La restauración, labor de cuidados

De la reparación de antigüedades a la vida que nos habita en lo profundo, restaurar también es una forma de ejercer los cuidados. En este ensayo de tono personal, la escritora Ave Barrera nos hace partícipes de sus procesos creativos, de las luchas feministas recientes, así como de la oportunidad de coordinar la Colección Vindictas, de la UNAM —que recupera a mujeres olvidadas por el canon literario masculino. Nos abre así la puerta al concepto que la ha obsesionado por años, el cual dio título a su novela publicada en Paraíso Perdido

La restauración, labor de cuidados
La restauración, labor de cuidados Foto: teksomolika / freepik.es

Recuerdo el rostro tranquilo y benévolo con que el Arcángel Miguel blandía sobre su cabeza una espada flamígera, mientras aplastaba a la serpiente para acabar con el mal y restablecer el orden en el universo. Era una escultura novohispana barroca, de madera policromada, quizá del siglo XVII, con amplios drapeados en los vuelos de su vestido estofado con hoja de oro, una coraza azul al torso y mangas bombachas, como de princesa. La pátina de varios siglos se había encargado de añejar los colores y los brillos de la pieza, lo que le daba muy buen carácter, aunque le hicieran falta dedos a la manita izquierda, alzada al costado como para tomar vuelo. Mi padre había llevado la escultura a su taller para restaurar ese pequeño defecto, a solicitud de uno de sus clientes. La puso sobre un banco alto, de asiento giratorio, para trabajar en ella.

Desde que la vi me pareció asombrosa: el brillo, la forma, el movimiento de su impulso injustamente paralizado. El barroco está hecho para deslumbrar. Yo tenía tres o cuatro años, y sentí que lo único que le faltaba al Arcángel era moverse. Hice girar el asiento del banco, una y otra vez, más rápido, para propiciar el baile y el milagro del movimiento ante mis ojos fascinados primero, aterrados después, cuando vi caer la escultura al suelo. Recuerdo el estruendo de la madera al romperse, la voz espantada de mi padre, su ¡NO!, el rostro apacible del Arcángel rodando por el suelo, un brazo roto, la espada flamígera. La serpiente del mal había sido liberada.

Luisa Roldán, escultura del Arcángel Miguel, 1692.
Luisa Roldán, escultura del Arcángel Miguel, 1692.

La restauración es una fuerza, un impulso primario, un deseo. Es la necesidad de restituir el orden, reparar el daño o revertir el deterioro natural del tiempo. Es la mezquindad con que guardamos el suéter favorito en el fondo del clóset, no me lo pongo para que no se gaste, y es también la pesadumbre y el remordimiento por no poder evitarlo. Pienso, por ahora, únicamente en los objetos, en el daño sobre la materia: el libro deshojado, las botas caminadas, la carcacha (paso a pasito, no dejes de tambalear). Se nos rompe la copa de cristal en el fregadero y el corazón reclama el instante previo al estallido, pero estamos del otro lado del tiempo. Podemos, si acaso es posible, restaurar. Re instaurar, volver a poner en pie algo. Ir a la tienda y comprar un juego de copas nuevo, llevar las botas al zapatero, hacer que el Arcángel Miguel vuelva a imponer su dominio sobre el caos.

CUANDO COMENCÉ A ESCRIBIR la novela que después llevaría por título Restauración, no tenía idea de los rumbos por los que me llevaría ese término o, mejor dicho, ese concepto. El detonante de la historia había sido una casa abandonada, con lo que resultó casi natural que la protagonista fuera una restauradora profesional y una entusiasta del tema, capaz de reparar lo mismo una tubería, que un jarrón de porcelana de la dinastía Man-chú. Min se dedica a restaurar la casa que acaba de heredar el hombre a quien ama, un tipo evasivo y sinvergüenza, con la esperanza de ganar su favor. El amor romántico es el talón de algunas mujeres aquileas. La restauración comienza a dar vida a los fantasmas que habitan la casa: los que dañan y las que reciben los efectos del daño. El giro metafórico que la novela intenta, a la par de la restauración material y mnemónica de la casa, es una reintegración, si bien a posteriori, de la agencia del personaje.

Con esta novela pude aprender que tanto la escritura como la restauración son actos colectivos. En agosto de 2019, meses antes de la pandemia por Covid, miles de mujeres nos manifestamos en las calles de la Ciudad de México, por el alza en la tasa de feminicidios, que si en 2015 era de siete mujeres por día, en ese momento había llegado a 10. Nos plantamos frente a la Fiscalía, en la Glorieta de los Insurgentes. Ya antes habíamos salido a marchar con pañoletas verdes y moradas, habíamos aprendido himnos y consignas, pero esta vez era diferente, había una rabia más profunda, una verdadera necesidad interna de quemarlo todo. “Si matan a una, respondemos todas”.

El giro metafórico que la novela intenta, a la par de la restauración de la casa, es una reintegración de la agencia del personaje

Creo que en ese momento muchas nos volvimos conscientes del acto político de romper, destruir y marcar la materia de una ciudad para crear la herida de un reclamo urgente. Algo semejante al cuerpo que manda señales de enfermedad en forma de llaga, en el intento de poner límite a los excesos que hemos cometido en su contra. Lo roto, visto en la distancia, no tenía importancia si se le ponía al lado del motivo. Eran las vidas de miles de mujeres contra unas cuantas vitrinas de la estación del metrobús, cristales de la Fiscalía, los muebles de una oficina de la policía de camino a Paseo de la Reforma.

Nuestra furia quedó impresa en el monumento a la Independencia. La ficha hubiera tenido que decir “técnica: graffiti, material: esmalte en aerosol sobre mármol blanco y bronce, autora: nosotras”. A la mañana siguiente, la opinión conservadora meneó la cabeza y dijo no son formas, pero la colectiva Restauradoras con Glitter supo dar una respuesta que para mí fue una lección. Su manifiesto me permitió reflexionar en un significado distinto del monumento, el valor histórico y presente de los símbolos que se erigen en el espacio público. Es necesario honrar la cicatriz porque es el recordatorio de lo profundo de la herida, pero también de nuestra capacidad de sanar. Hay que restaurar, sí, pero el sistema político y de seguridad que se ha mostrado vergonzosamente incapaz de proteger la vida de sus ciudadanas. El mármol qué.

ESE ESPÍRITU COLECTIVO y sororo dio también un impulso a la Colección Vindictas, el proyecto editorial de la UNAM que Socorro Venegas me invitó a coordinar a inicios de ese mismo año, y que me llevaría a recorrer sinfín de librerías de viejo y bibliotecas, para desempolvar libros de escritoras que habían quedado relegadas y cuyos nombres me resultaban desconocidos. Libros que cayeron en el olvido no por su calidad literaria, sino por haber sido escritos por una mujer, porque su tema o su propuesta estética no eran lo que aprobaba el canon de la época o, peor, porque la figura autoral no había logrado competir con las reglas de un juego cuyas dinámicas ahora cuestionamos.

Si nadie recuerda a Tita Valencia a pesar de que obtuvo el premio Xavier Villaurrutia con su genial Minotauromaquia, si se limita a Luisa Josefina Hernández a su dramaturgia aunque haya publicado más de 20 novelas, si no podemos reconocer en el presente el nombre y la narrativa de riesgo de Asunción Izquierdo Albiñana o la capacidad de Gabriela Rábago Palafox para ahondar en los matices oscuros de la infancia, ¿qué será de nosotras y de nuestra escritura dentro de 20 o 30 años? ¿De qué habrá valido todo nuestro esfuerzo si el canon se hiciera cargo de ignorar la relevancia de lo que estamos escribiendo?

La extensa labor de investigación para dar con los nombres de aquellas autoras supuso la participación de muchas personas que compartieron descubrimientos, tesoros académicos, pdfs y bibliotecas. Ojalá fuera posible reeditarlas a todas, pero todo catálogo es una restricción y nos vimos ante el desafío de disponer un criterio para decidir a cuál de todas esas obras daríamos prioridad. La decisión editorial que apuntala la Colección Vindictas ha sido la calidad como aspecto primordial para respaldar la urgencia de su rescate, lo que hizo que nos preguntáramos: ¿en qué radica la relevancia de una obra literaria? ¿Qué hace vigente y necesaria su lectura? ¿De qué depende su permanencia entre los lectores? A final de cuentas, ¿qué es la buena literatura? ¿A partir de qué parámetros configuramos el sentido estético de lo literario? ¿Con qué aspectos del canon y de la tradición queremos romper y con cuáles nos quedamos? Graffiti sobre mármol blanco.

LA RESTAURACIÓN es una labor de cuidados. Se restaura lo valioso, aunque hay objetos cuyo valor está determinado por lo que nos hacen sentir. Más allá de la materia se encuentra un entramado de emociones que el objeto representa, procesos de duelo que a partir de él podemos comprender mejor.

Yo tenía 22 años y mi madre me acompañó al centro a comprar las botas que llevaría a una residencia de investigación en Oaxaca, el viaje que marcaría mi emancipación. Ésa fue la única vez en que fuimos a comprar zapatos sin acabar peleadas. Me regaló unas Siete Leguas de color azul petróleo. Pedí llevármelas puestas y salí caminando con ellas dispuesta a devorar el mundo, calzada por ese gesto suyo de aprobación.

Mi madre murió siete años después. En su enfermedad, cuando perdió el lenguaje de forma repentina, no estábamos listas aún para reconciliarnos. La muerte llegó antes de que pudiéramos restaurar el vínculo afectivo que a lo largo de nuestra vida juntas se había deteriorado hasta casi romperse. Tuvieron que pasar 10 años para que llegara el momento de encarar la ausencia de mi madre y elaborar el proceso de duelo, el de la pérdida, el de la vida que no tuvimos. Una tarde lluviosa, en un departamento del piso 10 de la torre Allende, de Tlatelolco, sucedieron dos cosas: decidí comenzar a escribir acerca de su muerte, acerca de ser hija y sentir en un mismo cuerpo el amor más desaforado a la par de un odio estúpido y pueril; decidí restaurar por medio de la escritura el lazo que me une a mi madre. El resultado fue la novela que se publica en Lumen esta primavera y que llevará por título Notas desde el interior de la ballena.

Lo segundo que ocurrió esa tarde es que tomé las botas Siete Leguas, las mismas de hacía 17 años (las había mandado reparar un sinfín de veces), salí descalza y las arrojé al depósito de la basura. Fui a una tienda y me compré unas botas nuevas; de paso también compré un helado caro, sabor caramelo con sal.

RESTAURAR ES UNA BÚSQUEDA y un proceso contínuo, porque el tiempo sigue su marcha y volvemos a construir sobre la huella de antiguas historias. Ahora trabajo en una nueva novela, un viaje por el mar de California para entablar comunicación con otras formas de vida, que resulta en el reconocimiento de la animalidad que somos y que nos hace parte del mundo.

Más allá de la materia se encuentra un entramado de emociones que el objeto representa, procesos de duelo que a partir de él podemos comprender mejor

Pienso en una nueva forma de restauración y tomo notas para una serie de ensayos sobre esta creciente urgencia por voltear hacia eso que, a falta de un mejor término, solemos llamar naturaleza.

Uno restaura aquello que ama y somos muchos los que amamos este planeta, a sus habitantes humanxs y no humanxs, plantas, animales, hongos. Queremos revertir el daño que el capitalismo ha ocasionado sobre la tierra, los mares, los bosques y el clima, sobre nuestras sociedades. Restaurar supone hacer visible, observar lo dañado y rescatarlo de nuestra torpe omisión. Es famosa la frase que reza que no podemos cuidar lo que no conocemos. Desde que la pandemia nos obligó al encierro, quizá desde antes, muchos sentimos la urgencia de recorrer los caminos de la montaña y cómo la montaña nos transforma, nos descubrimos parte de un todo. Cada vez somos más quienes nos interesamos por leer, investigar, escribir, escuchar y dialogar acerca de esa manera de entendernos, no como una excepción sino como una manifestación más de la vida.

Nos encontramos en el límite de muchos puntos de inflexión del cambio climático y es fácil perder la esperanza, dar todo por perdido, sucumbir a la indiferencia. Otrxs, por el contrario, somos presa de la ansiedad y de la culpa o nos sentimos paralizados ante el horror de la inminente catástrofe. Lo cierto es que entre más pronto actuemos, menos habremos de perder. Urge reaccionar, pero sobre todo señalar a quienes son los verdaderos responsables, pensar en conjunto, dar batalla a las políticas que siguen haciendo posible el daño y exigir la restauración de los ecosistemas afectados. Urge despertar del sueño del crecimiento económico infinito y detener el consumo masivo, la producción descontrolada, la explotación irrespetuosa del planeta y de nuestras vidas.

Ahora, más que nunca, es necesario pensar en términos de restauración, pero no a partir de las alternativas falaces que ofrece el crecimiento verde, sino del decrecimiento, la descolonización y la creación de estructuras sociales que hagan posible el respeto hacia Gaia, más como sujeto de derechos que como fuente de recursos.

Es nuestra la espada flamígera, la salvación no vendrá de una deidad ni de las máquinas, ni vendrán a llevarnos los extraterrestres. En conjunto nos corresponde imaginar nuevas formas de habitar el mundo y hollar implacables a la serpiente del mal para reinstaurar el equilibrio en el universo.