Nellie Campobello

El periodismo mestizo de la revolución

Con un pie bien asentado en lo que hoy conocemos como periodismo narrativo, el volumen de relatos Cartucho, de Nellie Campobello, privilegió diversos registros del lenguaje mientras incorporaba diálogos, canciones, collages, recuerdos. La duranguense dio voz a los civiles atrapados en el conflicto y se interesó por indagar sobre lo revolucionario durante los mismos años en que la generación de Salvador Novo —Contemporáneos— arriesgaba y defendía su propia idea de la cultura en México.

Nellie Campobello (1900-1986).
Nellie Campobello (1900-1986). Fuente: inba.gob.mx

Cartucho fue, sin duda, uno de los libros más interesantes publicados en 1931 y también uno de los más subestimados. Como antecedente mexicano de este extraordinario volumen de crónicas sobre la Revolución no vacilaría en mencionar México insurgente, del periodista estadunidense John Reed. Y en lo que se refiere a cronistas extranjeros —por su manera de abordar los hechos—, algunos de los autores más importantes con los que puede emparentarse el libro de la escritora duranguense Nellie Campobello son la escritora nacida en Polonia, Larisa Reisner y, desde luego, el también norteamericano Upton Sinclair.

Todos ellos son autores que aparecen como un claro soporte del llamado periodismo narrativo, mismo que sustenta la estructura de Cartucho. Primero, porque Campobello aprovecha varias técnicas heredadas del periodismo angloparlante, como la combinación de los materiales de la crónica con otras técnicas no necesariamente periodísticas. Este hecho desconcertó a los lectores de su tiempo, por presentar una estructura novedosa, muy cercana a ciertos experimentos de las vanguardias, pero que de hecho había logrado penetrar los gustos comunes de los lectores. Campobello no renunció a su sabiduría como escritora en función de la pureza y limpieza de su propuesta periodística, más bien al contrario: usó su experiencia como autora para fortalecer la propuesta de su libro según las necesidades de lo que buscó contar. Inundado de frases elípticas, breves y con una velocidad en la narración que recorre instantáneamente todos los registros posibles del lenguaje y las intensidades de la realidad, Cartucho es una obra que refleja y explica lo que vivió la narradora en su infancia durante la época de la Revolución.

Se impone recordar que tanto Cartucho como México insurgente se volvieron emblemáticos por la forma de llevar la literatura a ocuparse de la historia

MULTITUD DE RECUERDOS, diálogos, canciones, conversaciones entre personajes, collages, el narrador testigo —que resuelve de manera excepcional el problema del yo al momento de contar las cosas—, descripciones, la revisión, el contexto: todos estos recursos son utilizados en beneficio del argumento y de sus ramas con una habilidad extraordinaria. Revelan un verdadero dominio del género periodístico, así como de las herramientas literarias de Campobello. Se impone recordar que tanto Cartucho como México insurgente se volvieron particularmente emblemáticos por la forma en que llevaron la literatura a ocuparse de la historia. En algunos casos con mayor contenido histórico, o más marcado que en otros, pero en cada uno de estos autores es una constante la reflexión sobre la posibilidad de contar los hechos verdaderos con la ayuda de otras miradas.

Y en algo más se parecen las obras de Campobello y Reed: como Hamburgo en las barricadas, de la ya mencionada Larisa Reisner, cuentan un sinnúmero de historias de alguna revolución como testigos de primera mano, desde las barricadas del conflicto, como lo indica el título de la escritora rusa. Recordemos que, de igual manera que Reed y Reisner, Campobello fue testigo presencial de lo que decidió contar. Así, en México insurgente nos enteramos de la vida y los milagros de personajes tan populares como Francisco Villa, los campesinos rebeldes, el ejército regular mexicano y la vida de otros cuyas pasiones, esperanzas, tribulaciones y soledades son descritas magistralmente por Reed, un artífice del lenguaje con la gran capacidad narrativa y el dominio estilístico que previamente mostró en Guerra en Paterson (y otras crónicas).

Por otra parte, Cartucho ofrece un formidable mosaico que describe la participación de los civiles en la Revolución. Tras leer las breves piezas escritas por Campobello, el lector puede comprobar que la cronista fue testigo involuntario de la realidad violenta y contradictoria que se produjo ante sus ojos infantiles. Ante ello, y alejándose de la descripción de las grandes batallas, las posiciones políticas o los testimonios de los grandes guerreros, la autora decidió presentar las historias que retrataran las particularidades de los insurrectos, muchos de los cuales no figuran en los libros de historia.

¿QUÉ DIABLOS ES el mexicano revolucionario? ¿Por qué es de una manera y no de otra? ¿Cómo sobrevive durante la contienda? ¿Hay algo más raro que ese particular tipo de ente subversivo? Campobello busca brindar respuesta a todas estas cuestiones. El fruto de su dilatado empeño es un magnífico, aterrador, desesperanzador y trágico desfile de personajes que ya nos son familiares, adquirieron ciudadanía por derecho propio. Sin exagerar podemos decir que muchos de ellos —o casi todos— nos van a sobrevivir, como el cigarro de Samuel Tamayo, aun cuando en el libro perezcan algunos: Antonio Silva, jefe de la brigada de Villa; Cartucho y Gloriecita; Nacha Ceniceros, coronela de la revolución; Luis Herrera con sus ojos “colorados, colorados” que “parecía que lloraba sangre”, víctimas —todos— de una muerte bromista y canija. De mano de la escritora conoceremos la tumba de muchos revolucionarios.

Ahí está el final de Agustín García, aquél tipo “alto, pálido, de bigote chiquito”; el de Antonio Silva, que murió cerca de Celaya, o de Catarino Acosta, el fusilado sin balas que agonizó arrastrado por las calles de Parral, con las orejas mutiladas y comido por los cuervos. Presenciamos, también, la de Epifanio, el amigo del obrero, cuya frase “acábenme de matar, desgraciados” sigue y seguirá viva y coleando en las páginas blancas del municipio de Hidalgo del Parral, Chihuahua, cuna de antihéroes y villanos de la Revolución. De la misma manera, el lector se entera de las vidas, los ires y venires de Tata Pancho, siempre riéndose junto con los hombres que lo acompañaban; las monjas del Hospital de Jesús, ése que está en las faldas del Cerro de la Cruz y que antes fue la casa de Emilio Arroyo, o la de José Borrego, notable guerrero de la sierra que un día se cansó de dar consejos: “¡ah, qué bárbaro era!”. Pero también aparecen las muertes de las mujeres del norte, de Abelardo Prieto, de los oficiales de la Segunda del Norte, de Pablo Siánes y Pablito Mares, entre muchas otras historias que se tejen, entretejen y destejen, se hacen, se enlazan y desenlazan, se mezclan y desasen, se juntan, arrejuntan y separan ante nuestros ojos, siempre asombrados.

El periodismo mestizo de la revolución
El periodismo mestizo de la revolución

Pero quizá hasta aquí deben llegar las comparaciones entre México insurgente y la obra de Campobello. El verdadero personaje de la antología de crónicas de la autora de Durango es, como sabemos, un periodo complejo y sangriento que costó la vida de alrededor de un millón de mexicanos, un periodo en que algunos actuaron con mayor saña contra adversarios o enemigos, un momento en el que las batallas, los saqueos y las muertes se presentaron como acontecimientos cotidianos. Así se originó un río revuelto que sirvió de caldo de cultivo para el nacimiento de numerosos antihéroes que se distinguieron por retar el orden establecido y que no necesariamente fueron crueles ni gratuitos, razón por la cual, normalmente, contaron con la simpatía y el apoyo popular, como es el caso de Pancho Villa.

Por otro lado, también es la memoria reencarnada en muchas voces. Y, si bien abundan páginas de crónicas deslumbrantes, en México insurgente la perspectiva de John Reed es la del corresponsal de una revista norteamericana interesada en cubrir el movimiento armado en México. Cartucho, en cambio, y como todo lector podrá descubrir tras internarse en sus páginas, es una ventana al movimiento revolucionario a partir del recuerdo, es la verdad contada desde el seno del hogar donde su autora recuperó —con un atinado uso de la memoria pasado por la lupa del tiempo— numerosos testimonios orales. Esto no quiere decir que en la obra de Reed abunden las fechas o los datos precisos, ni tampoco que ello suceda en las numerosas obras sobre el tema que aparecieron después. Sin embargo, conviene destacar que Cartucho no pertenece a ningún género literario o periodístico propiamente definido: es difícil afirmar si se trata de un libro de cuentos o de crónicas.

Se trata de una antología compuesta por materiales muy breves —el menor tiene setenta y siete palabras, mientras que el más largo consta de mil cuatrocientas—, prosas sueltas basadas en hechos reales pero recompuestas en términos de un libro fragmentario. Su principal característica, en este sentido, es el carácter calidoscópico de estos textos y luego su condición híbrida entre la crónica y la ficción. No sabemos con certeza si Campobello agregó datos de su invención o no, todo parece ser verdadero aunque se trate de la mirada de una niña pequeña reformulada, muchos años después, por una adulta que dibuja crudamente el comportamiento de los hombres ansiosos de poder. Es una situación que en la realidad continúa vigente. Si al leer esta obra de Campobello uno hace el experimento de cambiar los nombres de los personajes, todo sigue igual. Se traiciona. Se asesina. La hipocresía campea en la búsqueda de puestos en determinadas esferas y el enriquecimiento a toda costa.

NO NECESITAMOS, DESDE LUEGO, abundar en descripciones y alegorías sobre la obra escrita por María Francisca Moya Luna —nombre de nacimiento de Nellie Campobello. En los tiempos en los que fue publicada no tuvo una buena recepción por parte de los lectores debido a su estructura arriesgada, muy cercana a ciertos experimentos vanguardistas que no eran fácilmente digeridos por el grueso del público. Lo que hace y hace muy bien la autora es contar lo que vio, pasando los hechos objetivos por un filtro personal de tal manera que al añadirle la broma, el chiste o la palabra extra, Nellie dotó a sus textos de su propia subjetividad. El resultado es un extenso canto, los apuntes de una cómplice, de aquello que fue silenciado durante décadas. Y los involucra a todos: a la región, a sus habitantes, a sus calles, sus casas. Todo y todos están ahí. Su libro es un apasionado monumento al coraje y el dolor de aquel tiempo, arrancado de las entrañas como quizá ningún otro cronista había logrado en esa geografía.

Su principal característica es su condición híbrida entre crónica y ficción. No sabemos si Campobello agregó datos,
todo parece ser verdadero aunque se trate de la mirada de una niña pequeña

Es probable que una revaloración del —no tan— nuevo periodismo narrativo, género poco revisado según mi parecer y en el de muchos otros, nos lleve a reconocer la importancia que en el ejercicio de la profesión, y en la literatura mexicana en general, representó que Campobello incluyera en su obra una mezcla de materiales propios de la crónica, con otras técnicas no necesariamente periodísticas. Señalando el antecedente respetable de Reed, no cabe duda de cómo destella el gran talento de Campobello para adentrarse, así sea a ojo de pájaro, en las vidas de los revolucionarios, los bandidos, campesinos, mujeres, niños y contrarrevolucionarios. Y aquí es donde destaca el humor. Pocas páginas tan divertidas se habían escrito en nuestra literatura como las que describen, por poner un ejemplo, la historia del palomo Pancho Villa, “ave color de pizarra que aporreaba a todos —los de su especie—, era tan bravo que se había hecho el terror de los demás”. Ni tan serias y profundas como: “cuando se supo de la muerte de Antonio Silva, Mamá lloró por él, dijo que se había acabado un hombre”.

Nellie Campobello supo dónde poner el corazón, el amor, el entusiasmo, el verbo: en la Revolución y, más en específico, en el norte del país. Se enfocó en la región de Hidalgo del Parral, la cual desde antaño se convirtió en uno de los lugares más oscuros y violentos del país y que algún día fue —si estamos dispuestos a seguir su historia— un centro minero muy importante. A partir de ese libro lo volvió a ser, sólo que las riquezas no había que buscarlas en el subsuelo, sino en la memoria de la cronista. Este texto no me permite explayarme sobre la importancia que tiene la historia de la gesta revolucionaria en Cartucho, así como en otras muchas virtudes que posee. Dejo ese intento a los críticos y a los expertos que desde hace décadas exploran —a manera de una excavación en las minas para extraer los minerales— la obra de esta escritora sobresaliente. Mi principal objetivo es celebrarlo.

Me gusta pensar que la colilla del cigarro de Samuel Tamayo fue arrojada, desde lo alto, por Nellie Campobello y fue recogida por otros personajes como Tom Wolfe, Norman Mailer, Joan Didion, Alma Guillermoprieto, Leila Guerriero y, quizás, también por la Nobel, Svetlana Alexiévich.