Charles Simic

Rey con corona de papel

Fue raro: un poeta serbio y migrante y notable. Además ganó el Premio Pulitzer, como sólo otros dos autores de su origen han logrado en la historia. Una quinta singularidad: tenía un humor ácido —en sus palabras, Hitler y Stalin fungieron como los agentes de viajes cuando fue exiliado a Estados Unidos. Llegó a ese país a los quince años, sin hablar inglés, y a los 29 tuvo entre sus manos un ejemplar de su primer libro de poesía, publicado en esa lengua adoptiva. Despreciaba las pretensiones, siempre se halló a gusto entre las minorías y los objetos en apariencia secundarios. Julio Trujillo se acerca a su originalidad, a su potencia innovadora.

Charles Simic  (1938-2023).
Charles Simic (1938-2023). Foto: Fuente: poeticous.com

If only I had a paper crown on my head.

C. S.

Durante los bombardeos nazis a Belgrado, un instructor le gruñe a uno de sus soldados: “¡Cabo! ¡No lo vi esta mañana en el entrenamiento de camuflaje!”. “¡Gracias, sargento!”, responde el soldado.

LA GUERRA

Un chiste así, bélico, me parece ideal para acercarnos a la obra poética de Charles Simic, peinada siempre por un aire tragicómico, acaso el aire que ha peinado los siglos en los que la historia de la humanidad ha sido escrita. No hay que hacernos ilusiones, la violencia nos acompaña de principio a fin, pero ese sangriento recorrido se conoce también como la comedia humana, huérfana de explicaciones racionales, la historia entendida como farsa. Es imposible estudiar la genealogía de la violencia sin el factor de la locura, ese punto en que la razón se ve abatida y recurrimos mejor al garrote, a la gratuidad de un golpe que eche abajo los argumentos racionales.

Todo es un poco irreal, un poco ridículo y ahí, ante la impotencia del historiador o del sociólogo, hace su aparición el poeta. No hay un siglo mejor que otro, acaso vivamos una apertura entre las nubes, una siesta con nuestra pareja, un beso o dos y se acabó; regresan las plagas, las guerras, el hambre, la persecución y todas las calamidades que se nos puedan ocurrir. Simic apunta:

Los verdaderos poetas conocen el marcador. La felicidad, el amor y las visiones del Todopoderoso y sus ángeles van y vienen. En el momento en que probamos un pedazo de dicha, lo comenzamos a saborear y chupamos nuestros labios, ¡ups! Se incendia la casa, alguien se escapa con nuestra esposa o nos rompemos una pierna. La poesía es mejor, entonces, cuando se encuentra en el corazón de la comedia humana, no hay quien reporte de manera más confiable lo que este lío significa. Mi opinión es que la poesía es inevitable, irremplazable y necesaria como el pan. Incluso si nos hallamos viviendo en el lugar más desgraciado del mundo, en una edad de vileza y estupidez sin paralelo, descubriremos que la poesía sigue siendo escrita.1

Y que nos seguimos riendo, habría que agregar, porque la tragedia y la comedia van trenzadas. El poema, como la mirada de Buster Keaton, puede ser impasible, imperturbable en medio del caos:

Tan extraño como un pastor en el Círculo Ártico.

Así, en un par de líneas, el poema establece una realidad propia con una lógica propia, autosuficiente, paralela a la solemne cronología en la que se inscribe. En un famoso texto, W. H.

Auden señala cómo los viejos maestros no ignoraban que el sufrimiento sucede mientras la vida continúa, cómo el martirio debe llevarse a cabo mientras los perros siguen con su perruna vida y el caballo del verdugo se rasca el trasero en un árbol; cómo Brueghel, por ejemplo, en su Ícaro, hace que la rutina siga su curso mientras lo inaudito acontece: un niño cae del cielo.

Esa rutina, ese caballo rascándose el trasero, le interesan a Simic como evidencia de que en el rictus del horror de nuestra especie se alcanza a dibujar, también, una siniestra carcajada. La carcajada del destino, tal vez, o la de lo común y corriente. Dice nuevamente nuestro poeta:

En lugar del amplio registro del historiador, el poeta ofrece una especie de reverso histórico de lo que no suele ser importante en el gran esquema de las cosas, la imagen de un gato muerto, digamos, que yace en los escombros de una ciudad bombardeada, y no las razones de esa campaña aérea.

En una página provocadora, Pascal Quignard dice que la guerra es como un periodo vacacional en el cual el tiempo se detiene y todo vale, en el que se acentúa la camaradería, pero también la gratuidad de la violencia.

EL NIÑO SIMIC, nacido en Belgrado en 1938, hubiera estado de acuerdo: la guerra transformó su infancia, descarrilándola de sus ejes e instalándola en una realidad aparte, donde los bombardeos constantes coincidían con el tiempo del juego y la fantasía. Una y otra vez Simic contrapone, a las crónicas de las atrocidades, su reverso histórico personal, como los piojos que le provocó ponerse el casco de un soldado muerto o el olor de las sandías en un día de campo mientras los aviones zumbaban en los cielos de Belgrado... “Mi propia historia y la historia de este siglo son como la de un niño y su madre ciega en la calle”, dice. La Historia y sus desvaríos nos descolocan y arrojan una luz nueva a nuestras vidas minúsculas. Pero no es la infancia en Belgrado durante la Segunda Guerra sino otro conflicto el que provoca es-ta elocuente postal en Simic:

Recuerdo una noche durante la guerra de Vietnam. Estaba de regreso en casa, tarde, luego de una fiesta, y encendí el televisor en un canal donde pasaban un resumen de los combates de ese día. Me había desvestido y estaba dando sorbos a una cerveza cuando mostraron un helicóptero ametrallando a unas personas que iban corriendo —supuestamente eran del Vietcong. Uno podía ver cómo saltaban los cuerpos y se retorcían al ser alcanzados por los disparos. De pronto me di cuenta de que esas imágenes habían sido grabadas unas cuantas horas antes, que las estaba viendo en mi recámara, que estaba cansado y somnoliento, que las cobijas se habían caído y habían dejado al descubierto la desnudez de mi esposa. Recuerdo haberme quedado en pie durante un largo, larguísimo rato, sin saber qué hacer conmigo, sintiendo la extrañeza, la monstruosidad de mi situación.

Somos individuos atrapados en las ruedas de la Historia, y es la poesía la que a veces logra expresar nuestro dolor, nuestra extrañeza, incluso nuestra risa. Éste es un escrito del autor en su juventud:

POEMA SIN TÍTULO

Le pregunto al plomo:

“¿Por qué permitiste

que te moldearan en bala?

¿Has olvidado a los alquimistas?

¿Has perdido la esperanza

de convertirte en oro?”.

Nadie responde.

Plomo. Bala.

Con nombres como ésos

el sueño es largo y profundo.

Su tema es la poesía en tiempos de locura. ¿Y su estilo?

Sólo un estilo que sea un carnaval de estilos me parece apropiado hoy. En pocas palabras, una poesía que se sienta como televisión de cable con más de trescientos canales, con hechos más extraños que la ficción, con falsos milagros y supersticiones en revistas de escándalo. Un poema que sea como un avistamiento de Elvis Presley en Marte, como una mujer con tres pechos, o la foto de un perro que se comió la mejor obra de Shakespeare, como la noticia de que ya no cabe gente en el infierno y que los peores pecadores ahora se acomodan en el cielo.

Uno piensa en las visiones surrealistas de El Bosco, tan admirado por Simic: pesadillas que no se pueden entender sin apreciar su humor desenfrenado

Uno piensa de inmediato en las visiones surrealistas de El Bosco, tan admirado por Simic: pesadillas que no se pueden entender sin apreciar, al mismo tiempo, su humor desenfrenado. “No hay gozo —escribe el poeta sobre el pintor— como el que produce una imagen verdaderamente escandalosa al borde de la blasfemia”. Pero eso, el coqueteo con la blasfemia y el gozo que produce es muy difícil de entender hoy, en esta época que algunos llaman “el imperio de lo traumático” y en la que compartimos un sucio secreto: que hay tanta gente sin sentido del humor como gente sin sentido estético (Simic dixit).

LA IDENTIDAD

Ya dije dónde y cuándo nació. Debo añadir que emigró a los quince años hacia Estados Unidos. Aquí una anécdota es pertinente: cuando el poeta volvió a Belgrado en 1972, después de una ausencia de casi veinte años, descubrió que la ventana sobre la entrada del edificio de departamentos donde había vivido, a través de la cual había pateado una pelota después de la guerra, seguía rota... Igual que esa pelota que pateó Dylan Thomas en su infancia y que aún no cae... Sin duda una de las patrias de Charles Simic fue la infancia (“El poeta es ese niño que, parado en la esquina del salón dando la espalda a sus compañeros, cree que está en el paraíso”).

¿Qué importa qué pasaportes tenemos, qué banderas nos identifican? Importa muy poco o nada. “Igual podría abrir un café tarot, comprarme arracadas y ropas de gitano y llamarme Madame Olga”, aporta el poeta a la discusión sobre la identidad. Y más:

¿Quién eres? Me preguntan los estadunidenses. Les explico que nací en Belgrado, que me fui cuando tenía quince, que siempre nos consideramos yugoslavos, que desde hace treinta años traduzco a poetas serbios, croatas, eslovenos y macedonios al inglés, que las diferencias entre ellos me fascinan, que me importan una mierda sus líderes nacionalistas y sus programas... ¡Ah, entonces eres un serbio!, exclaman triunfantes.

Simic recuerda una vieja entrevista con Duke Ellington en la que el entrevistador, quitado de la pena, le decía al gran compositor que escribía música para su gente. Ellington, fingiendo no entender, le preguntaba al entrevistador qué gente era ésa, ¿los amantes del Beaujolais? Forzado a elegir una identidad, el poeta dice que sólo el individuo es real. “Yo elogiaba al marginado y al paria mientras mi gente me ofrecía la oportunidad de ser parte de un todo místico. Insistí en permanecer distante, ensimismado, alimentando mis suspicacias con amor”. No hay tribu donde quepa el verdadero poeta.

El poeta lírico es casi por definición, un traidor a su gente. Él dice la verdad incómoda de que sólo las vidas individuales son únicas y por tanto sagradas. La tribu debe agruparse para enfrentar al enemigo invasor mientras el poeta lírico se sienta a conversar con un cráneo en el cementerio.

Las cartas credenciales del poeta, su santo y seña, son y serán siempre las de la poesía misma:

ATAJO

Un callejón oscuro

que podría llevarme

más rápido a casa,

lleno de hombres

con las manos ensangrentadas.

O mucho peor:

el solitario sonido

de mis propios pasos

mientras se alejan

o se acercan.

EL SURREALISMO

Unas líneas arriba hablé de visiones surrealistas, término que no es posible usar ligeramente al escribir sobre Simic: el surrealismo siempre lo acompaña, de manera deliberada pe-ro también agotadora. Se trata de la etiqueta elegida cansinamente por la crítica para calificar su obra. Y en efecto, Simic eligió tarde esa corriente, acaso fue el último de los surrealistas, siempre de la mano de su maestro Benjamin Péret, de quien dijo: “Lo que nos asombra es su total confianza an-te la contradicción”.

De él aprendió lo cerca que se halla el sentido de lo cómico del estallido de la metáfora, y que “tanto el poema como el chiste son inesperados, ambos son una explosión”. No hay que olvidar que, etimológicamente, una metáfora es un traslado que puede establecer una identidad nueva entre dos términos, inusitadas parejas pares, como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección... Sí, pero Simic nunca le rezó al dios del surrealismo, el inconsciente, ni practicó fielmente la escritura automática que provocaba esos encuentros: “La reputación del inconsciente como una interminable fuente de poesía está sobrevalorada. La primera regla de un poeta debe ser: engaña a tu inconsciente y a tus sueños”.

Para ilustrar su escepticismo frente a la escritura automática, Simic narraba una anécdota que le contó Octavio Paz: el poeta mexicano fue a visitar a André Breton en París después de la guerra y lo hicieron esperar en el vestíbulo, desde donde Paz podía ver a Breton escribiendo furiosamente en su estudio. Cuando por fin se saludaron y caminaban para comer en un restaurante cercano, Paz preguntó: “¿En qué trabajaba, maître?”. “Estaba haciendo un poco de escritura automática”, respondió el francés. “Pero —contestó asombrado Paz—, ¡lo vi borrar con frecuencia!”. “No era lo suficientemente automática”, respondió Breton.

El propio Simic se reconoce en ese ejercicio: su sistema consiste en someterse el azar tan sólo para engañarlo, no en rendirse totalmente a su poder, como en la escritura de Dadá o en las composiciones de John Cage. Al acudir al azar, detenerse, retroceder, corregir, volver a acudir a lo inesperado y seguir escribiendo, suceden accidentes que van configurando el poema. “Me abro al azar para invitar a lo desconocido. Soy como un lector de hojas de té. Lo milagroso es que tanto las hojas de té como el poema siempre terminan por parecerse a mí”. Para Simic, el azar es una “fuerza lírica” saludablemente problemática y ambigua (“la ambigüedad: esa carnívora”), una especie de casa de los espejos de la realidad. “Nunca ha existido un poeta que no creyera en un golpe de suerte”, afirma. Y reconoce el prodigio del poema, en donde convergen inesperadas fracciones del lenguaje. “Sólo los críticos literarios ignoran que los poemas en gran medida se escriben solos”, dice, y asegura que las metáforas y los símiles le deben todo a lo for-tuito, que un poeta no puede forzar una comparación memorable.

Cuando murió Simic, las cosas se quedaron un poco más solas. Sí, las cosas, esos misterios concretos que tanto a él como a Francis Ponge interesaban 

Las imágenes sencillamente aparecen. ¿Cómo explicarlo? No se puede. Como el sentido del humor, el objeto artístico elude el análisis: “Nunca ha existido una definición adecuada de lo bello o de lo chistoso, y sin embargo solemos reírnos y escribir poemas y pintar cuadros que reacomodan la realidad de maneras nuevas y agra-dablemente inesperadas”. A Simic le hubiera gustado (seguro la conocía) la famosa cita de Whistler: “El arte sucede”, y solía guardar bajo la manga estas palabras de Basho: “Un poeta no hace un poema, algo en él se convierte naturalmente en un poema”. Pero para que el arte suceda, para que el poema se haga, no sólo hay que ser la antena que capture esas velocísimas fracciones del lenguaje; también es necesario forzar las cosas un poquito, buscar pliegues y reversos, “ser literal en un mundo de múltiples metáforas y fabuloso ante el rostro de lo literal”, o simplemente seguir al pie de la letra este consejo que alguna vez le dio Nicanor Parra a Simic: “Cuando te pidan manzanas, dales peras”.

EXPLICAR ALGUNAS COSAS

Cada gusano es un mártir,

cada gorrión sujeto de injusticia,

le dije a mi gato,

pues sólo estábamos él y yo.

Está lloviendo. A pesar de sus

[ejércitos,

¿qué pueden hacer las hormigas?,

¿y la cucaracha en la pared

como un mesero en un restaurante

[vacío?

Voy al sótano a acariciar

a la rata que cayó en la trampa.

Tú observa el cielo y, si despeja,

puedes rasguñar la puerta.

Belgrado bajo las bombas del Tercer Reich, 1941.
Belgrado bajo las bombas del Tercer Reich, 1941. ı Foto: Fuente: wikipedia.org

LAS COSAS

El pasado 9 de enero, cuando murió Charles Simic, las cosas se quedaron un poco más solas. Sí, las cosas, esos misterios concretos que tanto a Simic como a Francis Ponge les interesaban mucho. Al francés le parecía que una manera de aproximarse a la cosa era considerarla innombrada e innombrable: considerar sólo esa entidad tridimensional y fantástica, la que vibra frente a nuestros ojos. Simic, en cambio, la nombraba, pero su estupor era el mismo frente a la más sencilla de las evidencias. Una lechuga, por ejemplo (“Tía lechuga, / quiero asomarme debajo de tu falda”), un tenedor o una piedra, simplemente una piedra.

Como Wittgenstein, a quien leyó con interés, Simic entendía que la distancia entre la lengua y el objeto podía ser insalvable. “A veces —y ésta es una paradoja— sólo las imaginaciones más descabelladas pueden tender un puente sobre el abismo de la cosa y la palabra”. Ese abismo se puede salvar con una buena, disciplinada observación: puede ser casi una liturgia, la del poeta mirando a la cosa.

Cuando en 1965 Simic envió un puñado de poemas a una revista literaria, le respondieron que no desperdiciara su tiempo escribiendo acerca de cuchillos, cucharas y tenedores. Pero Si-mic, con Husserl, insistía en regresar a la cosa, en prestarle su total atención para hallar el ángulo nuevo y no precipitarse en el lugar común: “Tratándose de tenedores, todo el mundo es un experto”. ¿Qué podía extraer la atención de Simic de un buen y viejo tenedor? La respuesta: “Esta cosa extraña debe haberse arrastrado / desde el infierno. / Parece una pata de pájaro / colgada del cuello del caníbal”. ¿Y de un cuchillo? Esto: “Descendemos / la escalera interior. / Caminamos bajo la tierra. / El cuchillo nos guía”. Mastica la cuchara y la chupa hasta pulirla del todo y conseguir un brillo “demoniaco”.

Simic sabía, con William Carlos Williams, que “no hay ideas sino en las cosas”, y que

Las posesiones de los poetas son pequeñas. Unos cuantos objetos, unas pocas escenas vívidas y algunas figuras sombrías. Eso es todo. Lo que para todos los demás puede parecer pobreza, para el poeta representa, potencialmente, grandes riquezas.

Todo poema nace de la contemplación, así como “todo objeto es una esfinge cuyo enigma toca resolver al poeta contemplativo”.

Un zapato es una esfinge, una llave es una esfinge que nos pela los dientes, una moneda es una o dos esfinges. La cosa no sólo dice “mírame” sino, más importante aún, “mírame así”. “Es el objeto que miro el que fija las reglas de su visibilidad”. Los poemas de Simic son artefactos nítidos y, si cabe decirlo, ecuánimes, pero no porque sean imparciales sino porque el único partido que toman es el de su propio funcionamiento interno, sin imponernos una explicación o, peor aún, una lección de vida. Lo sentimos cercano porque el trato que le da a la cosa que observa, o al tema que desarrolla, es el de un sosegado tuteo. “Cada objeto es un espejo”, afirmó felizmente, y esa imagen nuestra, que se refleja en el objeto, sea quizá un nuevo misterio: “Me gustaría demostrarles a los lectores que las formas más familiares que los rodean son ininteligibles”. Una forma familiar como lo es una piedra:

Desde afuera la piedra es

[un enigma

que nadie sabe resolver.

Pero adentro es fresca y silenciosa

aunque una vaca la pise con todo

[su peso

y un niño la aviente al río:

la piedra se hunde, lenta,

[imperturbable,

hasta el fondo del río

donde los peces tocan a su puerta y escuchan.

Tal vez (reflexiona la voz poética) la luna brilla adentro de la piedra.

EL POEMA EN PROSA

Charles Simic escribió muchos libros de poemas y muchos libros de ensayo (las editoriales Cal y Arena, Vaso Roto y Valparaíso concentran sus libros en español), pero uno solo de poemas en prosa, titulado The World Doesn’t End, que le mereció el Premio Pulitzer en 1990.

Su definición de ese género raro es característica (wait for it): “Escribir un poema en prosa es un poco como intentar atrapar una mosca en un cuarto oscuro. La mosca probablemente ni esté ahí, sino en tu cabeza, pero te sigues tropezando y dando encontronazos en esa persecución. El poema en prosa es el estallido del lenguaje que le sigue al choque con un mueble grande”. Al poema en prosa hay que pedirle sorpresa y que no se tome a sí mismo demasiado en serio. Su verdadera Musa, dice Simic, es la comedia.

LA POESÍA Y EL POETA

A esa pregunta imposible, ¿qué es la poesía?, Simic respondió con incontables respuestas posibles, tanteos, aproximaciones, apuestas perdidas de antemano, bravatas, chistes, fogonazos y revelaciones. “La poesía es una forma de conocimiento, pero en gran parte nos dice lo que ya sabemos”. También ha señalado famosamente: “La poesía siempre será el concierto de gatos bajo la ventana del cuarto en el que se escribe la versión oficial de la realidad”, y justo cuando estamos escuchando esos maullidos, Simic contraataca de este modo: “La poesía es una huérfana del silencio”, “una repetición que nunca es monótona”, “una forma de pensar mediante afinidades”. “Es la experiencia del momento desnudo”. “Digo sí a lo imposible, de allí la poesía”. “Toda poesía genuina es, desde mi punto de vista, antipoesía”.

También confiesa: “La poesía es el único lugar en el que un mentiroso incorregible puede llevar una existencia honesta, siempre y cuando él o ella mienta realmente bien”. ¿Quiénes son esos mentirosos? Sobre los poetas, Simic también tiene mucho por decir: “Al igual que la vaca, el poeta debería tener más de un estómago”. “El poeta es un ebrio lector de sus propias metáforas”. “Los poetas escriben acerca de la naturaleza y acerca de ellos mismos de la manera más solipsista, pero no escriben acerca de sus verdugos” (frase que nos recuerda su maravillosa Ars poética: “Tratar de hacer reír a tus carceleros”). “El poeta que escribió el poema desaparece para que el poe-ta-lector pueda cobrar existencia”. “El verdadero poeta se especializa en una especie de metafísica de la cocina y la habitación”. “El poeta del siglo XX es un metafísico en la oscuridad, según Wallace Stevens”. “Los poetas son campeones de la mentira”. Asumiendo la voz del poeta por antonomasia, del arquetípico, Simic abunda:

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. ı Foto: Fuente: Eukalyptus / pixabay.com

La vida sería perfectamente inútil si yo, el poeta, no me acercara y te dijera —de varias e ingeniosas maneras— que todos tus amores, todos tus sufrimientos secretos y recuerdos queridos son potencialmente significativos, profundamente importantes e incluso inteligibles, y que tú, al fin y al cabo, querido lector, en verdad no tienes que preocuparte por nada siempre y cuando yo esté aquí, de noche y de día, preocupándome por ti.

El poeta es quien se preocupa por nosotros, es todos y es nadie, es un rey y es un mendigo, es muy probablemente un tonto que no sabe qué está haciendo, es la señora sin dentadura que nos saluda desde un oscuro portal, o el niño que te acaba de dar una zancadilla, tal vez el poeta seas tú:

COMPAÑÍA SINIESTRA

Justo el otro día

en la calle concurrida

te detuviste a buscar cambio

en tus bolsillos

cuando notaste que te seguían:

ciegos, sordos, locos y sin casa,

manteniendo respetuosos

[la distancia.

¡Eres nuestro emperador!, gritaron.

¡Jefe de verdugos!

¡Gran domador de bestias salvajes!

En cuanto a tus bolsillos,

estaban agujereados

y ellos se acercaban,

tocándote por todos lados

y poniéndote una corona

[de papel.

Cuando Simic era joven, en una cena en Chicago, se puso borrachísimo, se paró al baño y ya no supo regresar a su mesa. Era un restaurante grande, estaba lleno de espejos. Podía ver a sus amigos a la distancia pero cuando se acercaba, se topaba con su propia cara en el espejo (tenía una nueva barba y no se reconocía de golpe). Se rindió y se sentó con un anciano. “Él comía en silencio y yo encendí un cigarro. Pasó el tiempo. El sitio se estaba quedan-do vacío. Al fin, el anciano se limpió la boca y me acercó su copa de vino llena, intacta. Me habría quedado con él indefinidamente si una de las mujeres de nuestro grupo no me hubiera encontrado y llevado fuera”.

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