Peligros y fuentes de la escritura

Norman Mailer (1923-2007).
Norman Mailer (1923-2007). Foto: Bernard Gotfryd / Wikimedia Commons

Kurt Vonnegut y yo somos amigos, aunque con reservas. En algún tiempo de nuestras vidas salíamos juntos muy seguido, porque nuestras esposas simpatizan. Kurt y yo nos sentábamos ahí, como sujetalibros. Éramos terriblemente cuidadosos entre nosotros; ambos sabíamos el alto costo de una pelea literaria, por lo que ciertamente no queríamos discutir. Por otra parte, ninguno cometió el error de decirle al otro: “Caramba, me gustó tu último libro”, para luego toparse con un silencio pues el interlocutor no podía corresponder. Así que hablábamos de cualquier otra cosa: Las Vegas o las Islas Hébridas. Sólo tuvimos una conversación literaria durante una de esas veladas en Nueva York. Kurt miró hacia arriba y suspiró: “Bueno, hoy terminé mi novela —dijo— y casi me mata”. Cuando Kurt se pone sentimental habla con un viejo acento de Indiana que no soy capaz de reproducir. Su esposa murmuró: “Oh, Kurt, eso dices cada vez que terminas un libro”, y él respondió: “Bueno, así es, y siempre es cierto, y cada vez es más cierto, y éste último como que me mató más que cualquier otro”.

¿Qué habría querido decir? Por casualidad lo sé. Se trata del lazo con el que contamos Kurt y yo. Así nos entendemos, lo que sin duda proporciona un tema para esta noche: los peligros y las fuentes de la escritura.

Al contemplar el fabuloso territorio que hay que recorrer para dar forma a una novela, quizá ayude dividir esta área de trabajo en tres terrenos independientes: técnicas, peligros y fuentes. Podríamos hablar de todas las técnicas, la composición de la trama, el punto de vista, el ritmo y las estrategias novelísticas, pero como el mecánico viejo que soy, tiendo a refunfuñar sobre tales cuestiones. Probablemente me plantearía un problema literario práctico diciendo algo como: “Pon la cosita ésa delante de la désa”. Por lo tanto, pasaré a la segunda y a la tercera partes de esta división tan arbitraria del tema, y hablaré de la psicología o —más exactamente— del estado existencial del novelista una vez que superó su noviciado.

Los años que demanda llegar a establecerse como escritor se encuentran expuestos a todos los peligros de la profesión: los del bloqueo y la falta de energía, el alcoholismo, las drogas y la deserción. Muchos escritores abandonan la escritura por meterse a una profesión colateral en la publicidad o la academia, las revistas especializadas, las publicaciones... La lista es amplia. Es menos frecuente convertirse en un escritor joven con un nombre bien establecido. Suerte y talento ayudan a salvar esa primera frontera. Algunos superan las pruebas de adquirir una técnica y en verdad se ganan la vida en esta extraña profesión. Entonces, sin embargo, comienzan los peligros menos documentados.

Quiero extenderme sobre los riesgos del oficio, las crueldades que le impone a la mente y a la carne, y después, si no estamos muy deprimidos por la revelación de perspectivas tan desoladoras, podemos pasar al últi-mo de los tres terrenos, las fuentes, comparable a un reino bajo el mar porque pertenece a la dimensión misteriosa de nuestro inconsciente, el origen de nuestros vuelos estéticos —y ningún ser humano, por muy profesional que sea, puede hablar con autoridad de lo que sucede ahí. Sólo podremos deambular por los linderos de tan magnífica región y conformarnos con fugaces vistazos de sus maravillas. Nadie es capaz de explorar el misterio de la escritura de novelas hasta su fuente más profunda.

Permíteme comenzar con los peligros. Algo sé de ellos, como debe ser. Me publicaron el primer cuento hace cuarenta y siete años; en esta primavera va a cumplir cuarenta y dos mi primera novela que pasó por la imprenta. Como es obvio, me he acostumbrado a pensar en mí mismo como escritor durante tanto tiempo que hasta los demás me ven así. En consecuencia escucho un lamento, una y otra vez, entre desconocidos: “Oh, a mí también me hubiera gustado hacer libros”. Se les puede escuchar casi reflexionando en voz alta sobre la libertad de la vida. Qué felicidad no tener jefe ni enfrentar las prisas de la mañana para ir a la oficina; qué emocionante conocer los delirios de la celebridad. Además de esos motivos superficiales, la gente también anhela satisfacer la voz interior que no deja de decirle: “¡Qué lástima que nadie sepa cuán insólita ha sido mi vida! ¡Con todos los secretos que no puedo contar!”. Hace años escribí: “La experiencia, cuando no se puede transmitir a otro, se marchita por dentro y es peor que algo que se perdió”. Recuerdo con frecuencia esa afirmación.

De vez en cuando la mano escribe una línea que parece verdadera y, sin embargo, no sabes de dónde vino. Diez o veinte palabras parecen capaces de vivir en equilibrio con tu experiencia. Para uno como escritor la recompensa puede ser mejor. Sientes que te acercaste a la verdad. Cuando eso sucede puedes mirar la página años más tarde y meditar de nuevo en su significado.

Así que creo entender por qué la gente quiere escribir. De todos mo-dos, también soy un profesional, y hay otra parte de mí, lo confieso, que es menos condescendiente con los extraños que expresan sus aspiraciones literarias. Me digo a mí mismo: “Pueden escribir una carta interesante, por lo que asumen que están listos para contar la historia de su vida. No entienden la enorme cantidad de trabajo necesaria para apenas hacerse de los fundamentos de la narración”. Sin embargo, si la persona que me ha hablado de esta manera es seria, le advierto con suavidad: “Bueno —digo— es probable que aprender a escribir tome tanto tiempo como aprender a tocar el piano”. No se debe alentar a la gente a escribir por muy poco. Se trata de una vida espléndida cuando se piensa en sus gratificaciones, pero si no se es bueno en ella va de por medio la muerte del alma.

Me digo:  Pueden escribir una carta interesante, por lo que asumen que están listos para contar la historia
de su vida. No entienden la enorme cantidad
de trabajo necesaria para apenas
hacerse de los fundamentos de la narración

Permítaseme cumplir mi promesa, entonces, y explorar un poco las regiones más grises de mi vocación. Ver desde un extremo los años fascinantes cuando se es un escritor novel y todos los días se aprende algo (al menos en los días buenos), mientras existe en cambio una abominable presión sobre la vida del novelista maduro. Cuando apenas se concluye un libro logrado con tanto esfuerzo llegan las reseñas —y pueden ser criminales.

Contrástese la recepción de un autor con la de un actor. Con la notable excepción de John Simon, no es frecuente que los críticos de teatro intenten matar a los artistas. Creo que hay un acuerdo tácito según el cual los actores merecen ser protegidos contra los peligros de las primeras noches. A fin de cuentas, el actor se arriesga a un rechazo que puede resultar tan temible como una herida mayúscula. Para seres humanos tan sensibles como los actores, un hoyo en el ego puede ser peor que tener un agujero en el corazón.

Tal moderación no se traslada a la crítica literaria. Pretencioso, deshonesto, laborioso, repugnante, pedestre, incompetente, asqueroso, decepcionante, obsceno, mal trabajado y aburrido son palabras frecuentes en la mala reseña típica. Recuerdo, y ya hace treinta y ocho años de eso, que mi segunda novela, Costa bárbara, fue señalada por la masiva autoridad del reseñista de Time como “sin ritmo, sin gusto, sin gracia”. Aún deseo topármelo un día. Es difícil encontrar otro campo profesional donde la crítica sea tan salvaje. Contadores, abogados, médicos, ingenieros y tal vez hasta los físicos no suelen hablar públicamente unos de otros de esta manera.

Los medios empujan para ponernos de moda y para que dejemos de estarlo... Semejante inseguridad no ayuda a la moral, ya que hasta en sus mejores épocas los escritores
conocen un terror recurrente: ¿Se acaba
esto mañana? ¿Todo esto se detiene mañana?

Lo más triste que se puede decir, sin embargo, es que nuestra práctica crítica puede ser incluso bastante dura, pero justa. A fin de cuentas, uno prepara un libro en la seguridad del estudio. La autoestima, las facturas por pagar, el editor o el ego te obligan a mostrar lo escrito. Si puedes tomarte tu tiempo, sacas el libro sólo cuando está listo. A veces la necesidad económica te obliga a escribir más rápido de lo que te conviene; bueno, todos tienen historias tristes. Desde el punto de vista práctico, no es que mucho se haya escrito bajo un vendaval y son pocas las notas que hace falta tomar junto a un acantilado. Por lo general, un autor cumple su deber en su escritorio, sin sentir mucha hambre y sin mayor dolor que la vista del cuaderno de notas vacío. Por supuesto, esa hoja blanca se puede ver tan hueca como una pantalla de televisión cuando la estación está fuera del aire, pero eso no es un peligro, sólo una presencia vacía. El escritor, a diferencia de otros artistas creativos, trabaja sin peligros inmediatos [...].

De hecho, pocos buenos escritores se mantienen productivos durante décadas. También existen otros peligros. Los medios empujan y sacuden para ponernos de moda y para que dejemos de estarlo; cada gota de popularidad se puede sentir como el término de nuestra carrera. Semejante inseguridad no ayuda a la moral, ya que hasta en sus mejores épocas todos los escritores conocen un terror recurrente: ¿Se acaba esto mañana? ¿Todo esto se detiene mañana?

Escribir es temible. No hay una rutina laboral que te mantenga en movimiento, sólo la página en blanco cada mañana, y tú no sabes de dónde vienen esas palabras, esas divinas palabras. Por eso tu profesionalismo, en el mejor de los casos, es frágil. No siempre te puedes decir que las modas pasan y que la historia te volverá a sonreír. No es fácil adquirir el estoicismo para soportar el mundo literario, sobre todo si comenzaste siendo un adolescente hipersensible. Ni siquiera se da en automático rezar por la suerte cuando el pesimismo dio fuerza a tus primeros trabajos. Tal vez no sea más que voluntad ciega, pero algunos autores persisten en ella. Una y otra vez escriben un nuevo libro y lo hacen a sabiendas de que es probable que los destrocen y que serán incapaces de responder. Uno puede elegir a un crítico ocasional para lanzar un contraataque o enviar una carta al editor de la sección de libros, pero tales esfuerzos de autodefensa son como disparos de un rifle contra una flota de aviones.

El escritor es poderoso cuando se sienta en el escritorio, pero en el escenario público puede sentir como si sus derechos fueran insignificantes. Su coraje, si alguno tiene, debe aprender a vivir con comentarios sobre lo que produce. Aunque la piel espiritual puede aflojarse o endurecerse hasta volverse cuero, el esfuerzo por superar malas críticas y volver a escribir tiene que ser análogo a la valentía inadvertida de quienes viven bajo la mano de hierro de una larga enfermedad y de alguna manera resuelven sus más íntimas contradicciones.

Me imagino que esto equivale a decir que no es posible llegar a ser un escritor profesional y mantenerse activo durante tres o cuatro décadas, a menos que se aprenda a convivir con la condición profesional más inmediata a la propia existencia: asumir que la reseña superficial de libros es irresponsable y que la crítica literaria seria puede acercarse a lo despiadado [...].

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Todo buen autor que ha logrado forjar una carrera larga debe ser capaz, en consecuencia, de construir un carácter que no se trastorne por una mala recepción. Eso requiere un temple robusto. De jóvenes, pocos escritores son rudos. En general, las chicas rara vez se ven como potenciales ganadoras de un concurso de belleza, y los chicos no parecen futuros prototipos de su país. Es más probable que estén al margen, que comiencen a cocinar esa visión distorsionada, apasionada y sardónica de la vida que luego los llevará a la atención del público. Eso ocurrirá más tarde.

Los escritores jóvenes suelen empezar como solitarios. Se ven obligados a vivir con el reconocimiento de que más vale que el mundo se equivoca o bien que ellos se equivocan. De esto depende la evaluación que uno haga de su derecho a sobrevivir. Gracias a la codicia, el plástico, los medios y varias abominaciones de la tecnología, ¡dioses!, la meta de un escritor joven bizco se distrae fácilmente del objetivo final. Así que en ocasiones los escritores que empiezan se ganan un lugar por corto tiempo. Su visión los proyecta al frente, pero rara vez dura más de un rato. Tarde o temprano, el miserable y solitario acto de escribir los obliga a retroceder. La composición también conmueve la psique y permite descansar felizmente al escritor.

No es fácil explicar tal perturbación a gente que no se dedica a la literatura. Quien no haya probado la ficción a duras penas entenderá de inmediato que, dentro del estudio, un escritor a menudo se siente divino. Ahí uno juzga cómodamente a otras personas. Pero véase a la persona en la silla: él o ella podrían estar crudos o invadidos de pequeñas vergüenzas por lo que hicieron ayer o hace diez años. Los viejos fiascos esperan como fantasmas en la enorme casa del Yo vacío de la mediana edad. Consciente o inconscientemente, cada día que trate de escribir debe establecer una nueva paz con el pasado. Es necesario elevarse antes que despreciarse a sí mismo. Si no puede, probablemente perderá la sanción por sentirse como dios el tiempo suficiente para dictar su juicio sobre los demás.

Sin embargo, mientras el escritor trabaja tampoco debe tolerar muchas buenas noticias. Es mejor si uno no llega a quererse demasiado. Ciertas mañanas pueden venir recuerdos ma-ravillosamente gratos, pero si nada tienen que ver con el trabajo hay que desterrarlos o dejarán al autor muy alegre, colmado de energía, demasiado indulgente y muy cachondo.

Nuestros garabatos avanzan mejor sobre la página con la serena depresión de un buen juez. Así como un magistrado decente siente que la sociedad puede salir lastimada si él o ella dan un veredicto injusto, quien escribe debe preguntarse si está siendo justo con los personajes de su libro. Si el autor violenta la vida de un personaje, esto es, si en el pánico constante de hacer entretenido un libro se pone a distorsionar a las personas creadas en formas más cómicas, corruptas o malignas de lo que secretamente cree que merecen, entonces el escritor hace daño al lector. Aunque puede ser una herida sutil, no deja de ser un crimen moral.

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Pocos escritores son inocentes de tal práctica; por otro lado, son muchos los artistas que suavizan sus retratos. Algunos autores evitan destruir la simpatía que el lector puede sentir hacia una heroína atractiva, por lo que no admiten que ella les grita a sus hijos. Las ventas podrían irse al suelo. Se necesita tanta integridad literaria para ser duro como para ser compasivo. El sendero es estrecho. Resulta difícil mantener el propio nivel literario en los largos tramos de la mitad de un libro. Los primeros placeres de la concepción ya no sostienen al escritor, quien avanza pesadamente con los pies de plomo de la costumbre, el aliento seco de la disciplina y el conocimiento de que al otro lado del monte esperan los críticos —que también tienen talento expresivo. Tarde o temprano llegas a la conclusión de que, si vas a sobrevivir, más te valdría convertirte en el mejor crítico de todos. Un autor que tiene los recursos para seguir escribiendo de una generación a la siguiente hace bien en trepar por encima del ego con altura suficiente para ver cada falla en su propio trabajo. De lo contrario, él o ella nunca tendrán claros sus méritos.

Permíteme vivir, sin embargo, consciente de las carencias y de los atajos de tu libro, con su brillo ahí donde el coraje pudo haber producido un verdadero fulgor; así soportarás las malas críticas. Incluso puedes saber cuándo el crítico no está exponiendo tu psique, sino vaciando sus bolsillos sucios. Es asombrosa la cantidad de malas reseñas que uno puede digerir cuando tiene la confianza de que hizo lo mejor que pudo al escribir un libro, hasta el límite de la honestidad, aun raspando un poco la propia deshonestidad. Alcanza ese punto de pureza y quizá tus regalías salgan dañadas por una bienvenida pobre, pero tu moral se mantendrá intacta. Incluso está la esperanza de que si el libro es superior a su recepción, tus lectores favoritos eventualmente lo valoren mejor.

La receta, por lo tanto, es simple: no hay que publicar un trabajo que tiene una mancha grave. Al menos la receta debería ser simple, pero entonces, ¿quiénes somos esos cuantos entre nosotros que hemos realizado un trabajo del cual no estamos un poco avergonzados? Se reduce a un cuestión de grado. Está aquel comentario de Engels a Marx: “La cantidad cambia la calidad”. Tenemos para comer una sola papa, pero diez mil papas conforman una mercancía y tienen que ponerse en contenedores o en cajas.

Se debe obtener una ganancia o sin duda habrá pérdidas. Por analogía, una pequeña falla en un libro es tan perdonable como el estilo del autor, aunque un crimen literario considerable es un órgano enfermo, o así se sentirá si los críticos comienzan a golpear contra él y resulta que por una vez tienen razón. Entonces nuestros acreedores no se irán. Me pregunto si hemos tocado el miedo que está detrás de la escritura en el corazón de muchos buenos novelistas, el peligro debajo de todos los demás.

Todo buen autor que ha logrado forjar una carrera larga debe ser capaz, en consecuencia, de construir un carácter que no se trastorne por una mala recepción. Eso requiere un temple robusto.
De jóvenes, pocos escritores son rudos .

Ya dicho lo anterior, podemos irnos con un grato refuerzo moral: hay que ofrecer lo mejor de uno mismo y ser honesto. Pero por desgracia es necesario tomar en cuenta otras variables.

Escribir es como el amor. Uno nunca llega a entenderlo del todo. Resulta un misterio y cuanto más te esmeras en él, más conciencia tienes de que no consiste tanto en las respuestas que ofreces, sino en una mejor apreciación del alcance de tus misterios literarios. El máximo placer de pasar los días como escritor es la resonancia que esto puede aportar a tu experiencia personal. El misterio de la profesión —¿de dónde vienen esas palabras y cómo dar cuenta de su alquimia en la página?— no sólo puede despertar terror al pensar en poderes que desaparecen; también brinda la felicidad de estar en contacto con la fuente de la propia literatura.

Ahora, por supuesto, no podemos encontrar respuestas directas a preguntas tan prodigiosas. Es suficiente con divertirnos con uno u otro enfoque del problema. En mis años universitarios, los estudiantes tenían una certeza. Decían que el entorno daba todas las respuestas: uno era producto del ambiente, de los padres, de la comida, de las conversaciones, de las más queridas y/o más odiosas relaciones humanas. Uno era la suma de la propia historia enmarcada por la historia más amplia de su tiempo. Uno era un producto. Si uno escribía novelas, éstas eran simplemente un producto del producto.

Con esta filosofía de trabajo hice un libro —Los desnudos y los muertos— que resultó totalmente cómodo. Antes no hubiera sabido lo que un autor implicaba al etiquetar una obra suya como incómoda. Los desnudos y los muertos parecía el resultado seguro de todo lo que había aprendido hasta los veinticinco años, lo que había experimentado y lo que había leído —el reconocible final de una larga y activa cadena de montaje. Me sentí capaz de dar cuenta de cada parte de ella.

No obstante, pronto perdí aquella perspectiva imperturbable sobre mi literatura. Me perdonarán, pero ahora estoy obligado —inevitablemente, me temo— a hablar de mis obras. Resulta que soy una autoridad sobre las condiciones particulares en las que se escribieron. Ése es el único asunto en el que puedo ser una autoridad; si fuera a discutir las novelas de otros de la misma forma, sólo estaría es-peculando sobre cómo lo hicieron. Conozco mi propio trabajo. Puedo decir, entonces, que el libro en el que me embarqué después de Los desnudos y los muertos fue un misterio tan grande para mí que al día de hoy no puedo aún decir de dónde vino.

Solía sentir que esa segunda novela, Costa bárbara, la escribía alguien más. Mientras que Los desnudos y los muertos había sido ensamblado con el agradable esfuerzo de un joven carpintero capaz de levantar una casa decente porque domina las técnicas y la sabiduría de quienes construyeron antes que él, en el caso de Costa bárbara con frecuencia sentía como si me lo estuviera dictando un fantasma en medio de un bosque. Me sentaba a trabajar cada mañana sin tener idea de cómo continuar. Mis personajes eran extraños. Cada día, después de horas de trabajo a ciegas (nunca parecía conseguir más de una frase o dos), me daba cuenta de que había avanzado en tres páginas manuscritas mi trama y mis personajes hacia su desenlace final. Sin embargo, nunca supe lo que estaba haciendo ni de dónde venía ese impulso.

Hay novelas que toman años, otras cambian para siempre los pesos y equilibrios de tu carácter por el mero acto de escribirlas, pero esta obra me tomó sólo tres meses y me atravesó con el más extraño de los tonos salvajes y cómicos .

Por suerte había oído hablar de Freud y del inconsciente; de otra manera habría tenido que postular yo mismo tal condición. Una mente inconsciente era la única explicación de lo que me pasaba. Pero sin duda estaba al tanto de dos presencias que cooperaban en una obra literaria —y la segunda, extraña para mí, tuvo la capacidad de hacerse cargo del acto de la autoría desde el principio.

No he escrito una novela desde entonces que no perteneciera a una categoría o a la otra. Algunas, desde luego, compartieron ambas. Salieron de lo más profundo de mi inconsciente y fueron también resultado de una preparación larga, voluntaria.

Veo que El parque de los ciervos y Noches de la antigüedad suscriben con fidelidad estas dos categorías, mientras que mi novela La Canción del Verdugo se apegó tanto a los hechos de un suceso real que muchos dirían que no fue una novela.

En el otro extremo encuentro, ¿Por qué fuimos al Vietnam? surgió en una voz que ni remotamente es la mía. Cuando intento leerla ante público, necesito que tome mi lugar un actor con buen acento texano, para prender a la audiencia. Escribí ese libro en tres felices y pasmados meses. Hay novelas que toman años, otras cambian para siempre los pesos y equilibrios de tu carácter por el mero acto de escribirlas, pero esta obra me tomó sólo tres meses y me atravesó con el más extraño de los tonos salvajes y cómicos. Solía ir a mi mesa de trabajo cada mañana. Ahí empezaba a hablar la voz de mi personaje principal, un muy improbable genio adolescente de dieciséis años —ni siquiera sabía si era blanco o negro, ya que en diferentes momentos decía ser uno u otro. No tenía idea de su origen ni de hacia dónde íbamos. Libros así te hacen sentir un médium espiritual. Lo único que me tocaba hacer era presentarme a trabajar a la hora y eso —no puedo llamarlo él— comenzaba a soltar palabras. Uno piensa en tales libros como si fueran regalos, en comparación con otros, porque casi no hay que trabajarlos.

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A veces, cuando me siento tolerante con la idea del karma, de los demiurgos, los espíritus de la época y la intervención de ángeles, santos y demonios, también me pregunto si ser un escritor de carrera larga no te abre a más de una fuente. Luego de años de oficio, uno puede salir adelante con muchos valores que son producto del propio trabajo y la dedicación personal. Pero también me pregunto si de vez en cuando los dioses tienen sus propias novelas que proponer, miran hacia abajo entre nosotros y dicen: “Aquí hay algo bueno para Bellow” o “Ése habría sido un chismecito picante para Cheever; lástima que ya no está” o tal vez, en mi propio caso, “Mira al pobre viejo de Mailer ocupándose de nuevo de esa historia. Vamos a regalarle algo genial”.

¿Quién sabe? Si en buena medida somos robustos ingenieros literarios, llenos de una sólida práctica, ¿no podemos ser también agentes de fuerzas ubicadas más allá de nuestra comprensión? Tal vez nuestros libros en ocasiones llegan de lugares que nosotros mismos no adivinamos. Aplaudo esa idea. Dada nuestra hambre enorme y no saciada, resulta grato creer que también se nos pueden brindar, de paso, algunos regalos que no merecemos del todo. Qué grato sentirse afín a la fuerza que puso pinturas en las paredes de las cuevas, que dotó a los canteros con exactitudes que permitieron arcos góticos, que le obsequió el cálculo a la época de Newton. No, no es tan malo sentir que somos herederos de emanaciones de alguna fuente inexplicable y fabulosa. Nada disipa nuestros horizontes como un golpe de suerte inesperado o la generosidad de los dioses.

Fuente: Bulletin of the American

Academy of Arts and Sciences, volumen XLIII, número 5, febrero, 1990