Revelar las sombras. Entrevista a Jonathan Shaw

Esgrima

Jonathan Shaw
Jonathan Shaw Foto: Fuente: uanl.mx

Jonathan Shaw estuvo en el ojo del huracán del movimiento artístico contemporáneo. Escritor, hijo de una estrella de Hollywood (Doris Dowling) y de un aclamado clarinetista de jazz (Artie Shaw), se convirtió en tatuador por azares del destino, en Veracruz; fue discípulo de Charles Bukowski y su firma transita hoy en pieles de personajes como Kate Moss, Johnny Depp, Jim Jarmusch y Marilyn Manson. En su tiempo fue adicto a todo. Encontró alivio en las plantas de poder y las oraciones sincretistas religiosas afrocatólicas.

¿Cuándo fue la última vez que viste Días sin huella ( The Lost Weekend, 1945), la película de Billy Wilder, con una bellísima Doris Dowling —tu madre?

Hace años que no la veo. Está grabada en mi memoria, en mi al-ma, porque fui criado con ella. Es muy significativa, más allá de que mi madre tuvo su papel en la misma. Me tocó muy fuerte, más cuando pude analizar su significado metafísico. Tiene que ver con mi destino y la relación con mi familia. Es la historia de un alcohólico. Mi madre era alcohólica y la mayor parte de su linaje también. Ella tenía mucho más que ver con el protagonista que con el personaje que ella representaba. En la vida real, como todos los alcohólicos, tenía sus altas y bajas; era muy neurótica, agresiva cuando se embriagaba; una persona angustiada por su vicio, neurosis, locuras. Su papá fue alcohólico y sus abuelos también. Eran gitanos. Salí de casa muy chico para escapar de mi familia pero no pude porque la familia vive en tu ADN, en tu sangre. Tuve que afrontar todo eso de viejo para recuperarme de mi propio alcoholismo. Ésa es mi historia con Días sin huella, ahí empecé a analizar la maldición familiar, esta enfermedad espiritual hereditaria.

¿Qué te pasó con la iboga (un arbusto del Congo y Gabón); cuáles son sus efectos terapéuticos?

En mi búsqueda espiritual encontré la iboga hace diez años. La usa una tribu indígena africana de la República de Gabón. Es un rito de paso de los adolescentes para repensar su viaje espiritual en la vida material, tomar conciencia de las fuerzas divinas y potenciar su contacto con el mundo espiritual. No es una sustancia ligera como la ayahuasca, que se usa repetidamente para dar refuerzo, en toda hora, todo el día. La iboga es una bomba atómica. La usé una vez. No voy a dar muchos detalles sobre mi experiencia porque es muy personal y es difícil describirla con palabras. La usé en un ritual serio, muy fuerte; me quedé tres días fuera de mi cuerpo, había gente que cuidaba de mí, unos chamanes que asistían durante mi viaje.

¿Cuál es la responsabilidad social del artista, por más marginal y underground que sea?

Se trata de ser auténtico y contar la verdad. Tener el valor de buscar la verdad debajo del plano, cavar dentro de las cavernas del subconsciente y llevar a la luz todo lo que se esconde en las sombras; es un trabajo doloroso, de autoexaminación, que requiere una búsqueda interna. Sin excavar las sombras uno no puede llegar a la luz. Hay muchas cosas escondidas en la conciencia humana que deben ser dispuestas a través del arte, el humor, la tragedia, las historias verdaderas. El artista tiene que estar dispuesto a abrir las puertas del infierno que existe en el lado oscuro. Hay que abrir las heridas para curarlas.

En mi búsqueda encontré la iboga hace diez años. La usa una tribu indígena africana de la República de Gabón

Conociste a Charles Bukowski en Los Angeles Free Press, uno de los periódicos clandestinos más distribuidos de la década de 1960. ¿Cómo fue su trato?

Yo tenía 17 años. Empezaba a dedicarme a la escritura. Fue una influencia temprana. Su manera de trabajar con las palabras —exponiendo sus heridas existenciales con autenticidad— era admirable para mí. Pero no para copiar su estilo. Su filosofía de vida, de escribir, era de un guerrero de las palabras, buscaba a través de sus historias la verdad. Eso fue un ejemplo de que no hay malas consecuencias en buscar la verdad y exponer las heridas por medio de la escritura.

El consejo más importante que me dio de joven fue brutal. No me criticó por lo que escribía, me dijo que parecía un chico medio pendejo que necesitaba vivir más para poder escribir: “si no te sales de tu caminito, vas a tener que vivir muchas vidas antes de poder escribir algo de valor”. En ese momento no entendí lo que me había dicho y salimos, cambiamos trompadas, peleamos. Después quedamos como buenos amigos. Era verdad: sólo ya que salí del falso confort de mi medio ambiente, viajé sin dinero, tuve aventuras, desafíos y problemas en mi vida loca, sólo después de acumular esa experiencia tuve la posibilidad de escribir historias auténticas y verdaderas.

¿Qué recuerdas de Frank Zappa?

Fue mi ídolo. Lo conocí cuando tenía 14 años: un sueño, porque era su fan. Me adoptó, me trató bien. Siempre me gustó su música y los mensajes que transmitía. Le tenía un gran respeto y sigo muy impresionado con el genio que era, con todo lo que ha contribuido a mi Matrix mental. Me abrió la cabeza y dije: “vaya, no soy el único freak en este mundo”. Por todo lo que representa a través de su obra, música y trabajo: ¡Que viva Zappa!

¿Cómo fue el primer borrador de Narcisa, que escribiste en un BlackBerry por las favelas de Río de Janeiro?

Narcisa (Sexto Piso / UANL, 2016) se escribió a través de mí, no tanto que yo la haya planeado. Fue una expresión de mis experiencias a través de una inspiración que vino de más allá de mi conciencia. Fui apenas un vehículo para que esa conciencia se manifestara. La novela se realizó durante muchos años y sin esfuerzo mental, porque Narcisa ya estaba escrita en algún lugar del universo, sólo necesitaba mi mano, mi tiempo, mi energía para ponerla en palabras concretas, a través de mucho trabajo, sudor, lágrimas, risas. Tuve el privilegio de transcribir más que escribir el libro. Fue una obra de poesía divina que tuve la ventaja de capturar. Así que no tomo crédito personal de un libro que es una dádiva, una inspiración que viene de más allá de mi mente. Digo con toda humildad que es una obra del Maestro, el dueño del Universo que me escogió por suerte, por la gracia de Dios para ser su escribano.

Empecé a escribir Narcisa con un bolígrafo, después se acabó la tinta, lo mandé a la mierda y continué en un BlackBerry. Vivía en las favelas de Río de Janeiro y sentarme encima de una motocicleta a escribir con una pluma podía causar paranoia en ciertas personas. Todos eran narcotraficantes. Con un telefonito —todo el mundo se pasaba el día en esos aparatos— era la cosa más inofensiva. No despertaba ningún pensamiento negativo. Fue una manera de trabajar oculto, observando mis alrededores, disfrutando y escribiendo por la inspiración que siempre fueron las calles de Río de Janeiro, los personajes que vi, los detalles de las favelas y el movimiento de la droga. Para mí el BlackBerry fue más una conveniencia que una planeación.

¿Mejor tatuar como un vagabundo que como un rockstar que trabaja en el salón más respetado de Nueva York?

Surgió en mi estilo de vida como vagabundo, marinero, gitano. Fue una opción, más que un deseo de ser rockstar o artista famoso, una figura mamona de contracultura; todo eso vino después. Empecé a tatuar porque combinaba con mi estilo de vida; vivía en el submundo, un terreno underground y marginal. Tenía talento, eso me ayudó a empezar. Desarrollé un estilo diferente y el destino me llevó a Nueva York cuando había cierta carencia de ese trabajo.

Johnny Depp te ha comparado con autores como, por ejemplo, el Marqués de Sade, Louis-Ferdinand Céline, Dashiell Hammett, Emil Cioran y Neal Cassady. Pero pienso que estás más cerca de San Juan de la Cruz como poeta; leo Narcisa como una versión contemporánea y novelizada de su poema “Noche oscura”.

Johnny Depp me ha comparado con esas y otras figuras; creo que lo hizo como una forma de elogio que agradezco y acepto. Pero no me comparo ni comparo a nadie, ¿de qué sirve? Me siento muy libre de ser yo.

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Lou Ottens