El Rey va desnudo

La siguiente lectura cuestiona una tendencia ascendente en la producción artística contemporánea: los simulacros, las pretensiones vacías que apuestan al mercado, los museos y el papel de los curadores que suelen asignarles, con grandilocuencia dudosa, un rango que las obras están lejos de cumplir. En síntesis, las expresiones del arte VIP —video, instalación, performance— como una farsa denunciada por la crítica Avelina Lésper.

Museo Guggenheim, Nueva York.
Museo Guggenheim, Nueva York. Foto: pxfuel.com

Hace diez o quince años, mi memoria es cada vez más porosa, visité el Museo Guggenheim en Nueva York. Había una exposición de un artista coreano. Se prendían luces y del te- cho caían listones. Empecé a subir la rampa en caracol que le da un sabor especial al museo y a la mitad pensé que me estaban tomando el pelo. Di media vuelta y salí enfadado. Luego, culpable que es uno, imaginé que quizá algo se me había escapado. El museo era, en automático, un certificado de calidad artística.

No ha sido mi única mala experiencia con el arte del presente, plagado de ocurrencias, instalaciones y representaciones de muy pedestre calidad, pero eso sí, con ínfulas de trascendencia que a uno lo dejan frío.

Pues bien, el libro de Avelina Lésper, El fraude del arte contemporáneo, me permitió acercarme a una crítica racional, enterada, transparente y sin pelos en la lengua de los principales dogmas que ponen en pie el arte contemporáneo. Intenta y logra desmontar una buena parte de los presupuestos de lo que ella llama el arte VIP (video, instalación, performance). Un ejercicio crítico ácido, pero ejemplar; inclemente pero certero. Se trata de desmontar el entramado de ideas que sostiene lo que (yo) llamaría un arte espurio. Lésper va tejiendo su argumentación desmontando uno a uno los dogmas que lo sostienen.

Portada de El Fraude del arte contemporáneo
Portada de El Fraude del arte contemporáneo ı Foto: Especial

1. “De la transubstanciación. Este dogma afirma que un objeto cambia de sustancia por una influencia mágica, por un acto de prestidigitación o por un milagro”. Es la premisa para creer que uno no ve lo que ve, que la presencia física de un objeto indica una cosa pero que, vista desde otro ángulo “conceptual”, resulta otra.

2. “Del concepto”. Marcel Duchamp, recuerda Lésper, logró que un orinal se transfigurara en obra de arte. Fue una transformación conceptual, una provocación, que abrió un campo infinito para la simulación. Es el artista el que proclama lo que es arte y el público debe creerlo y aplaudirlo. El objeto puede carecer de valores estéticos y puede “no diferenciarse de un objeto de uso común”, pero por decreto se convierte en arte. En esa operación hay una petición de principio, nos dice Lésper: se nos reclama “un acto de sumisión, que mutilemos nuestra inteligencia, nuestra sensibilidad y por supuesto nuestro espíritu crítico”. No es la obra sino el discurso lo que define qué es y no es arte. Y suelen ser los curadores y críticos quienes, por la vía de la retórica, transforman una banalidad en arte.

3. “De la credulidad empática”. La autora recuerda los “fenómenos” que exhibía el Circo Barnum. El dueño inventaba sirenas, mujeres araña, un chino antropófago y más. Por supuesto que no lo eran, pero la labia del empresario lograba que el público viera lo que él proponía. “El circo del arte contemporáneo VIP funciona igual”. El respetable entra al museo y se requiere de su credulidad para aceptar lo que otros han construido para él.

El libro me permitió acercarme a una crítica racional, entera, transparente y sin pelos en la lengua de los dogmas que ponen en pie el arte contemporáneo

Y no es inusual que acabe aceptando “con reverencia” acrítica lo que se le presenta.

4. “De la infalibilidad del significado”. “Todo lo que el curador ubique en la sala del museo tiene sentido y significado”. Así, no es la obra, que puede tener nulo valor estético, sino la supuesta intención del autor y el reconocimiento del curador lo que la dota de sentido. Se construye una “cadena de fe” que va del autor al curador y al crítico, que ven, por ejemplo, en el performance de “orinarse en público... una ironía, una denuncia, un análisis social o feminista”. Lo cual demanda de nosotros “renunciar a nuestra percepción... a nuestra inteligencia”.

5. “Del significado siempre axiomático”. “El arte VIP se ha convertido en una ONG”. Su pretendido activismo, su acompañamiento de diversas causas sociales, la proclamación de ciertos valores, ha dado pie a expresiones insulsas, improvisadas, ocurrentes, que son “valoradas” por su buena onda, ya que supuestamente denuncian los ecocidios, la discriminación contra las mujeres, el capitalismo o lo que se quiera. Todo se vale en esa dimensión y cualquier crítica hace del “artista” una víctima. Se despliega ante nosotros un “activismo de galería”, una “rebeldía de berrinche”, sin el talento ni las destrezas necesarias, pero encumbrada por una cadena de complicidades.

Conocer los antecedentes de su quehacer, los materiales con los que deberá trabajar, las fórmulas de composición, se supone que embarnece al creador, hoy da la impresión de que todo ello está de más

6. “Del contexto”. Un objeto que, observado en cualquier parte significa nada, en un museo, una galería o una subasta de arte se transforma e irradia una supuesta luz inexistente. Escribe Lésper: “En el gran arte, el verdadero arte, la obra es la que crea el contexto”; en las expresiones VIP el contexto es el que las viste de arte. Si uno viera un Velázquez o un Goya en un taller mecánico apreciaría la maestría; mientras que “una instalación de muebles de oficina” fuera del museo serían simples muebles de oficina. El museo, en estos casos, hace al arte, no el arte al museo. Y esto tiene una derivación aún más perversa. Museos que al mismo tiempo exhiben las grandes creaciones, pero en “diálogo” con las improvisaciones típicas del arte VIP, borrando jerarquías, gustos, homologando como arte auténticas obras maestras y churros insufribles.

7. “Del curador”. El curador se ha convertido en una especie de varita mágica, la llave maestra para ingresar a los museos, sin la cual muchas de las obras VIP no pasarían de ser chistes insípidos. Escribe Avelina Lésper: “Al convertir el arte en especulación retórica y teoría, al reducirlo a una construcción discursiva, el artista deja su lugar de creador para entregárselo al teórico, al curador”.

Es el curador el que ofrece sentido y significado a la exposición, quien exalta los valores y pretensiones de la misma y devela las causas a las que responde. Esos textos, esas explicaciones sirven, dice Lésper con ironía, para que los espectadores “no confundan eso con basura”.

8. “De la omnipotencia del curador”. Por la anterior vía, el curador resulta más importante que el artista, por ser quien le proporciona y certifica el sentido a la obra. Y dado que la obra es balbuceante e insignificante, el curador puede decir casi cualquier cosa. Son, según Lésper, “incontinentes retóricos”, escriben “los textos más inverosímiles para las obras”. Las magnas creaciones artísticas han sido siempre más grandes que los textos que las analizan y comentan. En el arte VIP, los textos pretenden ser más grandes que las obras, y de hecho lo son, porque sin ellos las obras no trascenderían la irrelevancia.

9. “De la libertad del artista”. La idea de que la libertad del artista no tiene límites, que es “un valor sagrado... trastocó por completo el concepto de libertad... (y supone) que el artista pueda estar por encima de cualquier valor ético”. Éste explota un arte sin reglas y sin exigencias, libérrimo, sin restricciones, sin talento ni maestría. “Son libres de no aprender, si es que a la ignorancia puede llamársele libertad... No saben dibujar, ni pintar, tampoco esculpir, nada”. Meto mi cuchara: bastaría señalar que, en ninguna esfera de la vida, existen valores absolutos y que si el de libertad (central en el arte) no se conjuga con otros, como el talento, la capacidad de innovación, la pericia en la elaboración y súmele usted, acaba siendo una libertad insulsa:

No es el arte de la libertad, es el arte de los que renuncian a su libertad, renuncian al conocimiento, a la posibilidad de convertir sus habilidades en maestría, de crear obras diferentes, que se depositen en la memoria, que trastornen existencias, que transformen a la realidad... [es] el arte de las modas y del contexto.

10. “De todos son artistas”. “Cualquier objeto con un concepto asignado por el artista es arte”, escribe Lésper. Está en la voluntad del “creador” convertir su obra en arte. Y se ha llegado al extremo de que ni siquiera tiene que hacer el objeto, puede dejar en otras manos su realización. Así, “en el arte VIP todos son artistas menos los que hacen las obras, todos son artistas me- nos los que dominan con maestría un lenguaje y sus materiales”.

Sabemos o intuimos que no todos somos ni podemos ser artistas y mucho menos genios. Se requieren una serie de cualidades, además de trabajo y preparación, pero dejemos eso por el momento. Hoy, sin embargo, a través del arte VIP, la expansión de artistas y genios parece imparable. Sin “talento especial”, sin gran esfuerzo, pero con alta seguridad en sí mismos, los artistas banalizan la creación o de plano la suprimen. Parecería —digo yo— que la ola democratizadora inundó todos los quehaceres, sin reparar en que en muchos campos (los del conocimiento y las artes, como ejemplos paradigmáticos), las jerarquías existen, los talentos también. Y que el trabajo paciente y permanente no puede desplazarse con ocurrencias y gracejadas.

Marcel Duchamp, La fuente (1917).
Marcel Duchamp, La fuente (1917). ı Foto: proyectoidis.org

11. “De la educación artística”. Si hacer arte ya no requiere destrezas especiales y conocimiento, ¿entonces para qué se necesitan escuelas? Por supuesto que los artistas se forjan a través de su propio trabajo y experiencia, pero conocer los anteceden- tes de su quehacer, los materiales con los que deberá trabajar, las diferentes fórmulas de composición, los métodos que han utilizado otros, etcétera, se supone que embarnece al creador.

Hoy da la impresión de que todo ello está de más. Todos somos artistas porque se trata de una autoadscripción. La educación se seca, el maestro no puede coartar “la creatividad” del aprendiz, la pedagogía se empapa de la moda. Al pretenso artista parecen interesarle más las vías de integración al mercado, la explotación de su presencia en las redes sociales, las conexiones en el “ambiente”.

12. “Del dinero”. El círculo se cierra en el mercado, porque “si se vende como arte es arte”. La autora lo escribe con elocuencia: “Si unos cables eléctricos se venden en un almacén en veinte dólares son herramientas, pero si se venden en 20 mil dólares en una feria de arte, entonces son arte”. El precio que la obra obtiene en el mercado la certifica. Y el precio está modelado más que por el valor de la obra, por la retórica del curador, los textos de los críticos y por supuesto por la puja en las subastas. El merca- do impone su magia incluso sobre los compradores que aparecen con un aura especial: multimillonarios me- cenas, adoradores del arte contemporáneo. Es el precio —afirma Lésper— el que modifica la percepción de la obra, lo que a su vez genera un círculo snob de “nuevos conocedores”.

Visto como síntoma, este fenómeno expresa una época en la que parecería que están en declive la valoración de la inteligencia, el conocimiento, el talento, la belleza, para ser sustituidos por gracejadas y banalidades de todo tipo. Una degradación complaciente del quehacer humano (en este caso específico, del arte).

Apenas he glosado el primer capítulo del libro de Avelina Lésper. Vale mucho la pena visitarlo. Gracias a él recordé aquel cuento de Hans Christian Andersen, “El rey va desnudo”: un monarca presuntamente se había vestido con una prenda excepcional, confeccionada por exquisitos modistos, que sólo los estúpidos no podían ver. Sabedores de eso, las personas decían reconocer las maravillas del ropaje, hasta que un niño gritó: “El rey va desnudo”

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Avelina Lésper, El fraude del arte contemporáneo, Madre Editorial, México, 2023.