Para Carmen Boullosa y Elsa Canali
No sabemos realmente ni quiénes somos ni quiénes son los que nos rodean. Un ejemplo es el de Alcira Soust Scaffo (1924-1997), la desgarbada y generosa maestra de poesía en los corredores de la Facultad de Filosofía y Letras, durante la época en que la dirigía el filósofo y exembajador en Alemania Ricardo Guerra (1927-2007), traductor y estudioso de Hegel. Veo a Alcira en “el aeropuerto” —ese vestíbulo abierto— de la Facultad. Blusa casual, pantalones de mezclilla, zapatos de tacón bajo. Traía un par de bolsas mágicas de tela, repletas de cosas inesperadas, y de una de ellas iba sacando esas hojas de mimeógrafo en las que estampaba poemas de Arthur Rimbaud, León Felipe, Paul Éluard, Lautréamont, Emilio Prados, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Oliverio Girondo, Charles Baudelaire, Alfonsina Storni, entre otros.
ESOS PAPELES que Ricardo Guerra le daba permiso de imprimir todas las semanas eran a la vez tarjeta de presentación, antología y noticiero poético de aquella trovadora errante y maestra de los aprendices a quienes corregía sus escritos. Alcira cambiaba esos volantes por unos centavos, y vivía un poco de eso y de la caridad pública de los maestros, empleados y alumnos de aquella Facultad que, después de 1968, había pasado a ser su casa. En aquellos años eran muy populares las hojas impresas en papel revolución donde se alojaban apuntes de clase —recuerdo los de Lingüística y de Fonética de Juan M. Lope Blanch—, volantes de carácter político o documentos administrativos. El mimeógrafo permitía la reproducción de algunos dibujos y a veces de fotografías. Había una gran cantidad de documentos mimeografiados y no era difícil que Alcira pudiese deslizar de manera casi inadvertida sus pliegos de cordel que eran más bien hojas engrapadas, a veces de color.
No sé bien cómo nos hicimos amigos o quién me la presentó. Cuando la conocí ella contaría unos cincuenta años, yo apenas veintidós. Tenía buena memoria y sentido del humor, sabía reír y hacer reír, era obstinada, reacia, insumisa. Tenía un gran corazón aunque lo único que podía dar eran los poemas que se sabía de memoria y recitaba sin hacerse mucho del rogar en las reuniones. Yo no era su único amigo. A ella la sostenía una amplia red de conocidos y amistades. La envolvía la leyenda de haber tenido el miedo, la valentía, la fuerza de voluntad y la capacidad de resistencia que la mantuvieron encerrada en un baño de la Torre de Rectoría durante las semanas en que los soldados ocuparon la Ciudad Universitaria en 1968, cuando sólo se alimentó de agua y de papel sanitario, como cuenta Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco.
ESA EXPERIENCIA la transformó por dentro y por fuera. Tuvo algo de iniciación y rito de paso: adelgazó hasta los huesos, perdió los dientes, pero a cambio se le encendió la mirada poética y profética, perdió el sueño y tal vez un poco de aquella razón que, por lo demás, nunca había sido su fuerte. No era una mujer razonable. Lo fue menos después de 1968. Había vivido en casa de muchos maestros, empleados y alumnos, y la conocían no sólo en la Facultad de Filosofía y Letras sino también en otras. Había pernoctado en muchos hogares y periódicamente regresaba; la recibían siempre con los brazos abiertos. Era astuta, tenía algo de ocelote amazónico que puede confundirse con un gato. Siempre me llamaron la atención sus manos. Unas manos grandes y fuertes que más bien parecían raíces de una ceiba inmemorial, raíces de un frondoso ombú a cuya sombra se acogían los aprendices de la palabra. Un día se quedó a dormir en la casa, y unos días después me preguntó si calculaba yo que podía pedir a mis padres que se quedara una temporada. Dijeron que sí, pero en realidad Alcira iba y venía y cada que podía se quedaba a dormir en otro lado —como una guerrillera que no se dejaba sorprender durmiendo dos noches seguidas en el mismo sitio.
Lo que nos hizo amigos fue saber que compartíamos una enfermedad llamada poesía, la poesía francesa y en particular la de Arthur Rimbaud. Yo había tomado clases de esa lengua en la Alianza Francesa y luego en el IFAL. Me sabía de memoria algunos poemas y pasajes de François Villon, Louis Aragon y de Rimbaud —me gustaba mucho su poema del soldado muerto en el campo de batalla que de lejos parece alguien que duerme: “El durmiente del valle” (“Le dormeur du val”). Además nos unían ciertos poemas que ambos conocíamos de memoria. Había uno en particular de Baudelaire que los dos nos sabíamos en la traducción en verso de Eduardo Marquina. Era “El muerto gozoso” (en Las flores del mal, LXXIV). Lo recitábamos a coro o alternando los cuartetos y los tercetos de ese soneto que cada quien por diversas razones había memorizado. En alguna fiesta familiar, llegamos a recitar el poema alternando las dos voces para regocijo de la concurrencia.
¡Gusano! ¡Compañero ciego
[y silencioso!
mira cómo en tu busca llega un
[muerto gozoso:
filósofo, nacido de nuestra
[podredumbre,
húndete en la ruina de mis
[músculos yertos,
y dime si aún le guardas alguna
[pesadumbre
a este cuerpo sin alma de un
[muerto entre los muertos.
Alcira había llegado a México años antes, al congreso de historiadores de América Latina donde conoció a mi padre, don Jesús Castañón Rodríguez, quien seguramente conocía más de ella de lo que confesaba .
Cuando Alcira llegó a la casa, le enseñé la edición de Baudelaire en la traducción de Marquina, impresa en Madrid en 1905, que tenía mi padre y que yo todavía tengo en mi poder. No resisto la tentación de consignar la ficha del libro: "Las Flores del Mal, Spleen e ideal, Cuadros de la ciudad en París, El Vino, Rebelión, La Muerte... Poesías por Carlos Baudelaire, precedidas de una nota biográfica de Teófilo Gautier, traducidas en verso castellano por Eduardo Marquina, Madrid, Librería de Fernando Fé". Me hace ilusión pensar que este libro que tengo todavía entre las manos con su encuadernación azul marino estuvo entre las de Alcira.
Ella iba y venía entre sus amigos, convivía con poetas como Bruno Montané, Roberto Bolaño, José Vicente Anaya y Mario Santiago, a quienes yo también conocía y con quienes alguna vez compartí la mesa en el Café La Habana o en otros lugares. Curiosamente, mi padre, don Jesús Castañón Rodríguez, se había encontrado con Alcira durante algún congreso de historiadores a donde él tenía que estar presente, a principios de los años sesenta. De modo que la conocía desde antes de 1968.
ALCIRA LLEGÓ A LA CASA, mi padre la recibió sin decir nada ante la familia, pero necesaria y seguramente tuvieron algún intercambio. Entre ellos se olía cierta distante complicidad derivada de las experiencias seguramente compartidas en años anteriores. A don Jesús le gustaba bromear con Alcira. Recordaba los orígenes germánicos de su nombre, cuyo significado es “orgullo de los nobles”. También aludía al apellido Soust, proveniente de Francia, nombre de un río cercano a la ciudad de Pau, en los Pirineos del Atlántico, no muy lejos de la frontera con España. Por los alrededores de esa región anduvieron Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, según recuento de Charles de Batz, señor D’Artagnan y mariscal de Francia, cuyas Memorias sirvieron al novelista para escribir su saga y que fueron traducidas por Amalia Paz, según informa su sobrino Octavio en su página sobre “La Francia íntima”.
En la ciudad de Pau hizo sus estudios de secundaria Alexis de Saint Léger, quien luego sería conocido como Saint-John Perse. El amor por la poesía y la literatura francesas lo traía Alcira en la sangre. En las discusiones con mi padre, ella no lo contradecía, se ponía nerviosa y sonreía como un gato. Tanto le gustaba Baudelaire que me pidió permiso para que ése fuese su libro de cabecera mientras se quedara a dormir en la casa, cosa que desde luego le fue concedida. Mi madre doña Estela, la Doctora, como la llamaba mi padre y luego Alcira, la recibió con los brazos abiertos y aceptó que viviera de modo intermitente en la casa durante días que se transformaron en semanas que se hicieron meses. Alcira —según me cuenta mi hermana Margarita— tenía algunas creencias extravagantes. Entre ellas, que era muy bueno no secarse luego de haber pasado por la ducha, cosa que tal vez explicaba que su ropa no se viera muy bien planchada y que Alcira gozara de una excelente salud. Se ufanaba de ella y de hecho, durante casi un año que estuvo en la casa, nunca se enfermó. Le contó a Margarita que al salir del encierro en la Torre de Rectoría, después de diez días, lo primero que hizo fue ir a comerse una torta de queso de puerco, contra los consejos de amigos que temían por su salud. Sobrevivió al encierro, a la dieta de papel sanitario y agua y a la torta... Su salud y capacidad de resistencia no eran de hierro sino de platino.
Llegaba a la casa en las tardes o noches con grandes bolsas de pan de dulce que le llevaba a sus anfitriones. ¡Cómo le gustaban las conchas! Pero ella no era la única visitante, su presencia se sumaba a la de los amigos de mi padre de la época de la preparatoria y de la Facultad, a la de sus alumnos, y a esos viejos y jóvenes compañeros se añadían las amistades de mi hermana Margarita y alguna vez las de doña Estela, siempre debidamente acompañados de las dos o tres muchachas del servicio, y de los perros que siempre ha habido en la casa hasta ahora.
Mi madre, la doctora Estela Morán Núñez de Castañón, se hizo su amiga y sostenían largas conversaciones. Alcira había llegado a México años antes, al congreso de historiadores de América Latina donde conoció a mi padre, don Jesús Castañón Rodríguez, quien seguramente conocía más de ella de lo que confesaba. Pasaba el tiempo y Alcira se quedaba en la casa como un huésped eterno. Estela, cuya profesión era la odontología, le insistió para que se dejara arreglar la dentadura gratuitamente. La uruguaya se resistía y hacía del rogar con sonrisas desdentadas y furtivas. Un día la doctora le dijo a la poeta:
—Alcira, tú eres una artista y sabes lo que es el honor de los artesanos. Yo no soy poeta, pero tengo el oficio de hacer dentaduras. O te dejas arreglar la boca gratis o te vas de la casa, pues eres muy mala publicidad para quienes vienen a consulta.
AL DÍA SIGUIENTE Alcira ya no estaba y se había llevado sus cosas. Luego, en la Facultad, me saludaba de lejos y me rehuía. También, desde luego, me empezaron a rehuir aquellos que no llegaron a ser mis amigos. El distanciamiento había empezado quizá antes, pues era yo un admirador abierto de Alfonso Reyes y de Octavio Paz, para burla de los ultravanguardistas.
Alcira era sin duda una rara avis, independiente, excéntrica, reacia a la disciplina doméstica o académica, y en ese sentido practicaba un cierto arte de vivir como resistencia, su modo era el de una guerrera, o si se quiere, una guerrillera de las letras. Pero no era el único personaje raro de la Facultad. Ahí estaba el gigante ciego Huama o los grupos de cantantes ciegos o esos estudiantones o exestudiantes, los consabidos fósiles de donde salían los porros; o los curiosos como el poeta y pintor Javier Audirac, discípulo e imitador de José Luis Cuevas, que había pintado un cuadro enorme con un gato que adornaba el despacho del director; o los excombatientes del 68 como José Revueltas, Carlos Félix o Roberto Escudero, todos amigos de Alcira, quien tenía además su lado filosófico y político, y oscilaba entre el anarquismo y otras tendencias radicales.
Desgarbada y con algo de equináceo, como una yegua flaca, una rocinante que era su propio don Quijote y cuya Dulcinea era la maldita poesía de la que se contagió siendo muy joven y que la había convertido a esa religión descalza que es el poema; una misionera que probablemente sobrevivía, en la sociedad materialista y mercantilista de su tiempo, como una especie de náufrago de otra época. Tenía la elegancia de la limpieza. Es cierto que no tenía dientes, pero no tenía, ni en sentido material ni metafórico, mal aliento.
Era frugal y ascética pero no sabía resistir una copa de vino tinto bebido en buenas compañías. Sólo tenía dos o tres blusas, me consta, pero se las arreglaba para traerlas lo más impecable que podía. El agua y el jabón eran su maquillaje preferido. No le gustaba mucho hablar de su pasado ni de su país, donde se sabía que tenía alguna familia. Tampoco le gustaban mucho sus compatriotas. No eran pocos los uruguayos que había entonces en México: Ulalume González de León, Edison Quintana, Ida Vitale, Jorge Ruffinelli, Eduardo Milán, Carlos Pereda, Mabel Hernández (hija de Felisberto Hernández), entre muchos otros. Su presente era la poesía, la presencia de la poesía. Vivía para recitar ese puñado de poemas que se sabía de memoria, los de Neruda o León Felipe, entre otros. Era una especie de León Felipe femenino, aunque no era muy femenina, respiraba versos y saciaba su sed bebiendo anécdotas de las vidas de los poetas... Antonio Machado era uno de ellos. Gracias a Alcira leí o releí a muchos de los mencionados, pues nos reuníamos para leer en voz alta esos poemas. Era insobornable e intransigente con los gustos poéticos y lo suyo era discutir acaloradamente en una reunión sobre las dificultades y escollos de la vocación poética, tema al que se llegaba luego de muchas copas y muchas historias sobre poetas vivos y muertos.
No sabemos realmente ni quiénes somos ni quiénes son los que nos rodean. Otros ejemplos son los de los refugiados y emigrantes de todos los confines del planeta, pero en particular, en el siglo XX, los de Centro y Sudamérica, para no hablar de los de Europa. En la época en que Alcira llegó a México, hacia principios de los años sesenta, ya estaban aquí Augusto Tito Monterroso, Ernesto Mejía Sánchez, Otto Raúl González, Carlos Illescas, Alejandro Rossi, Álvaro Mutis, José Luis González, Yvette Jiménez de Báez, Carlos Solórzano, Alaíde Foppa, Enrique Jaramillo Levi, Luis Cardoza y Aragón, Hernán Lavín Cerda, Bolívar Echeverría, Walkiria Wey, Eduardo García Aguilar, y estaban llegando o por llegar Juan Gelman, Jorge Lebedev, Máximo Simpson, Roberto Bolaño, Bruno Montané, Renato Prada Oropeza, entre muchos otros emigrados de Argentina, Puerto Rico, Uruguay, Chile, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Panamá, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Colombia, entre otros países. En ese paisaje, la silueta de Alcira pasaba casi desapercibida. Vino a cobrar notoriedad por el incidente del cautiverio voluntario y clandestino en Ciudad Universitaria durante la ocupación militar, que además debe inscribirse a su vez en el contexto de la expulsión inmediata del país por la aplicación del artículo 33 de la Constitución, aplicación temida hasta hoy día. A eso se añadió que en su novela Los detectives salvajes Roberto Bolaño le inventara otra vida.
EPÍLOGO
Aunque era asidua a la Facultad de Filosofía y Letras, Alcira asistía a muy pocas clases, como las del poeta Luis Rius Azcoitia. Cinco años menor que ella, él murió en México el 10 de enero de 1984. Fue compañero de Tomás Segovia, Manuel Durán, Arturo Souto, José Pascual Buxó, Enrique de Rivas, Ramón Xirau, entre otros. Muy cerca estuvo de León Felipe.
Alcira, según me cuenta Juan Luis Bonilla Rius, sobrino del poeta, acompañó a Luis durante sus últimos días. No sólo fue una partera de los nuevos poetas y escritores, también supo ser una nodriza de los que se iban, como su maestro Luis Rius.