El poder del perro, de Jane Campion

Filo luminoso

El poder del perro, de Jane Campion
El poder del perro, de Jane Campion Foto: Fuente: twitter.com

El western es sin duda un género machista, misógino y racista, propaganda para la construcción de un imperio sobre los escombros de genocidios y tierras robadas. Hace algún tiempo que la masculinidad sobria, hermética, inquebrantable y violenta dejó de ser el eje de la leyenda colonialista del viejo oeste. Ha quedado atrás el tiempo del héroe solitario, silencioso y contundente al estilo de John Wayne, Alan Ladd o Clint Eastwood, pero quizá nadie como Jane Campion, en su regreso al cine (su última cinta data de 2009), había hecho una disección tan minuciosa y acertada de la mitología del género como la que logró en su adaptación de la novela El poder del perro, de Thomas Savage, de 1967, una película híbrida que va del western al thriller gótico para contar una trágica historia de amor, odio y deseo.

En 1925 Phil Burbank (Benedict Cumberbatch) y su hermano George (Jesse Plemons) tienen un rancho ganadero muy productivo en un remoto y agreste valle de Montana. George se viste como hombre de negocios, maneja un auto y se ocupa del lado administrativo, mientras que Phil encarna la fantasía del vaquero rudo, dominante, autosuficiente y antisocial, castra toros a mano limpia mientras sujeta su cuchillo entre los dientes, toca banjo, apesta y hostiga a su hermano por su gordura (“Fatso”) y aburguesamiento. Sin embargo, ambos heredaron el rancho y Phil es un egresado de letras clásicas de Yale que ha construido su imagen de cowboy a partir de las enseñanzas de un tal Bronco Billy, el hombre que le enseñó todo antes de morir. La silla de montar de Bronco es como un talismán que Phil trata con reverencia.

LOS HERMANOS BURBANK llevan a sus vaqueros a celebrar después de transportar a su destino el ganado. Comen y se alojan en el hostal que atiende Rose Gordon (Kirsten Dunst), una viuda a la que ayuda su hijo Peter (Kodi Smit-McPhee), quien aspira a estudiar medicina. Peter sirve las mesas y decora el lugar con flores hechas de papel. Phil no pierde la oportunidad para humillarlo y burlarse de él y sus flores. George va a consolar a Rose, que solloza por el abuso al que fue sometido su hijo. Poco después George se enamora de Rose, ignorando el desprecio de Phil, quien la considera una oportunista que intenta aprovecharse de su ingenuidad. George, decente y sensible, se casa con ella y la lleva a vivir a la mansión que los hermanos comparten, lo cual da lugar a una tensa y claustrofóbica convivencia.

Phil es desplazado en más de un sentido, ya que como niños, los hermanos seguían durmiendo en la misma habitación. Phil siente que su autoridad y espacio han sido ignorados y acumula un resentimiento que Cumberbatch expresa de manera formidable en cada uno de sus movimientos y gestos. Campion ya había mostrado en El piano (1993) su talento para obtener de Holly Hunter, en el papel de la muda Ada, una asombrosa expresividad emocional sin palabras.

Phil atormenta psicológicamente a Rose, quien se orilla a la depresión y al escape en el bourbon. Cuando Peter va a pasar el verano en la mansión de los Burbank, Phil se obsesiona con el muchacho y da un giro inesperado cuando su hostilidad se convierte en interés, al reconocerlo como un reflejo de sí mismo, un aprendiz en potencia y un objeto de deseo al que espera reeducar como hizo Bronco con él. Entre las muchas virtudes que Phil cree tener está la de ver lo que los demás no perciben, incluyendo al perro del título en la ladera de una montaña que Bronco también veía. Cuando Peter puede también verlo, Phil confirma su intuición de que el chico es como él. Asimismo, la disección de un conejo que inicialmente ofreció como mascota a su madre y su facilidad para sacrificar animales revela otro elemento de desapego que Phil aprecia.

Es una cineasta que no permite azares y para quien cada elemento tiene una función precisa, como si se tratara de un rompecabezas

En su octavo largometraje Campion crea una atmósfera volátil, cargada de sensualidad y amenazas, con ecos de sus anteriores filmes, especialmente ese piano cargado por ocho hombres en un paisaje salvaje. Para ello escribió un guion austero, despojado de explicaciones o flashbacks, que funciona por los antagonismos entre los personajes. Las diferencias entre Phil y George reflejan el contraste entre la brutalidad campestre y la modernidad civilizadora. Son personajes emblemáticos de la frontera, la línea divisoria entre la civilización y la barbarie, uno de los temas centrales del western que han tratado cintas como El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962) y la serie Westworld (Nolan y Joy, 2016-2020). Sin embargo, la historia de rivalidad fraterna da pie a otras tramas, en especial cuando Phil decide salvar a Peter de una madre sobreprotectora que según él lo ha convertido en un afeminado. En una cinta sobrecargada de elementos simbólicos, desde la castración del toro hasta la obsesión de Phil de quemar las pieles del ganado en vez de venderlas a los nativos, destaca que éste le ofrece a Peter tejerle una reata de cuero, que en cierta forma evoca el trabajo manual de las flores de papel de Peter.

Phil se protege instintivamente de toda intimidad, la relación de camaradería con sus trabajadores está basada en la admiración que le tienen. Es justo en el momento en que baja la guardia cuando sella su destino, cuando su rudeza se revela como el maquillaje de su sexualidad reprimida y el refugio de su vergüenza. Los sutiles matices del balance de poder entre los dos hombres se transparentan en el parco diálogo, las miradas y los silencios. Poco a poco se va revelando el verdadero interés de Phil, al tiempo en que los deseos de venganza y liberación de Peter se mantienen velados.

JANE CAMPION es una cineasta que no permite azares y para quien cada elemento tiene una función precisa e irremplazable, como si se tratara de un rompecabezas. Nada está de más en cada encuadre, basta considerar la aparición de los guantes. Por eso resulta extraña la misteriosa ambigüedad del significado del título, que proviene de un salmo bíblico y queda abierta a interpretación. La fotografía de Ari Wegner, además de capturar la belleza apabullante y vertiginosa del paisaje neozelandés, utiliza con inteligencia una serie de provocativos encuadres al estilo Ford para transmitir el ensimismamiento de los personajes y la agonía del confinamiento emocional que viven, aun en medio de la inmensidad del paisaje. La música de Jonny Greenwood parece una pista sonora convencional del género, sin embargo, al escuchar con atención los pasajes de cuerdas disonantes se revela el poder que tienen para enfatizar los diferentes niveles de complejidad de cada escena, así como los deseos, el odio, la angustia y el propio eco de los tiempos que resuena estruendosamente en el rancho, amenazando con los cambios que el siglo XX traerá a esa forma de vida. Las actuaciones son excelentes, pero en particular ésta es la película que Cumberbatch necesitaba para por fin demostrar que realmente es ese actor inigualable y fundamental que muchos suponíamos que era.

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