No hace mucho tiempo, un colega me preguntó cuál es la relación entre la neurociencia y lo mental, en el contexto de la experiencia estética. ¿Cómo entender, me dijo, “el modelo mental que coordina el procesamiento neuronal en los niveles superiores? Por ejemplo, cautivarse ante la belleza, la poesía, la bondad...”.
Dejo para otro momento la discusión sobre la bondad, que nos llevaría por el camino de la cognición moral, con sus requisitos neuropsicológicos y sus fuentes culturales. Quiero centrarme en la experiencia estética, sin el afán de reducirla a un fetiche científico. Sólo intento compartir mi lectura de un poema. Es una de las primeras piezas literarias que escuché: “Los encuentros de un caracol aventurero”, de García Lorca. Mi padre acostumbraba recitarlo a la menor provocación. Es una fábula filosófica sobre un caracol —“pacífico burgués de la vereda”—, quien contempla el paisaje y decide abandonar las penas de su hogar, para explorar los límites de la senda. En el trayecto sostiene en-cuentros con animales que confrontan su sentido de lo terrenal y de la trascendencia. Pero este pequeño ensayo no se dedica al análisis del poema. Si alguien lo desconoce, debería abandonar ahora mismo este escrito para leer a García Lorca. Lo que presento es más bien el boceto de una fenomenología informada por las neurociencias.
¿QUÉ CAMBIOS CORPORALES y cognitivos aparecen durante la inmersión en un texto poético? En primer lugar, hay una disposición a la lectura. En mi caso, las tentaciones de la vigilia se desvanecen tarde o temprano, pero no aparecen aún los pródromos del sueño. Es de noche, y me recuesto en la habitación. Al tomar el libro, tengo acceso visual y táctil a una vieja edición de cuero con la poesía completa de García Lorca. La textura orgánica y el olor a madera me inducen un efecto sedante; quizá por eso la respiración se hace lenta y profunda. No lo sé de cierto, pero sospecho que hay cambios fisiológicos en mi cuerpo, quizá una ligera reducción en la frecuencia cardiaca, en la presión arterial... No hice un estudio científico como tal para resolver este problema: lo que escribo, entonces, es una fisiología posible de la lectura, aunque se trataría en todo caso de una fisiología personal. Apago la pequeña lámpara del buró para reducir al mínimo la estimulación luminosa. La linterna del teléfono celular está encendida, pero lo coloco atrás de mi cabeza, junto a la almohada, para generar una suerte de retroiluminación: así la luz llega a la página y entra a mis ojos a través del libro, que funciona como un espejo.
Los signos escritos desencadenan patrones de actividad electroquímica en mi corteza cerebral, y ocurre entonces un análisis visual a través del cual reconozco las formas lingüísticas; si el texto está escrito en chino o en árabe, soy consciente de que no entiendo. Algo así sucede a quienes padecen de alexia, cuando hay lesiones cerebrales en la unión occípito-temporal del hemisferio izquierdo: las letras corresponden a un alfabeto conocido, pero los textos se vuelven ilegibles, como si estuvieran en un alfabeto extranjero... pero voy de regreso a la fisiología cotidiana. Los signos escritos generan imágenes visuales en mi conciencia, y estos patrones visuales evocan pautas auditivas, que —a su vez— evocan patrones motores; así me encuentro, de pronto, haciendo una simulación de la lectura en voz alta del poema, como si escuchara —en silencio— mi propia voz leyendo el texto mientras lo veo. Los fisiólogos nos han mostrado que al pensar o leer en silencio hay movimientos sutiles en los órganos del aparato fonador: en los músculos de la lengua, la laringe, los labios... como si el silencio fuera un conjunto de vocalizaciones pronunciadas con un volumen mínimo, bajo el umbral de la percepción auditiva, pero detectable mediante la tecnología fisiológica.
Los signos parecen legibles y puedo entenderlos, porque dispongo de un aprendizaje cultural: la alfabetización, propiamente dicha. Mientras muevo los ojos de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, empieza el acceso semántico al texto: se forman las imágenes virtuales, las acciones imaginarias y los conceptos abstractos. Esto implica la activación sincrónica de redes cerebrales que dan soporte a la memoria episódica, a las redes semánticas, a la integración multisensorial. Sucede entonces una experiencia imaginativa, guiada por el proceso intelectual, pero formateada por las pautas rítmicas, melódicas, prosódicas, que fueron codificadas por García Lorca mediante los recursos formales del poema, y que tienen una dimensión musical y visoespacial; mi cuerpo responde a todo eso con simulaciones de movimiento músculo-esquelético, y con movimientos efectivos aunque casi indetectables, a la manera de una danza mínima.
Las metáforas me provocan una apertura semántica, se forman intuiciones y nuevos conceptos que reverberan
en mi consciencia
Mi organismo interactúa con el poema también mediante respuestas del sistema nervioso autónomo, mismos que pueden provocar cambios en el cuerpo entero, en la piel y las vísceras... estos cambios son detectados por las ramas interoceptivas de los nervios periféricos, y la información se traslada de regreso al interior del cráneo hasta llegar al cerebro visceral, que se sincroniza con la actividad neuro-psicológica de la visión, la audición, el tacto, la memoria y la imaginación: esto dota de valor emocional a la lectura... mi organismo enlaza las fuentes de información externas y las internas para generar una conciencia corporal del poema, si se me permite la expresión. Las metáforas me provocan una apertura semántica, se forman intuiciones y nuevos conceptos que reverberan en mi consciencia. Al leer soy consciente del plano sensorial, de la experiencia imaginativa y semántica, pero también de esa apertura conceptual hacia pensamientos hasta entonces desconocidos. Me distraigo por momentos y aunque veo las letras, aparece la figura de mi padre en la memoria: puedo verlo en la terraza de nuestro hogar, junto a la mesa, durante un amanecer poblado por el canto eufórico de los pájaros. Y entonces recita el poema: “Hay dulzura infantil / en la mañana quieta. / Los árboles extienden / sus brazos a la tierra...”. También recuerdo la alegría infantil de mis hermanos y de mí mismo: nos reímos y temblamos al escuchar el encuentro desconcertante y cruel del caracol con los animales de la vereda.
EN UNA PAUSA de la lectura surgen otros recuerdos, más recientes: mi padre, deteriorado por diez años de una lesión traumática que afectó su memoria, es capaz de seguir recitando todo el poema, a la menor provocación, y lo hace, como antes, al llegar a la terraza para desayunar con nosotros, mientras se desplaza por el piso rojo, entre el escándalo de los pájaros. Y estas fugas de la memoria ocurren cuando sueño despierto: son efectos de la lectura sobre los engramas inscritos en mis bosques neuronales; reactivan la disposición al juego que enlaza a nuestra familia: el juego musical, imaginativo, de las palabras. Las evocaciones aparecen y desaparecen, y se fusionan en la experiencia estética global, que sucede como una progresión rítmica: es un conjunto de pautas temporales donde se integran —como instrumentos de una orquesta— las fuentes de información de esta experiencia consciente: las claves visuales, táctiles, acústicas, propioceptivas, interoceptivas; las referencias culturales, la apertura semántica frente a las metáforas, la reminiscencia de otros diálogos, la interrogación existencial, los sentimientos de exaltación y asombro...