Hace 25 años llegué a la Ciudad de México con una maleta de ilusiones, entre las que no figuraba ser recibido por Sergio Pitol en su casa de Jalapa. Este impensable sueño inició al leer El arte de la fuga y seguir con sus novelas, cuentos, ensayos, monografías de pintura y colecciones editoriales.
I
“La literatura como forma privada de la utopía”, diría Ricardo Piglia, es la felicidad que gano al sentir que Pitol abre una nueva visión de la vida en la que me reflejo. Sospechar que tras su literatura se hallaba una persona espléndida, desarrollar esta intuición en el libro que escribí sobre su magia y comprobarlo cuando con un guiño exquisito él mismo me develó que lo había leído fue como la realización de un sueño.
Si demoré años en escribir este encuentro extraordinario ha sido por la certeza de que la emoción no alcanza a cubrir ese instante “cuando un punto de la realidad estalla y todo se pone en movimiento”. Sergio Pitol fraseaba así la fugacidad de una epifanía, tras la cual sus recursos literarios, el instinto y su reconocida disciplina espartana coagulaban en pos de narrar la disolución de las fronteras entre lo real y lo imaginado, la memoria y lo ficticio, el recuerdo y su reinvención. “Todo está en todas las cosas”, como presintió él en sus cuentos tres décadas antes de confirmarlo en una trilogía de la memoria, dislocada en seis o siete evocaciones autobiográficas.
Sin el hechizo del que fue dueño, con los límites de quienes estamos fuera de ese embrujo, me contentaré con bordear ese momento en el que su misterio hizo estallar para mí un punto de la realidad. Tengo por cierto que para pitolianos incurables, y para quienes están prontos a caer en esta adicción, el contexto y los antecedentes de esa cita servirán para contagiar el éxtasis de leer “al mejor de todos los escritores” (según Enrique Vila-Matas), al “maestro al que le debemos todo” (en palabras de Daniel Sada).
Todo está en todas las cosas , presintió en sus cuentos
antes de confirmarlo en una trilogía de la memoria, dislocada
en evocaciones autobiográficas
II
Si de acuerdo con el escritor chileno Diego Zúñiga “todos somos alguna vez un cliché”, el estudiante que fui al ingresar en 1997 a la UNAM cumplió con los patrones de quien pretendía cuestionar los mecanismos de la vida política. Conocer éstos desde la capital del país, donde por primera vez un partido de izquierdas gobernaría, fue causa de mi mudanza de Monterrey a la UNAM. En el entonces D. F. había palpado costumbres libertarias inexistentes en Tampico, mi ciudad de nacimiento. Y en la facultad, mi interés en enriquecer la formación académica con un horizonte cultural era un sobrentendido afín a mis proyecciones. Me tocó ser parte de una tradición de izquierdas que entendía como una unidad la lectura de libros politológicos y de novelas y películas que ampliaran esa mirada. Devorar a Mario Benedetti, Julio Cortázar y Ernesto Cardenal, junto con las películas de Ken Loach, Ingmar Bergman o Woody Allen, regía la dieta de quienes consumíamos las muestras internacionales en la Cineteca Nacional en horas poco frecuentadas. En la escuela, las clases de Gabriel Careaga sirvieron, además, para que muchas y muchos mezcláramos las lecturas sobre el sistema político de Daniel Cosío Villegas o Arnaldo Córdova con el placer de Jorge Ibargüengoitia, Rodolfo Usigli, Arthur Miller y los rostros del cine de oro fotografiados por Gabriel Figueroa en las cintas de Emilio El Indio Fernández.
Siguieron para mí años de posgrados, donde mis exploraciones literarias se vieron restringidas por la desmesurada carga de teorías políticas, sociológicas y metodológicas. Hoy veo esto como una acumulación positivista que, por contraste, me prepararía para celebrar el derrumbe de esos muros por la explosión que la obra de Pitol me significó. Llegar a ello tuvo dos instancias intermedias: por un lado, el deslumbramiento por la narrativa de Onetti —quien junto con Borges y Carpentier son resaltados por él como sus más poderosas influencias latinoamericanas— empezó a desarmar la creencia en un propósito último de la vida. “Bienvenido, Bob”, el relato que el propio autor selecciona dentro de su preciosa antología del cuento universal (Los cuentos de una vida) es una lectura de la que no sales indemne. Por otro, Juan Villoro encarnó una segunda antesala. Junto con Vila-Matas, asegura en sus ensayos literarios que la vida de un lector se transforma al experimentar la prosa de Pitol. Se trata, dice Villoro en su libro Efectos personales, de un prestidigitador, y además —con las palabras más bellas que le dedicó en otro libro—, de su maestro en la literatura y en la vida. Mente y escritura, título de la obra al que aludo, es un ensayo publicado en Argentina donde relata su última visita a casa del escritor, cuando cercano a fallecer, su tutor le prodigó una lección final.
Si el más excéntrico de los escritores catalanes, y el mejor autor mexicano de su generación coincidían con Antonio Tabucchi en ubicar a Pitol en la cumbre del cielo literario, leerlo con locura corroboró la descripción que de él hizo Monsiváis como “un clásico secreto y del futuro”. El futuro que me aguardaba en sus libros resignificó mi pasado, visto desde entonces como una etapa de maduración para adentrarme en lo suyo.
Tomado el presente por una desconocida felicidad que conquistaba al leer un libro suyo, y saltar a otro para repetir y redoblar las dosis de júbilo, no podía imaginar que esa devoción fuera retribuida con una tarde asombrosa en la casa de quien mejoró mi vida. Si como ha contado Vila-Matas, dos jornadas en Varsovia le bastaron para querer sin medida al mexicano, conmigo fueron suficientes dos horas para que este hechicero hiciera caer sobre mí sus formidables alquimias.
Si “todo está en todas las cosas”, como Pitol creía, mi suerte inconcebible despegó con la primera página de El arte de la fuga, donde una idea sublime preludió el sortilegio de estar a las puertas de su reino: “vivir la sensación de estar a un paso de la meta, de haber viajado durante años para trasponer el umbral, sin lograr descifrar en qué consistiría esa meta y qué umbral había que trasponer”.
El presente redefinido por la fascinación pitoliana aceleró de modo natural un futuro, años atrás inimaginable, que ahora se presentaba como un movimiento urgente: debía escribir un libro en el que compartiera lo que su literatura me hacía conocer del mundo y de mí mismo. En las palabras de nadie me había visto comprendido como en su escritura, que me proponía un diálogo sobre bases y expectativas radicalmente distintas a las que estructuraron mi personalidad. Mudar de piel, atravesar diferentes etapas de vida, como las que Pitol repasa a lo largo de sus metamorfosis literarias, era una manera de extraviarse para redefinirse, redimensionando la vida a partir de la ficción que la completa. Una realidad soñada: así se titularía el libro que años después el maestro entresacó de una abultada serie para distinguirlo frente a mis ojos como un homenaje, ¡el mío!, que apreció.
¿Cómo poner en papel la dicha que me asalta al leerlo y comenzar a decodificar el mundo y a mí mismo de otra manera? Pasé meses con esa pregunta, intentando responderla con un esquema metódico que orientara la escritura. El detonante no saldría de ese afán cerebral. “Cuando un punto de la realidad estalla todo se pone en movimiento”. Mi revelación, como la confieso en el libro que conseguí componer, ocurrió una noche en el Museo del Estanquillo: vi a Pitol durante la presentación de su libro Memoria 1933-1966. Entonces escribí, intuitivamente, la primera pieza del ensayo que él después conocería.
En el Museo del Estanquillo vi a Pitol durante la presentación de Memoria 1933-1966. Entonces escribí la primera pieza
del ensayo que él conocería
III
Cuando publiqué mi libro en dos ediciones (Universidad Von Humboldt, 2012; UANL, 2014), lo presenté en Ciudad de México, San Luis, Ja-lapa, Tampico y Monterrey; también impartí un seminario sobre el autor. Transmitir su seducción resultó un objetivo cumplido, dentro de una cosecha que podía considerar colmada. Pero el libro me deparó tres augurios inesperados más allá de una recompensa racional.
El primero fue toparme en la calle Francisco Sosa con Juan Villoro. Caminaba él por la senda opuesta. Afiebrado por la chance de aprovechar la coincidencia para hablarle de mi libro sobre Pitol y darle un ejemplar, grité su nombre. Todavía me sorprendo de mi atrevimiento, siendo yo reconocidamente tímido. “Juaaan”. Con esa indebida confianza, no fue raro que en los primeros segundos Villoro reaccionara con tensión y nerviosismo. “¿Qué querrá éste?”, debió pensar. Presentarme como el autor de un libro sobre el narrador y ensayista relajó el ex abrupto, interesándose él por los datos de rigor. “¿Entonces tú eres de la Universidad Veracruzana; das ahí clases de literatura?”. “No, soy de Tampico, estoy en la UACM y soy profesor de ciencia política”. Pese a lo anómalo de mis respuestas, Villoro fue Villoro, se congratuló por mi publicación y me detalló el domicilio donde al día siguiente le dejé cinco ejemplares. Quien más me había influido para leer a Pitol, y que aparecía como una referencia luminosa en mi trabajo, tendría en su estudio mi obra. Esa fortuna anticipaba el futuro irreal de terminar charlando con él en su casa.
Un segundo augurio refulgente fue que Mario Bellatin aceptara conversar conmigo sobre quien fue gran amigo. De Bellatin recibí un testimonio autorizado sobre una pregunta que a cada lectura del autor me partía la cabeza: ¿de dónde y cómo consiguió Pitol construir una escritura personalísima, de ésas que, como la de Borges, marcan el lenguaje y muy pocos autores ostentan? Su contestación me descubrió cofres secretos que en la literatura del también diplomático están elegantemente embozados. Bellatin apuntó tres factores privados como pozo de las virtudes públicas del talento, la heterodoxia y los viajes:
1) La enfermedad crónica desde la infancia, que le permitía una condición escindida de la normalidad; un ángulo de vista distinto por el que practicaría la vida a través y dentro de la ficción. Si, como él mismo reflexiona, los diálogos de personajes no fueron su fuerte, ello se debió a que su conocimiento y ejercicio de la vida sucedió en el más profundo magma de la imaginación, supletoria para él de las faenas físicas con las que escritores como Hemingway nutrieron sus diálogos; 2) La permanente dislocación de una mirada infantil, supersticiosa y contraria a la sabiduría libresca que solemos atribuir a los intelectuales. La inteligencia superior de Pitol, se emocionaba Bellatin al relatarme, coincidía con la arraigada creencia en tratamientos médicos alternativos, rituales esotéricos y la convencida acechanza de signos malignos contra los que pertrecharse. Su mudanza del D. F. a Jalapa había sido decidida por un ataque en la capital a su adorado perro Sacho, en la que resolvió no vivir interpretando lo acaecido como signo de una maldición. Esa irracionalidad se condensó en una suerte de encantamiento vital que preservó, representándose el mundo de forma diferente a lo habitual; 3) Movido por un irrazonable temor a una muerte próxima, Pitol concluyó que la epidemia, por la que en los años ochenta sus mejores amigos estaban cayendo enfermos, era un castigo demoniaco predestinado a Europa, a Nueva York y a las grandes capitales del mundo. Asediado por esa pesadilla volvió a México y culminó su obra, estando dispuesto para ello a cambiar radicalmente sus costumbres. “El autor de ahora no tiene nada que ver con el que escribía en Europa entre excesos de toda especie”, decía Bellatin, haciéndome ver que el don de atravesar por muy diferentes vidas era una cualidad transmutada a sus contrastantes etapas literarias. Advertida esta metamorfosis en un autor que conseguiría ser todos a la vez, el colofón de este relato fue portentoso: sintiendo ya la muerte en los talones, este autor zen se encerró en una cabaña de su familia en el campo, con lápiz y papel, sin ningún libro alrededor, con pausas cronometradas para comer, y de ahí salió El arte de la fuga, el libro rejuvenecedor que reconcilió sus mutaciones en marcha y nos embelleció la vida a sus lectores.
Tercer augurio, en casa del filósofo Carlos Pereda: departiendo con un grupo de profesores de los que Pereda es nuestro coordinador, conocí a Marcela Rodríguez, compositora ilustre, esposa de Pereda y amiga de Pitol. Escucharle referir las cenas que éste organizaba en el que fue su hogar en Coyoacán supuso viajar a la atmósfera de refinamiento y gracia con la que ambienta algunas de sus ficciones. “¿Mantienes comunicación con él?”. La fiebre pitolesca otra vez se apoderó de mí, y ya me encontraba yo indagando por un posible puente para enviar mi libro al maestro. No bien Marcela me respondió que tenía medios para contactarlo, le pedí que le hiciera llegar mi libro y consiguiera un teléfono donde localizarle. Su llamada vino a los pocos días, facilitándome el número de Roberto Culebro, secretario personal del narrador. Por fin dejé atrás las dudas y estuve seguro de que estas señales me llevarían a penetrar en “la realidad soñada”. Pero ninguna fantasía extrema valdría para anticipar ni siquiera la cuarta parte de lo que fue ese encuentro.
IV
Enero 15 de 2013. Diez años después tengo el valor de leer las notas de esa cita, que me apuré a escribir en el autobús de regreso a la central camionera de la TAPO. Mis apuntes no podrían atrapar la infinitud del sentimiento que me embargó. Lo tuve claro desde la primera línea que consigné. Quise entonces contarlo a quien quisiera oírme, y ahora mismo no estoy cierto de haber dado con la forma adecuada.
Casualmente ese día de enero era mi cumpleaños; como si Pitol lo supiera, su primera reacción al recibirme fue levantarse del sofá y darme el primero de tres prolongados abrazos con los que me franqueaba lo insólito. Ese día él rasgó la normalidad para mí. ¡De qué mundo provenía y, felizmente, de qué categorías me desprendí al rendirme a otro pitolesco e inconmensurable orden!
Sentados en su sala, disfrutando a la vista de las fabulosas alfombras asiáticas con las que tiñó de color alguno de sus relatos, el maestro enciende un cigarro y yo revuelvo la mochila sin encontrar mi cajetilla. Mi descontrol es evidente y el socorro del tabaco resulta crucial. Desesperado por mi torpeza ofrece calmar mis ansias con sus propios cigarrillos. Para acompañar el café, el tipo confianzudo en el que estoy convertido le baja esa tarde dos Camel a nuestro Premio Cervantes. Con la tranquilidad que te hace sentir, y el respaldo de Roberto Culebro para esclarecer lo que con muecas, sonidos y ademanes transmite burlando los problemas de la afasia, la plática fluyó dulcemente.
Tengo claro, sin necesidad de que Roberto me lo recuerde, que Pitol se fatiga pronto, y a los cuarenta minutos amago con retirarme. Pero el escritor me lo prohíbe, intensificando el diálogo con la remembranza de una reciente y segunda visita a La Habana para profundizar en su terapia de lenguaje. Las prescripciones médicas, me comparte encendiendo sus ojos, incluyen programas de ópera en una recámara donde vuelve también a festejar los filmes de su adorado Lubitsch. Antes de desplazarnos hacia un recorrido por su casa, el maestro me dice que le gustó mi libro. Devolviéndole la cortesía con el afectado trato de “usted” con el que me conduzco, él concentra su siguiente y noble esfuerzo en exigirme que deje esa deferencia que no le agrada. Pronunciar “de acuerdo, Sergio”, va contra todos los límites que está dinamitando para mí. Lo consigo, y lo vivo como un ingreso al paraíso.
Ese día de enero era mi cumpleaños; como si Pitol lo supiera, su reacción al recibirme fue levantarse del sofá y darme el primero de tres abrazos con los que me franqueaba lo insólito
Caminamos después por el barco de libros que es su casa, dejando en la sala a Homero y Diana, los dos hermosos perros que él acaricia al moverse. Entre ordenados y rebosantes anaqueles, comparte sus criterios de organización cuando, incitado por una súbita idea, me guía al espacio reservado para las colecciones Sergio Pitol: Traductor y Biblioteca del Universitario, de donde no para de sacar títulos que me regala hasta llenar dos pesadas bolsas. La del universitario, interviene Roberto, es una serie que el escritor edita, cuyos prologuistas selecciona y, a pedido suyo, se distribuye gratuitamente entre los recién ingresados a la Universidad Veracruzana. Tomando al vuelo esta aclaración, él le señala a Roberto que ha dejado pendientes otros dos datos que debo saber: el siguiente prólogo —conocido el apoyo que da a los escritores jóvenes— será preparado por el propio y orgulloso Roberto; y, a instancia también suya, la revista La nave (de la Universidad Veracruzana) arrancará una nueva época. Este intercambio cierra con otra prueba de su generosidad: The Philadelphia Story, la comedia clásica de George Cukor con Cary Grant, Katharine Hepburn y James Stewart, es un filme que le ha prestado a Roberto y sobre el que remarca su naturaleza divina. “Tienes que verla ya”, le reconviene con fruición.
Volvemos a la estancia principal, esta vez al estudio donde me muestra los retratos de los escritores que más venera. Sus “ángeles tutelares”, como ha escrito de Chéjov, Tolstói y Gógol, caracterización que extiende a las fotografías de Kafka, Rulfo, Mann, Alfonso Reyes, Manuel Pedroso, Virginia Woolf, Enrique Vila-Matas o Juan Villoro. “Vila-Matas te quiere mucho”, le extiendo esta obviedad a la que él replica con sonoro énfasis: “Y yo a él”.
De cara a su escritorio, poso la vista en cajones íntimos que él abre para mí como si yo fuera un amigo y no un intruso que inmerecidamente recibe un regalo de cumpleaños por una vez perfecto, inextinguible. Extiende frente a mí cartas, archivos y manuscritos, dejándome tener una idea del tesoro de papers que años después conformarán sus cajas de documentos personales en la Universidad de Princeton. Dando con lo que rebuscaba, Pitol coge en sus manos lo que sin ninguna vacilación me pide que revise. Se trata del borrador de una futura e inconclusa novela titulada chejovianamente El triunfo de las mujeres. ¡Por Dios, de qué está hecho este hombre para permitirme así la entrada en su Olimpo! Como acontece en la novela de Henry James, Los papeles de Aspern, que Pitol tradujo, alguna vez alguien debería ficcionalizar el intrigante destino de esta novela desconocida.
Nada ni nadie podría superar este gesto supremo, excepto, claro, él mismo. Y así lo hizo, no una, sino tres veces más. Primero, me volvió a abrazar al despedirnos en su sala; segundo, repitió la caricia al acompañarme a la puerta de salida; tercero, no me dejó ir sin antes pronunciar con una dificultad que venció: “Saludos a Paola”, el nombre de mi mujer, que sólo pudo saber al leer mi libro y reparar en la dedicatoria. Aun escrito esto, no puedo creer que sucediera. Fue el milagro de un mago que transformó mi vida. Se lo dije y pude agradecérselo antes de que su muerte lo eternizara. Relatarlo ahora es un tributo amoroso al embeleso que produce en sus lectores.
VÍCTOR HUGO MARTÍNEZ GONZÁLEZ (Tampico, 1974) es autor de Sergio Pitol. Una memoria soñada (2014), Cómo leer, razonar y estudiar ciencia política. Claves y mapas preliminares (2021) y Con el ánimo perplejo. Un ensayo sobre la izquierda en democracia (2019).