El Ruby continúa anotando y esto lo sé pese a que me intimida y medra el ánimo acudir a estadios, conciertos, gimnasios o penetrar cualquier tumulto de personas que expresan emociones y se mueven y tiran sus ojos al escenario como dados, acaso porque me acorrala el temor de que me reconozcan, apunten, señalen y de pronto todos ellos volteen y me claven cuchillos o me muelan a puñetazos o una faca solitaria me atraviese de un costado a otro, no soy famoso y lo siento, pero nadie podría asegurarme que no sea yo alguien muy especial o poco común, un elegido, ni que los demás cuerpos, juntos, en manada o cardumen asesino sean capaces de identificarme y entonces griten ¡allí está! ¡A él! ¡Las tripas primero! ¡Tacos de chorizo! Y brinquen y pasen encima de mí como airada estampida, tsunami de carne o avalancha de nieve que no es cocaína ni trufa ni bombones sino algo, algo, algo mucho menos agradable, órganos excitados, tumores encendidos y fosforescentes, pies deformes y yo abajo soportando el castigo a causa de haber sido descubierto y de no haber permanecido quieto en mi departamento ensayando mezclas de yogurt y anís.
BUENO, AQUÍ VAMOS DE VUELTA al calendario, el quid de mi aventura es que a mis veintisiete años, o más, o menos, yo dejé de jugar basquetbol, lo abandoné de un día a otro porque se debe cesar de hacer deporte a una edad que nadie sabe quién decide y dedicarse sólo a otearlo o a olvidarlo y a contar anécdotas acerca de las más honrosas piruetas del pasado hasta que quienes escuchan la perorata digan maldita sea ya que se calle este tipo, que lo devuelvan a la cancha, aunque sea para trapear la duela y el sudor de los jugadores, su propio esputo.
A raíz de esta sospecha prefiero no referir anécdotas que dibujen los cientos de partidos agotados en un pasado lejano, pues no sé si se extienden demasiado cómodas o si llegan a considerarse realmente anécdotas interesantes y por tal razón me callo, las disuelvo en saliva, no me afano, ¿ante quién?, no organizo reuniones jugosas y nutridas ni asisto a las ajenas y sólo de vez en cuando voy a drogarme al lado de uno o dos amigos silenciosos como yo y no nos movemos gran cosa más que para entrar a la cocina, matar a cierto insecto desgraciado, distraído y regresar enarbolando cervezas o hielos o lo que encontremos en el refrigerador que se asemeja al estómago de un oso que hiberna varios meses en tanto aguarda a llenarse las vísceras cuando el sol caliente, fornido, una vez más: nadie le ordena al sol hacia donde llevar sus influencias.
Retornar a los estadios o gimnasios o plazas había dejado de tomar rumbo en mis planes, había yo clausurado los recuerdos abstractos y sólo me conformaba poniendo piedritas y órganos de conejo o de ratitas en mi cerebro o en la memoria, que no sé si resultan ser la misma cosa, cerebro, memoria, conciencia y zapatos porque yo creo que también se piensa desde los nervios de las caderas y de los codos y me gusta colocar los recuerdos en alguna parte del cuerpo, por ejemplo los relativos a mi infancia todos se aglutinan en el cuello, los que aluden a mis accidentes se guardan en las rodillas y aquellos concernientes al cuerpo de las mujeres que han sembrado sudor en mi cama los disperso como cadáveres clandestinos en toda mi piel para que nadie los encuentre en caso de que algún día me sometan a estudios, no, no les va a ser fácil encontrarlas, a ellas.
Me lleva diez años de diferencia y el molto cabrón todavía continúa jugando, driblando, encestando y militando
en la selección; me ofreció mariguana una vez cuando nos enfrentamos a la selección del Distrito Federal
Así también el recuerdo de mis enemigos que sólo he tenido cuatro en la vida lo coloco en el culo y ellos sufren cada vez que voy al baño, ese es su infierno pese a que sospecho que de todas maneras a ellos les atraía y distraía la mierda, ya no me importan: su tren marcha en reversa cuando los guardavías dormitan. Y las remembranzas de la adolescencia las ahorro en las plantas de los pies en donde se atisban despiertas, desoladas y sienten la tierra; los adolescentes no son hipócritas como los adultos, pero son un maldito dolor de cabeza, una patada en los huevos, porque son lo que son, yo los tengo dominados, localizados, hasta abatidos y camino encima de ellos copiando el estilo orangután.
CUANDO JUGABA BASQUETBOL ser ala derecha era mi puesto, aunque a veces intercambiaba posición con los postes y esos gigantes se sorprendían de que alguien de tan mediocre estatura lograra saltar tanto como ellos o imitar su mismo alcance y de aquí a que se recuperaban de la sorpresa ya tenían dos puntos más en la canasta, la boca y el marcador.
Lo que me pega contar y lo estoy haciendo es que conocí a un jugador que ascendió hasta ser el movedor de la selección nacional mexicana y a quien, desde antes, cuando jugaba en la selección del Distrito Federal, lo nombraban El Ruby. Y vaya si era habilidoso, también ala, sólo que rozando la barda izquierda, y antes de cada partido, antes incluso de llegar al vestidor fumaba marihuana en cantidades regulares y hasta copiosas, dentro del autobús que transportaba al equipo, o ya desde su casa o en las concentraciones y nadie le reclamaba nada porque se trataba del Ruby y si nadie regaña a los presidentes ni a los mesías, pues mucho menos a este cabrón, y después de muerto el partido, sólo a veces él aspiraba también una pizca de efedrina o anfetamina para recuperar el alma, decía, el alma que gusta dispersarse; lucía el pelo rizado Ruby como muñeca africana, abultado y me tentaba la impresión de que había olvidado salirse del coño de una chica y la traía consigo en la cabeza, el pinche Ruby, qué bueno era, ha sido y sigue siendo.
Me lleva diez años de diferencia y el molto cabrón todavía continúa jugando, driblando, encestando y militando en la selección; él me ofreció mariguana una vez cuando nos enfrentamos a la selección del Distrito Federal, yo jugaba con los Pumas de la UNAM, le caía yo poca madre o eso creo y me decía métete un toque y yo me negaba y le pedía alcaloides y le preguntaba por qué fumaba marihuana antes de cada encuentro y él me respondía que durante el partido volteaba a ver el aro y lo veía tres, cuatro, cinco veces más ancho, sí, el aro crecía, se dilataba y entonces todas las pelotas que lanzaba entraban sin rozar siquiera la red, como cuando tiras una pelota en la alberca, así que Ruby se llevaba siempre el título de mejor anotador del partido, no como yo que después de aspirar un piquito de efedrina, obsequio del Ruby siempre que enfrentábamos al Distrito, lastimaba a alguien azotándole un codazo bien propinado, como hielo en el vaso, cometía faltas y fallaba más de lo acostumbrado, y es que las verduras me disgustan y el olor a la mota también y mi entrenador resultó ser un perro sabueso entre los Pumas.
En cambio al pinche Ruby su entrenador le perdonaba todo porque simplemente nos estamos refiriendo a un héroe, un Caupolicán, un indio verde, Ruby medía poco menos de dos metros e impresionaba a la vista su melena y su cadencia y su buen tiro, o tal vez le permitían todo nada más porque era muy agradable, no cómico, simpático porque así había nacido mientras que yo sólo fui simpático cuando me volví antipático y eso suele pasarme hasta en el presente, me soy muy agradable cuando más déspota me vuelvo y a todos les digo indios, negros, comevergas, basura blanca, escroto en picadillo.
EL ARO TRIPLICABA su diámetro cuando Ruby lanzaba el balón, pero cuando yo aspiraba el polvo que me alcanzaba El Ruby el contorno de la canasta se volvía diminuto como un ombligo, o un hoyito, y fallaba, y el entrenador me cuestionaba qué chingados te pasa, y nada, me echaban a la banca como a una toalla húmeda y sucia; yo respiraba fuerte y pensaba que saliendo del partido me iría a tomar un trago o a tocar el cuerpo deletreado y fino de mi novia flaca, astillada, humeante como una cafetera.
Por eso vine hoy al gimnasio Juan de la Barrera a ver jugar al viejo Ruby cuya edad debe engordar más de treinta y cinco años; estoy en medio de una multitud que no repara en mí porque están concentrados en sus refrescos y en su comida y en la cabellera del Ruby y también en los postes que llegan a medir más de dos metros e impresionan como animales circenses, como gladiadores en el coliseo romano que llegó a durar seiscientos años antes de que lo clausuraran los cristianos, mas aquí los cristianos se rellenan la boca de papas y en alguna jugada emocionante gritan y miles de fragmentos de papas colman la atmósfera del gimnasio, las gradas, y hasta pedazos de papas aterrizan en la cabeza del Ruby que sigue anotando pese a ser casi un anciano, una estrella a punto de extinguirse.
Lo veo desde las gradas y digo pinche Ruby siempre has sido muy cabrón y hasta me hiciste comprar un boleto y meterme en medio de toda esta carne molida sólo para verte jugar; seguro estás mirando un aro enorme porque apenas va medio tiempo y llevas ya dieciséis puntos y antes de que termine el partido salgo del gimnasio y busco una calle y echo a caminar y los recuerdos me acosan, pero me sigo de frente, recordando los tiempos cuando jugaba contra El Ruby y no era sencillo detenerlo y encuentro el maldito bar casi hasta la glorieta de Doctor Vértiz y me entrometo a pedir de inmediato unos rones ya que la caña de azúcar me latiguea.
Exijo la copa más barata porque si te ahogas en el líquido te olvidas de que existen bebidas más caras y no gastas a lo pendejo, hay que beber barato y mucho, eso no me lo
recomendó el Ruby, no le gustaba el alcohol
ESTOY SOLO EN LA MESA y no se me acerca ninguna mujer buscando que le invite un trago o balbuceando cosas como tu cara no se olvida o beber solo es poco peor que la chingada o ¿te volvió a expulsar tu mujer del camastro?, cosas así como sucede en las películas en que los hombres solitarios beben y se encuentran a solas y azorados desde que los tiraron del coño, aunque tienen familia y hacen negocios, pavimentan el camino hacia Ciudad Solitarios, la comunidad, aldea o pueblo urbano en donde todos los hombres han llegado a ser familiares y compadres de Homero Simpson.
Exijo la copa más barata porque si la tomas en abundancia, si te ahogas en el líquido te olvidas de que existen bebidas más caras, clasistas o bien destiladas y no gastas a lo pendejo, hay que beber barato y mucho, eso no me lo recomendó El Ruby, porque a él no le gustaba el alcohol, eso sí te jode en el basquet y en todos lados me aleccionaba él hablándome casi como a un hermano menor. Cuando salgo del bar me doy cuenta de que mis pasos ya no avanzan años luz como antes y en cambio sí recorren años sombra, putos años sombra, quién sabe a dónde van, y balbuceo migajas luego de que un tipo me golpea el hombro al pasar y me dice pinche ebrio, y yo le grito, ¡vengo de ver al Ruby, pendejo!, y ahora, medito, no voy a perder ninguna pelea, aunque la verdad sí que lo haría, perder, ser madreado, porque estoy tambaleándome, entonces le susurro palabras que el tipo no escucha, pinche güey, le digo que los ebrios les hablan a los muertos no a los vivos, y es algo que los vivos no quieren comprender.
MI CEREBRO SALTA hasta palpar el aro y me veo a punto de entrar a la cancha, no a meter más de treinta puntos como El Ruby, pero sí mis modestos dieciocho o veinte puntos que no son pocos y me pregunto en qué parte del cuerpo sucede toda esta estupidez, ¿el cerebro? ¿la casa de la esquina que es extensión de mi dedo índice?, ¿las faldas que se hilan dentro de mis pupilas?, encamino mis zapatos hacia Doctor Vértiz y pronto llegaré a un edificio colmado de voces y fantasmas obesos en la colonia Narvarte que se alza como basquetbolista sobre una calle donde crecen palmeras y hasta pasto amarillento y pienso en Ruby, debí saludarlo después del partido y estoy seguro de que me habría reconocido y me habría ofrecido efedrina y viviríamos los tiempos viejos, los podridos y también los reales.
Yo le habría dicho vine a un estadio a verte y te encuentro igual y no estás muerto de sobredosis y allí vas anotando treinta puntos, pinche Ruby cabrón, ya vienen otros tiempos y tú entrenarás a algún equipo o te reconocerán en la calle, en la miscelánea en la que te detienes a comprar botellas de agua, ¡te reconocerán los mal nacidos!, ya sé que a la progenie azteca el basquetbol no la seduce y grito en plena calle ¡enanos, hijos de la chingada! Y ningún patán me hace caso ni me tira un lazo, pero si lo gritara El Ruby otra cosa sería, los enanos lo vitorearían, diviso la puerta del edificio en el que vivo y no reparo en nada fuera de su eterno lugar, recuerdo que tengo un lunar de anís en alguna botella, pero nada que me sirva para quitarme los olores de la gente y las papitas ni el dolor de haber estado allí, en el coliseo Juan de la Barrera.
TOCAN A LA PUERTA de mi casa y un fulano me vocifera, un vecino cuarentón, medio gordo, la mitad de su cuerpo hinchado, padre de una familia que se ha marchado en busca de mejores oportunidades, pasos perdidos, errancia de locos, ¡tengo que abandonar a este maldito pollo rostizado!, ¡ya no lo soporto!, escuché o creí exclamar a su mujer alguna vez, a la mujer del vociferante y entonces El Carabela, que así lo llaman sus compinches me dice salivando, la lengua torcida, ingrata, lo oí dice gritar enanos hijos de la chingada, ¿a qué se refería?, me interroga, le respondo sólo grito para que nadie más se me acerque, ¿tú sabes quién fue El Ruby?, no, un jugador de basquet lo ilustro y tú eres El Carabela, así te timbran, lo sé, probablemente te pega el futbol, podría apostarlo, tienes una mirada por cuyo centro los ojos salen, yo no veo el futbol ni voy a estadios cimbrados con patadas, sólo tengo anís, ¿quieres un trago?, seguro que sí me dice y yo estoy dudoso de contarle mis anécdotas acerca del Ruby, así que mejor me callo y lo escucho, aquilato sus refranes y la noche se vuelve algo así como la sombra de los cuerpos que flotan y transitan los aires.