Sin señas particulares, de Fernanda Valadez

Filo luminoso

Sin señas particulares
Sin señas particulares Fuente: sensacine.com.mx

Para pensar la catástrofe de inseguridad y crimen fuera de control que vive México es indispensable dejar de hacerlo sólo en términos de víctimas y victimarios, así como de confiar en la ilusión de erradicar la violencia con más violencia. A partir de esa simple y poderosa reflexión, Fernanda Valadez dirigió y coescribió (con su productora, Astrid Rondero) su debut en largometraje, Sin señas particulares. Una cinta filmada a pesar de contratiempos, recortes y únicamente con la mitad del presupuesto triunfó en la 18 edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, obtuvo el premio del público y el premio especial del jurado para el mejor guion en Sundance.

Se trata de una poderosa reflexión sobre la necrosis social que padece México, donde se evita hasta lo posible la violencia explícita y neurótica que llena tantas horas del infoentretenimiento atroz, generado por la epidemia de destrucción provocada por el narco, la corrupción y la militarización del país. Lo que importa aquí es la dimensión social de la catástrofe, la cual conforma una especie de espacio negativo del horror. En vez de buscar en los titulares escandalosos, Valadez se centra en historias simples y devastadoras, en particular la de una madre que busca a su hijo desaparecido y la de un hijo que busca a su madre. Simetría de tragedias que enfatizan la condición irredimible del país.

La historia de esta cinta fue imaginada en las condiciones de inseguridad que prevalecían en el país hace una década pero lamentablemente sigue siendo actual en un tiempo en que vivimos la normalización de las masacres de inmigrantes, los asesinatos de periodistas, la literal desaparición de comunidades enteras, el tráfico humano, la crueldad extrema como cotidianidad y la mercantilización del narcohorror. Valadez presenta un mundo sin protección ni autoridades, donde la labor del Estado se limita a desenterrar fosas clandestinas, recoger cadáveres y pertenencias, llenar formas y hacer trámites para almacenar, transportar, entregar cuerpos.

Las primeras palabras que escuchamos vienen de Jesús (Juan Jesús Varela), un muchacho de diecisiete años quien anuncia a su madre Magdalena (Mercedes Hernández): “Me voy a ir con Rigo (Armando García), su tío nos va a dar trabajo en Arizona”. Poco después nos enteramos que los dos jóvenes han desaparecido mientras viajaban en un autobús hacia la frontera. A sus madres les muestran carpetas repletas de fotos de los cadáveres recuperados en los últimos dos meses para identificarlos. La visión de una madre desesperada no es aquí motivo de melodrama o sensiblería, sino un paseo angustioso por los infiernos de la burocracia de la muerte: desde revisar fotos de memento mori (cadáveres, camisas, chanclas, mochilas), hasta aventurarse por carreteras hostiles donde ni la noche ni el día dan seguridad al viajero. Magdalena se obstina en pensar que: “Mi hijo puede estar muerto pero yo tengo que saber” y rechaza las advertencias de quienes le dicen que se olvide, que en este tiempo de miedo intenso: “Aquí se está perdiendo mucha gente” y nadie quiere hablar con extraños. En su búsqueda con la policía, en los albergues y con otras víctimas, Magdalena se encuentra con Miguel (David Illescas), a quien acaban de deportar después de vivir cinco años en Estados Unidos, y a pesar de su situación le ofrece ayuda a Magdalena para buscar a su hijo. Se conforma así, por la solidaridad y la comprensión del sufrimiento, una pequeña familia en medio del huracán de la devastación humana.

Gran parte del peso agónico se debe al trabajo de Mercedes Hernández, a la naturalidad de sus gestos, a la cadencia de su voz 

Una sociedad dividida social, cultural y étnicamente encuentra en el terror de los hijos desaparecidos algo parecido a un centro de gravedad, un espacio de conmiseración común donde Magdalena, quien es analfabeta, conoce a una doctora que también perdió a su hijo, aparentemente secuestrado mientras viajaba con amigos en la carretera. El crimen como igualador y fuerza democratizadora del dolor. Magdalena apenas tiene “una casita y una parcelita” en un rincón de Guanajuato, pero le ofrece a Miguel comenzar una nueva vida. No se puede reparar la desgracia pero ella cree que es quizá posible reacomodar las dolencias para hacerlas soportables.

Magdalena camina apesadumbrada pero decidida por un mundo de fantasmas que inevitablemente hace pensar en Juan Rulfo. “No queda nadie, vete”, le advierte su padrino sin atreverse siquiera a abrir la puerta o mostrar la cara. Valadez y Rondero crean una estética de la amargura con un guion casi minimalista, con una economía de diálogos purgada de cualquier exceso dramático. El texto tiene su perfecto reflejo en la fotografía de Claudia Becerril que opta por contrastar close ups y planos frontales con tomas amplias y fondos fuera de foco que evocan soledad, desesperación, abandono, aislamiento, al tiempo que insinúan, por su ambigüedad, sombras que se desplazan acechantes. Becerril filma las espaldas y nucas, evitando imponerse, deslizándose al lado de los protagonistas (“Todos nos parecemos de espaldas”, dice Miguel), como si se tratara de un ejercicio de cinéma verité, pero a la vez respetando el anonimato de quienes no desean exponerse.

La sintaxis visual muestra el agobio, la amenaza, la decadencia y frustración con tanta delicadeza como contundencia. En vez de presentarnos un camino por el que “nadie llega a Ocampo”, se enfoca en una fractura del parabrisas, como una rasgadura en la realidad, un portal a un mundo de muertos vivientes. Es gracias a esta estética como se puede dar un salto del extremo realismo a un universo mágico e inasible donde rige el mal. A su vez la imagen establece un contrapunto con la música austera y escalofriante de Clarice Jensen, que se sostiene genialmente apuntalada en los silencios.

Pero gran parte del peso agónico que ofrece esta obra se debe al extraordinario trabajo de Mercedes Hernández, a la naturalidad de sus gestos, a la cadencia de su voz y su andar. Ella es el eje de la cinta que logra dar verosimilitud y engrandecer las actuaciones del resto del reparto, que son actores amateurs. En términos estéticos, Sin señas particulares recuerda un tanto a otra cinta emotiva y poderosa, Sanctorum, de Joshua Hill (2019), donde terror y misticismo crean un panorama espectral. Asimismo, podríamos pensar en la cinta ucraniana Atlantis, de Valentyn Vasyanovych (2019), que trata sobre las ruinas y la desolación dejadas por la guerra y que tiene un tono emocional emparentado al de la película de Fernanda Valadez.

La odisea de Magdalena hacia una especie de Comala del siglo XXI es el relato de una madre desesperada que ya no tiene nada que perder y tan sólo cuenta con la solidaridad y la empatía de los otros. Ése es el último y único mensaje de optimismo que puede dar una historia que podría imaginarse como un relato apocalíptico, pero en realidad está más cerca de ser el epitafio de una nación descuartizada.

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