Presentación femenina: Autoras en el cine

Es imposible narrar algo sin que ello implique hacer una declaración de principios, tomar postura, revelar una visión del mundo. En el caso de las escritoras cuyas vidas han sido retomadas por la cinematografía, esto resulta abrumadoramente cierto. Sus pares masculinos son en pantalla genios incontenibles, iracundos, sinónimo de buenos autores. En cambio, asienta Laura Baeza, el discurso que presenta a creadoras como Mary Shelley, Emily Dickinson, Virginia Woolf, Sylvia Plath y Rosario Castellanos acusa altibajos, sesgos en su paso a la pantalla: la obra suele ser producto de amores frustrados, desequilibrios mentales o extravagancias

Elle Fanning encarna a Mary Shelley (1797-1851), mientras Douglas Booth hace  las veces de su marido, Percy, en la película sobre la escritora, de Haifaa Al-Mansour, 2017.
Elle Fanning encarna a Mary Shelley (1797-1851), mientras Douglas Booth hace las veces de su marido, Percy, en la película sobre la escritora, de Haifaa Al-Mansour, 2017. Foto: imdb.com

Soy una lectora y persona que busca biografías de sus autoras favoritas y, por consiguiente, trata de ver las adaptaciones cinematográficas que se hacen de sus vidas y su obra. Así, coincido con otras que, como yo, piensan que al día de hoy llevar a la pantalla a creadoras no es sencillo: quienes lo hacen pueden salir bien librados, hacer algo totalmente incomprensible o que incluso cause rechazo en el espectador.

COMENCEMOS POR PENSAR que ya se tiene un imaginario en torno a los Escritores varones —con E mayúscula—, en el que se resaltan algunas de sus características, sin que nos cuestionemos la verosimilitud de las acciones dentro de la historia: son creativos, fuertes, elocuentes, su genio es celebrado, se les perdona el alcoholismo o los arranques de ira, porque tradicional y erróneamente nos han dicho que esto forma parte de ser un buen autor. Repasando unas cuantas de estas películas, al menos las recientes, se me vienen a la mente Genius, de Michael Grandage (2016), que presenta la relación entre Max Perkins, editor literario, y Tom Wolfe, quien en ese momento es un escritor brutalmente bueno, aunque rebasado por su genialidad incontenible. Estos adjetivos no los coloco aquí después de leerlo, eso es aparte, sino porque es como nos presentan a Wolfe en pantalla: era un genio brutal a punto de extinguirse en sí mismo por el desorden y la velocidad de sus acciones. Está otra película basada en el Nobel de quien se ha dicho casi todo, Hemingway & Gellhorn, dirigida por Philip Kaufman (a quien ya conocíamos por explorar los universos de Anaïs Nin y Kundera); se estrenó en 2012 y no deja de lado lo que sabemos sobre Hemingway y sus relaciones con algunas mujeres. El carácter explosivo es el sello por excelencia del autor.

Ambas son biopics que elogian a sus personajes: la primera, al genio incomprendido que necesita encauzar su talento, y la segunda, al hombre alfa amante de las armas, la valentía y la pasión en todos los sentidos, que era un conquistador de mujeres natural y carismático. Siento que no hay falla con ese tratamiento plano: vemos la punta del iceberg de los tópicos (y no sé si eso le hubiera agradado a Hemingway), el espectador queda satisfecho con los aspectos básicos de esos autores, se celebran por lo alto el carácter, la masculinidad, y también si existen rasgos sensibles, porque cae bien darles cierto carisma. Una biografía así en pantalla no nos hace cuestionarnos si es lo que esperábamos o no; evita revisar las vulnerabilidades, tampoco las endulza en exceso ni caricaturiza a los personajes.

CON LAS ADAPTACIONES de vida y obra de autoras no sucede igual: aunque se trabajen sus biografías a partir de un tratamiento diferente y presenten otras facetas, como la fuerza y la resiliencia, siempre hay peros. Quizás se percibe un esfuerzo por ir más allá de los tópicos masculinos más elementales, al mostrar la otra cara de las creadoras, aunque se corre el riesgo de anular la parte sensible, como si la reivindicación de su existencia tuviera que fortalecerlas a un punto casi irreconocible. Ésa también es una característica de las nuevas versiones de las historias tradicionales; si bien no está del todo mal, en ocasiones sucede que las licencias no profundizan, sino distorsionan.

Mary Shelley es quizás una de las autoras que más ha trascendido por un solo personaje, Frankenstein. Esto es por no decir que el personaje —que en la novela no tiene nombre, solamente es la criatura del Dr. Frankenstein— superó la fama de la obra. En ocasiones, quienes se acercan al libro por primera vez tardan en saber que lo creó una autora a principios del siglo XIX, como le sucedió a mi yo infantil. Antes de los 20 años se convirtió en la pionera de la escritura de ciencia ficción y terror gótico por su novela más emblemática, pero Mary tiene una biografía interesantísima, que no se reduce a la creación de ese monstruo. Provenía de un hogar lleno de ideas muy adelantadas a su tiempo: su madre era una escritora feminista trascendente y su padre fue un filósofo muy respetado, con claroscuros, pero su apellido, Godwin, nunca pasaba desapercibido. A inicios del siglo XIX todo era efervescencia en Europa, entre las guerras interminables, una aristocracia que comenzaba a interesarse por el espiritismo frente a los adelantos tecnológicos y las corrientes de pensamiento que podrían convertir a cualquiera en una celebridad de su círculo o, en cambio, enviarlo preso. Además, ya sonaban nombres que hasta el día de hoy tienen espacio en muchos libreros, como el de Lord Byron. Aquél era el contexto de Mary Shelley. Su infancia entre libros, bibliotecas y corrientes libertarias de pensamiento, más su instrucción en culturas clásicas indudablemente la hicieron pensar de forma distinta a la de sus contemporáneos: no en vano Frankenstein es una reinterpretación del mito clásico de Prometeo.

Mary shelley tiene una biografía interesantísima. Provenía de un hogar lleno de ideas adelantadas a su tiempo: su madre era una escritora feminista trascendente y su padre, un filósofo respetado

En el 2017 se estrenó la película A Storm in the Stars, dirigida por Haifaa Al-Mansour. En ella conocemos la historia de Mary Shelley, desde la niñez, la formación intelectual, el enamoramiento de Percy B. Shelley, la maternidad atormentada por las pérdidas y la creación de su novela más emblemática. Me parece que Al-Mansour centra su interés en los sentimientos de Mary para vincularlos con la escritura; aquí es donde el discurso se distorsiona, porque parece que Percy Shelley es el responsable de que Ma-ry sepa hacia dónde enfocar sus intereses literarios como salida de una pésima relación. La creadora, aunque todavía joven, ya es una mujer fascinante, si la estudiamos con atención: debido a su historia familiar, la atravesaba una profunda soledad desde el nacimiento, la cual aquí queda en segundo plano, porque nos concentramos en el conflicto amoroso, como suele suceder más en el cine que en la literatura. El destino de Frankenstein, desde su salida al mundo y su recepción literaria, fue producto de otros factores vinculados con el estatus de su autora, más que con el apellido de Percy, que apareció en el prólogo. Es complicadísimo mostrar la fuerza y el genio de una escritora en medio de un sistema dominado por hombres sin caer en estereotipos, como señalar al otro como responsable de lo bueno o malo que suceda con ella.

El trabajo de Haifaa Al-Mansour es sobresaliente, no se queda en la biopic convencional, pero el componente romántico desvía la atención de otros momentos igual de trascendentes en la vida del personaje. Mary es su obra y no sólo sus relaciones sentimentales. La escritura estuvo en ella desde siempre y si bien puede ser una forma de catarsis frente a tantos acontecimientos dolorosos, el espectador podría quedarse con la idea más obvia: escribe para superar el dolor que revienta a causa de un mal amor. Esto sucede en la película, pero las ideas de la autora ya estaban ahí, madurando en ella desde la niñez a causa de la soledad y el abandono, no únicamente por un desencuentro con Shelley. Enfocarnos en las relaciones sentimentales y pensar que son el único detonante de la creación literaria nos pone en la misma posición básica que hemos criticado en otros discursos, cuando se reduce a una artista a musa o víctima del otro.

OTRA ESCRITORA imprescindible en la escena de la literatura universal es la poeta estadunidense Emily Dickinson. Comparte algunos rasgos con Mary Shelley, comenzando por el origen aristócrata y ser hija de un hombre muy vinculado a la política, a las ideas de su tiempo. Sin embargo, a diferencia de la británica, Dickinson no tenía un interés por ir más allá de los confines de las tierras familiares para desprenderse de ciertos miembros que, de tan próximos, le hacían difícil la convivencia. Cuando pensamos en su historia de vida, de inmediato vemos en ella una reclusión autoimpuesta. La película A Quiet Passion, de 2016, dirigida por Terence Davies, nos presenta a una Emily muy cercana a sus padres y hermanos, una mujer crítica de esos años bélicos, de la libertad y la situación política del país, del papel de la mujer en el matrimonio, el hogar y dentro de la comunidad religiosa. Se sabe de ella por sus casi dos mil poemas y parte de su correspondencia, además de que tuvo una especie de amor del que no dice el nombre, sobre el cual se ha especulado mucho. Quizá ése sea el origen del título la cinta, aunque también alude a una pasión contenida: la que experimentó por las artes y la trascendencia de la palabra.

Esta historia es plenamente una biopic: vemos los procesos creativos de la escritora, pero la conocemos más bien de viva voz, ya que en los diálogos se hace uso de algunos de sus versos. De manera más explícita, en ciertos momentos aparecen poemas completos de una enorme y enigmática fuerza, que nos sitúan como lectores en el umbral de lo onírico. La vida de la poeta fue tranquila, en exceso tranquila, si tomamos en cuenta que pasó 20 años recluida en casa y este confinamiento fue más fuerte cuando dejó de salir de su habitación, entregando su vida a la escritura, un poco a lo Sor Juana, pero sin consagrarse a Dios en toda la extensión de la palabra.

En pantalla, el personaje habita un mundo que para ella es suficiente, el de las ideas, como si se hubiera despojado de cualquier otra aspiración: la de tener un hogar propio, el matrimonio y los hijos, la libertad del cuerpo y las decisiones fuera de casa, la trascendencia o incluso ser (qué terrible palabra, pero muy usada en la época) graciosa en sociedad. Lo evidente en esta película es la total falta de ego de Emily, que se lee una y otra vez en muchos de sus poemas y forma parte de ciertos diálogos, donde llega a hablar de sí casi como alguien en quien no vale la pena poner atención. Los últimos minutos son dedicados a la enfermedad y eventual agonía de la poeta, un mal del riñón incurable para la época, que le causaba dolores intensos y por el que perdía control sobre su cuerpo, un enemigo que también desplazaba la lucidez luego de un ataque. En ciertos poemas no fechados, Emily habla sobre el dolor como algo vacío, casi la antesala de la muerte, porque lo experimentó desde la madurez, en su soledad autoasumida.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la biografía de Dickinson no ha escapado de las especulaciones que con la revelación de mucha de su correspondencia han tomado fuerza, sobre todo la de una relación sentimental o más bien, un amor no correspondido: el de Emily con su gran amiga y después cuñada, Susan, quien es uno de los personajes de la cinta. La complicidad está ahí pero el espectador que no sepa estos detalles la dejará de lado, no así la cercanía con un pastor protestante de la comunidad, con quien el vínculo sentimental fue doblemente imposible, en primera porque sería mal visto por su familia y después porque él era casado. El director no profundiza en estos vínculos, sólo los presenta y corresponde al espectador deducir hasta dónde llega la afinidad con Susan o especular sobre un posible amorío con el pastor. Esta sutileza muy bien tratada describe el carácter de Emily, cuya devoción por algo no nombrado convive con su presencia taciturna, pues las crisis parecen tener lugar en el interior de ella misma. Al día de hoy, cuando podría ser muy sencillo tomar una de esas afinidades como motor de la escritura de Dickinson, es un alivio que esta película no tomara ese camino.

Emily es una de las poetas más estudiadas por lo enigmática que fue su existencia y eso nos lleva a sobreinterpretarla y a tratar de ver en sus vínculos afectivos el origen de su poesía, como si los sentimientos correspondidos o no­— fueran indispensables para la creación literaria. Es un mal que padecemos como lectores y espectadores; además, la industria del cine también ha especulado para volver más atractivo lo que sea que nos presente.

HACE DOS DÉCADAS llegó a la pantalla The Hours, dirigida por Stephen Daldry y basada en la novela homónima del ganador del Pulitzer, Michael Cunningham. Se tocan las crisis creativas y de salud con los últimos momentos de la vida de Virginia Woolf, a la vez que en otros universos vemos a Laura y Clarissa, dos mujeres de épocas diferentes, pero cuyas rutinas e ideas del mundo y de sí mismas tienen que ver con la obra de Virginia o con lo que nos representa su escritura. La de Woolf es la historia más fuerte de las tres, porque conocemos a la artista y, al día de hoy, si bien lo primero que nos viene a la mente cuando oímos su nombre es su postura feminista en el arte y la reivindicación de la mujer en el espacio creativo y público (“Una habitación propia”, que cada día está más presente en el imaginario popular), también sabemos que los problemas de salud mental le dificultaron la existencia, al punto del suicidio.

Como fue el caso de Dickinson, a quien el dolor físico marcó hasta el último día pero en soledad, Woolf lidiaba con el trastorno bipolar, la imposibilidad de hacer ciertas actividades que le eran absolutamente necesarias dado su oficio, como la lectura, la escritura y tener contacto social —esto úl-timo fue disminuyendo luego de cada crisis. En The Hours presenciamos la impotencia de Virginia al tratar de concentrarse y escribir con la lucidez que la caracteriza, pero las voces que inundan sus pensamientos están ahí, no la dejan en paz. Virginia padece profundamente su enfermedad y también la sufren quienes la aprecian, comenzando por su esposo y amigo, Leonard. Pero la Virginia de la película es explosiva, como si el espectador necesitara ver de forma exagerada los ataques que padecía para entender que algo no estaba en orden dentro de ella, que la aterra un miedo inexplicable que sucede en su mente. La realidad es que el miedo estaba en todas partes, porque el suicidio se dio durante los años de la Segunda Guerra Mundial, con Inglaterra en la resistencia; por otro lado, los judíos que ahí vivían, entre ellos Leonard, estaban conscientes del odio del frente enemigo.

En esta cinta, Virginia Woolf no es rescatada por un hombre, no escribe sobre el dolor o la incomprensión amorosa, pero pareciera que lo que hace avanzar la historia es la condición mental tomada con desagrado y un poco de compasión. Quizá no sentiríamos lo mismo si el protagonista fuera masculino, a menos que sus acciones lo ridiculizaran para que el espectador lo rechazara. En el caso de los personajes femeninos, basta muy poco para que la seguridad se interprete como soberbia, el instinto sexual se torne en ninfomanía y una crisis nerviosa devenga locura. Si sabemos la forma como Woolf se quitó la vida, el cineasta tiene la opción de continuar alimentando el imaginario popular con exageraciones, al punto del morbo o de humanizar (la palabra más usada del siglo) la decisión final, tomando en cuenta que además de la condición mental, a la autora la aquejaban otros males.

Emily Dickinson  (1830-1886).
Emily Dickinson (1830-1886).

EL BINOMIO artista-condición mental da para mucho, y en ese universo las decisiones sobre lo que se muestra en pantalla parecerían tomarse sobre hielo muy frágil. La película Sylvia, dirigida por Christine Jeffs, se estrenó en 2003. Poco después descubrí a Sylvia Plath como escritora y quedé encantada con su poesía, pero apenas supe su nombre, parecía indispensable que cualquiera mencionara la forma de su muerte. Han pasado 20 años y nos hemos aproximado a otras maneras de nombrar estas decisiones y ausencias, a pensar en ellas desde su origen y no sólo con el morbo inherente a su forma de ejecutarse. Existe gran cantidad de detalles de todo tipo sobre Sylvia que no aparecen en pantalla: están en sus diarios, prosa y poemas, pero no se comprenden a la primera, quizá tenga que pasar mucho tiempo para que sus lectores entendamos la complejidad de un pensamiento como el suyo, una mujer brillante y sensible en un medio (como sucedió con tantas del siglo XX) dominado por el brillo inamovible de la masculinidad.

Históricamente, la representación femenina apela a lo sensible y, en el caso de las creadoras, en especial escritoras, a sus conflictos emocionales, más que a su obra. Si nos fijamos también en la condición mental, ésta ocupa un lugar importante en la manera que nos describen, aunque eso conviva con una enorme elocuencia, sabiduría, genio, porque quizá ser una mujer excepcional y cohabitar con los propios demonios parezca imperdonable. La Sylvia de esta película es una mujer joven que atraviesa los tópicos (ciertos, indiscutiblemente) que le darán las etiquetas innatas a ser pareja de un hombre (el poeta Ted Hughes) que sobresalía en su medio: enamorarse del escritor de forma obsesiva, casarse de forma intempestiva, dejar de lado su crecimiento y fomentar el de él, perder la razón a causa del engaño, la soledad y la tristeza y, por último, acabar con su vida.

Tratamos de ver en los vínculos afectivos el origen de la poesía de Dickinson, como si los sentimientos —correspondidos o no— fueran indispensables para la creación

A mí me parece importante ir más allá de la representación de Sylvia en la pantalla y quizá echar un vistazo a la historia familiar y los primeros años del personaje: la primera infancia viendo al padre estudiar abejas —motivo recurrente en sus versos—, la pérdida de esa figura, la compañía femenina en los primeros años, el deseo por dar a conocer su talento, un poco por necesidad económica y otro tanto porque se sabía talentosa pero también luchaba contra los demonios del rechazo y la crítica. En “Lady Lazarus”, uno de los poemas más representativos, vemos las luces y sombras de la mujer en su obra: “Y yo una mujer que sonríe. Tengo sólo treinta años. Y como gato he de morir nueve veces”. La fatalidad la perseguía desde muy joven y Sylvia seguía unida a ella porque no podía evitar rendirse ante la seducción de lo dañino, hasta que no la soportó más.

Lo más revelador que conocemos se da por medio de sus diarios, donde descarga frustración, tristeza y odio por su condición, en general, que la contienen emocional, psicológica y familiarmente: tantas ideas que dan vueltas, las ganas de escribir porque es su manera de demostrar(se) que está viva, la maternidad vivida a solas, la carrera literaria que en ese momento no se piensa ni desarrolla de manera plena, como puede ocurrir ahora.

La escritura íntima de Sylvia Plath es visceral y se radicalizó con el paso de los años: los desencuentros amorosos, la depresión, la soledad y el miedo que la acechaban desde la infancia y luego separada, a cargo de sus dos hijos, se recrudecieron y dieron forma a los que quizá serían sus mejores poemas. Ya no había un asombro juvenil por el mundo y el amor, sino un desencanto que otorgaba una oscura profundidad a su escritura. Es difícil poner eso en pantalla sin caer en lugares comunes o sin resumirlo todo a la locura, que se intensifica a causa de una mala relación, pero también por la crueldad ejercida contra ella por el medio intelectual de su época.

REVISAR ESAS BIOGRAFÍAS y lo que se dice de Sylvia Plath o Virginia Woolf en el cine y otros discursos nos hace reflexionar sobre cómo vemos y hablamos de una mujer que está más allá de sus acciones o condición mental, qué tanto de su obra perdura sin caer en los tópicos o juicios que las normas imponen a aquello que no es convencional. También solemos pensar que las manifestaciones de afecto en ellas son percibidas como excesivamente sentimentales, que las vuelven débiles o les restan inteligencia, cuando ésa también es una construcción da-da por el discurso patriarcal de toda la vida. En pleno siglo XXI seguimos los estereotipos de siempre o tratamos de abordarlas despojándolas de aquello que también poseen, porque no hemos hallado el equilibrio.

Si pensamos en la Rosario Castellanos epistolar, de forma inmediata podremos ver a aquélla que escribió las cartas a Ricardo Guerra, sobre el dolor de sí misma, la incertidumbre que la acongoja y el amor que la mantiene unida a él. En Los adioses, de Natalia Beristáin (2017), Rosario es la mujer sensible que ha sido herida desde la infancia, e incluso se siente un poco culpable por ser tan lúcida e inteligente. La autora mexicana cuyo legado está vivo y nos asombra a poco más de medio siglo de distancia, poseía esa fuerza literaria que a muchos poetas varones se les aplaude y en las mujeres es motivo de crítica. Hace un par de años, después de exhibirse la película con una impecable interpretación de Karina Gidi, hubo opiniones encontradas: ¿por qué retratar esta relación tormentosa entre la poeta y el intelectual? ¿Por qué hacerlo desde la herida? ¿Qué hay de la mujer adelantada a su tiempo en un contexto de machismo institucional, intelectual y social? Quienes la hemos leído o sabemos de su importancia porque es un nombre que salta inmediatamente cuando pensamos en escritoras mexicanas imprescindibles, no dejamos a un lado la relevancia que tiene dentro de la historia cultural de México, pero también apelamos a que una cosa no anula la otra. En una biografía con licencias de ficción caben otras formas de ser, que la sociedad de su tiempo señala como incorrectas en algunas mujeres: si te muestras sensible es signo de debilidad, mientras si te das a conocer como fuerte, es señal de soberbia. Y aquí reconocer el amor que se goza o sufre nos da la posibilidad de ver a la mujer detrás del nombre.

Karina Gidi como Rosario Castellanos (1925-1974), en Los adioses, de Natalia Beristáin, 2017.
Karina Gidi como Rosario Castellanos (1925-1974), en Los adioses, de Natalia Beristáin, 2017.

Las decisiones que tomó la directora Beristáin debieron ser consecuencia de pensar una y otra vez en esta representación. Castellanos a la mitad de su vida también es una mujer víctima de distintos tipos de violencia, desde la social y académica, hasta la emocional, que circunscribe los engaños que sufría por parte de su pareja. Sin embargo, si esto fuera retratado de una forma menos sutil, la queja de los espectadores sería la de revictimizarla en lugar de simplemente haber tomado el amor como un aspecto esencial de ella que, de una forma u otra, fue un motivo más de su escritura.

Pero hubo más de una Rosario. En el volumen Cartas encontradas (1966 1974), donde ella le escribe a su amigo, Raúl Ortiz y Ortiz, vemos a una mujer con un gran sentido del humor, sarcástica, analítica; es una amiga que, en la plenitud de su madurez, continúa reconociendo ilusiones, suposiciones y errores. Es una Rosario que no anula a la anterior, plasmada en Los adioses, más bien nutre nuestro imaginario para concluir que todas ellas caben en la misma, la más joven en Comitán y la diplomática feminista que nos regala un último vistazo en la pantalla.

Solemos pensar que las manifestaciones de afecto en ellas son excesivamente sentimentales, que las vuelven débiles o les restan inteligencia, cuando eso viene del discurso patriarcal de toda la vida

El cine acerca a las audiencias a la obra de artistas que quizás alguien familiarizado con ellos buscaría más tarde, un poco por interés genuino y otro tanto para saber si en realidad esa vida fue como quedó plasmada en aquella película. Apelo a que siempre nos cuestionemos por qué nos gusta o no una obra e indaguemos más, confrontemos los discursos y la representación más allá de las obviedades de la historia. Del mismo modo, cuando vemos una película o leemos una obra por primera vez nos fijamos en detalles que no serán percibidos de la misma forma años después, en un contexto diferente. Revisar de nuevo estas obras me ha permitido pensar en qué momento estoy respecto a mi visión del sitio que ocupo como mujer y artista, y de qué manera se muestra la feminidad en un mundo en el cual nuestra representación tendría ya que trascender los roles de género.