía con la mano derecha y dibujaba con la zurda.
Y está el hecho rotundo (común a Vértigo y Linda 67) de un hombre (pobre de espíritu) que busca deshacerse de su esposa (millonaria) sin ser atrapado en el intento. A Elster y Sorensen no les cae una viga, como al Flitcraft de Hammett (en aquella famosa parábola de El halcón maltés): son ellos la viga que cae y destruye.
De nuevo (como en Hammett, como en Hitchcock), la ciudad es protagonista. La novela se inicia con una caminata de David (o Dave) Sorensen por San Francisco, desde la casa en que ha vivido los últimos años con Linda Lagrange, en Jones y Sacramento (en la cúspide de Nob Hill, zona en la que, por cierto, se sitúa el cuento de Hammett titulado “Un tal Sam Spade”), hasta Pier 69, en donde presencia el amanecer. Es así como arranca el paseo matutino de Sorensen el sábado 15 de abril de 1995:
Descendió por Jones Street. Los cientos de foquitos blancos que, como estrellas, poblaban los árboles que crecían frente a Nob Hill Tower estaban prendidos. Se detuvo en el primer cruce, Clay Street. A la derecha se veía el pico plateado, lleno de luz, de la Transamerica Pyramid y, en la lejanía y también iluminado, el puente de Oakland. No había un alma en las calles. Llegó a la esquina de Jones y Washington Street, desde la cual, en los días claros, podía distinguirse, de la bahía, una delgada franja azul (p. 28, cito en todos los casos la edición de 2017, publicada por el Fondo de Cultura Económica).
Los aficionados a Vértigo se detendrán junto con Sorensen a contemplar la Torre Coit, claro, que esta vez no tiene el sentido lúbrico que Hitchcock le otorga; con Sorensen deambularán en el recuerdo por Lombard Street, donde el personaje vivió antes de conocer a Linda, y donde estaba situado justamente el departamento de Scottie en el filme (con vista, desde el ventanal de la sala, a la Torre Coit). Piensa el protagonista delpasiano: “Caminar por las calles de San Francisco era como caminar por las montañas. Bajar y subir por ellas era como bajar y subir por las olas, inmensas, de un mar petrificado” (p. 29).
Mas no se trata de un paseo común. Es el despertar de Sorensen luego de haber cometido el asesinato. De ahí, de que sea un abrir los ojos, la leve referencia kafkiana al arranque: “Cuando despertó...”, aunque el personaje podría hallar también, monterrosianamente, un dinosaurio. Pero no: “Cuando despertó, a él mismo le sorprendió el intenso olor a tabaco”.
El elemento fuego se convierte en uno de los hilos de la historia, por las prohibiciones de Linda de que se fume delante de ella, primero, el vaivén de las pasiones (fuegos que se encienden y apagan), y la afición compulsiva de Sorensen al cigarro cuando se deshace de su esposa. Esto es lo que encuentra al despertar a las 6:10 luego de esa noche intranquila: un plato (porque en esa casa no hay ceniceros) lleno de colillas, y una cajetilla de Marlboro oculta en los cajones donde guarda las camisas. Puede fumar porque tiene la certeza de que su mujer ya no regresará; aun así, porque los muertos siguen gobernando pese a la ausencia física, decide hacerlo en el balcón, “para que la casa no se volviera a impregnar con el olor a tabaco”.
Será este Sorensen fumador como la salamandra bachelardiana, que se consume en su propia llama.
Entre el despertar por el olor a tabaco y la caminata por las calles de la ciudad hasta llegar al puerto va manifestándose el recuerdo de lo acontecido por la noche, el momento central descrito en las primeras páginas (para no llamar a engaño): el impacto de la llave inglesa sobre el cráneo de Linda, los leves ronquidos de ella después de la agresión, los esfuerzos de Sorensen por empujar el auto Daimler azul para que caiga al precipicio en un sitio a orillas del bosque Muir bautizado por él como La Quebrada, en recuerdo de Acapulco, y su escape de la zona hasta llegar a la casa de Jones y Sacramento, en donde fuma (como seña liberadora) hasta caer exhausto.
Despierta ahí, físicamente; y despertará, de nuevo, cuando contemple el amanecer en Pier 39, luego de su largo paseo, a una vida nueva que será también su nuevo infierno:
Redondo, fulgurante como una naranja en llamas, apareció el sol, y la bahía se transformó en un mar de cobre, de aguas pulidas y tersas.
Al mismo tiempo Dave sintió que la bruma que había ofuscado no su pensamiento, sino su conciencia durante toda la noche y parte del día anterior, comenzaba a desaparecer. Vio entonces, comprendió con una claridad alucinante, el horror de lo que había hecho y el horror de todo lo que aún tenía que hacer (p. 32).
LA LLAMA DOBLE
¿Qué propone al lector una novela que le cuenta de entrada toda la historia? Sabemos a detalle lo ocurrido; incluso tenemos más o menos claro el móvil, que es el odio, esa “doble llama” que no distingue aquí entre el amor y el erotismo, como quería Octavio Paz, sino entre el amor y el odio. El reto está en mantener la atención con dos vías: una, reconstruir el proceso por el que se llegó al impulso del asesinato (primera parte); y, la otra, observar al protagonista en su caída (segunda parte). A ojos externos se mira a Sorensen como inocente o quizá como presunto culpable, ¿cómo es que serán desarticuladas sus coartadas?
Y no sólo eso: Del Paso adquirió todo tipo de conocimientos mundanos (de eso que llaman la “buena vida”, en un retrato exacto de la alta sociedad estadunidense) para que el universo de Sorensen y de Linda resultara verosímil, puesto que lo sofisticado es parte de su naturaleza. En el prólogo a la edición del Fondo de Cultura Económica de Linda 67, propone Martín Solares: “Con Linda 67 Del Paso hizo evidente su capacidad para provocar explosiones de poesía dentro de una trama vertiginosa y demostró a la vez que un narrador puede adaptar los rasgos de su estilo a un género conocido por sus restricciones” (p. 14).
Hitchcock decía cuidar en sus cintas tanto aquello que estaba en el primer plano (la trama, propiamente dicha) como lo que estaba detrás, el tapiz, le llamaba, que sería atendido por el espectador en una segunda o tercera vista de la película. Del Paso teje para Linda y Dave un tapiz californiano de gran detalle y elegancia.
ELEMENTAL, MI QUERIDO KIRBY
Según las reglas 13 y 14 de S. S. Van Dine toda novela policiaca debe tener por lo menos un detective y el culpable debe ser hallado por deducciones lógicas. Esto se cumple, o empieza a hacerlo, hasta la segunda parte de Linda 67, cuando aparece, en el capítulo XVI, a las 9 de la mañana del lunes 17 de abril (tres días después del asesinato), en la casa de Jones y Sacramento, el inspector Gálvez, quien es, pese a lo que pueda indicar el apellido (y según sus propias palabras), “ciudadano norteamericano por los cuatro costados”, y es descrito de un plumazo como “un hombre alto y robusto, un tanto calvo, desgarbado”.
Se agregarán otros detalles. Es fumador, como Sorensen, pero no de cigarro sino de pipa.
—Como los inspectores de las novelas y las películas —le comenta Dave.
—Con la diferencia de que yo soy una persona real —responde (novelescamente) el personaje ficticio.
—Naturalmente —dice Dave.
Otro dato del inspector: de joven fue guardia en el Instituto de Arte de Chicago, por lo que le interesa la creación artística. Se distrae así, en la casa de Jones y Sacramento, en los cuadros colgados de Keith Haring, Paul Klee, Antonio Saura, Theophilus Brown y Vasarely, o en los pisapapeles de autor. Está casado con una mujer que no entiende el arte abstracto, y que lo regaña por las muchas cucharadas de azúcar que agrega a la taza de café. Es amigo o conocido del viejo Samuel Lagrange (el padre de Linda), además, a quien le debe algunos favores.
Como otra recurrencia de las novelas policiacas, tiene el inspector Gálvez un asistente: el sargento Kirby, “un hombre de mediana estatura y bigote delgado, con ojos claros”. Ello provocará, según el modelo clásico (“Elemental, mi querido Watson”), disertaciones a dos voces, que tampoco serán muchas ni llegarán muy lejos. Del Paso desarticula este eco obvio (a la vez que reconoce sus antecedentes) cuando el inspector Gálvez da la respuesta siguiente al sargento Kirby:
—Mi querido sargento... o quizás debería yo decirle: mi querido Watson: esa clase de conclusiones elementales pertenecen al mundo de Sherlock Holmes o al de Alfred Hitchcock, no al mundo real.
Ahí es donde Del Paso intenta situarse: en el mundo real. O en la ficción de peso real, que es ficción consciente de sus límites y que por lo mismo suele bordearlos o ponerlos a prueba.
Las deducciones, la lógica detectivesca, no llevarán a la resolución del caso sino un hallazgo simple: las llaves de ese Daimler azul que Sorensen quita del auto para abrir la cajuela y coloca, sin darse cuenta, en una de las bolsas de su saco de tweed gris... algo que un lector avispado pudo pescar a la mitad de la novela.
Hitchcock decía cuidar en sus cintas tanto aquello que estaba en primer plano como lo que estaba detrás... Del Paso teje para Linda y Dave un tapiz californiano de gran elegancia
ENTRE SU CABELLERA NADABAN LOS PECES
Una última presencia, de gran peso poético en Linda 67, es La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955), único filme dirigido por el actor Charles Laughton (a partir de una novela de Davis Grubb de 1953), también la historia de un feminicida, el reverendo Harry Powell, interpretado por Robert Mitchum... Al planear el asesinato de Linda, a Dave Sorensen se le presenta, como en un sueño, una imagen vista en una película: “una mujer muerta, sentada en un automóvil o una carretela sin techo en el fondo de un lago... su larga cabellera ondulaba, horizontal, bajo el agua, y entre ella nadaban los peces” (p. 100).
Dave Sorensen tan sólo recuerda el nombre del actor, Robert Mitchum, reconocido universalmente por llevar, en esa cinta, en los nudillos de la mano derecha tatuada la palabra “amor” (love) y en los de la izquierda la palabra “odio” (hate), las dos fuerzas que pelean en él (y similar en esto a Sorensen); y no a la actriz que protagoniza esa postal tétricamente hermosa: Shelley Winters (con la problemática costumbre de morir en los filmes por ella estelarizados, sea en Un lugar bajo el sol, la Lolita de Kubrick o La aventura del Poseidón, tres que me vienen ahora a la mente).
Al final, Linda Sorensen ofrecerá a los jóvenes descubridores del Daimler azul una postal muy parecida:
El Daimler descansaba en el lecho de la poza, de pie, sobre sus cuatro ruedas. Adentro flotaba el cuerpo de una mujer, pegado al techo, bocabajo. Los muchachos, desnudos, revoloteaban alrededor del automóvil azul como ángeles sin alas, y con sus lámparas iluminaban, unas veces, el cabello dorado de la mujer. Otras, su cara carcomida. Con la luz, docenas de pequeñísimos peces plateados chispeaban como alfileres fosforescentes (p. 295).
Significativamente (para nuestra hipótesis del fuego como elemento que domina la novela), el cuerpo de Linda será pronto incinerado y sus cenizas esparcidas por el campo de Texas.
“Tomar al fuego o darse al fuego, aniquilar o aniquilarse”, dice Gaston Bachelard. Quizá ambas cosas: Sorensen aniquila y se aniquila. Su (merecido) fin será una inyección letal o la cámara de gases.