En el invierno de 1921, en una de las reuniones que solía tener semanalmente con Conrad Aiken en un pub de Londres cerca del banco donde trabajaba, y donde solían hablar pestes de la escena literaria inglesa desde el ventajoso punto de vista de ser estadunidenses, T. S. Eliot le confesó a su amigo, con visible preocupación, que aunque todos los días regresaba a su departamento con la intención de escribir de nuevo (ya había publicado La canción de amor de J. Alfred Prufrock), y con la seguridad de que el material ya estaba en su cabeza a la espera de ser transcrito, nada sucedía. El poeta estaba totalmente bloqueado y con una sensación de absoluta esterilidad. ¿Por qué? No sabía decirlo.
Días después, Aiken le habló de la parálisis de Eliot a su amigo Dilston Radcliffe, quien estaba siendo tratado por el eminente psicoanalista Homer Lane. Al enterarse de la situación de Eliot, Lane emitió este diagnóstico: “Dile a tu amigo Aiken que le diga a su amigo Eliot que todo lo que lo detiene es su miedo de no escribir algo perfecto. Cree que es Dios”. Al recibir el mensaje en una nueva reunión en el pub, Eliot enmudeció de ira: la intrusión le parecía intolerable. Poco después, víctima de un colapso nervioso, fue a curarse a Suiza; ahí su bloqueo desapareció y escribió La tierra baldía, un poema que trata, curiosamente, sobre la infertilidad.
EL POEMA SE PUBLICÓ en Londres, en octubre de 1922, en la revista The Criterion; luego apareció en Nueva York, en noviembre, en The Dial, y finalmente en forma de libro en 1923, con unas notas añadidas por el propio Eliot. A cien años de su publicación, La tierra baldía sigue siendo un poema célebre, más citado que leído, un referente inevitable de la desolación que el mundo padeció después de la Primera Guerra Mundial. Pero decir que se trata de algo es igual a caer en una trampa tal vez imposible de esquivar, no sólo porque los poemas no se tratan de algo, como si fueran anécdotas, sino porque La tierra baldía huye deliberadamente de un acabado congruente y parece apuntar hacia una atomización o fragmentación caótica característica de aquellos días (¿y de los nuestros?).
Si acudimos a Eliot y sus notas, lo que parece la promesa de una explicación es en realidad una complicación más, como si en lugar de darnos el mapa de un lugar nos hubieran dado el mapa de un mapa. Y no es que sea imposible interpretarlo: las mil y una referencias que conforman el poema han sido descifradas y analizadas en cientos de estudios críticos, tesis, ensayos y libros enteros que, al perseguir una elucidación, acaso olvidan o ignoran que lo que hay ahí son las esquirlas de un estallido babélico, unas ruinas proyectadas como ruinas, una gris devastación expresándose en añicos.
La Enciclopedia Británica, tan querida, resume lo que muchos estudiosos han dicho hasta el cansancio con diferentes palabras: que La tierra baldía expresa con gran poder la desilusión y repulsión del periodo posterior a la Gran Guerra; que retrata, a través de una serie de viñetas fragmentarias, un mundo estéril, lleno de miedo y lujuria, de gente a la espera de algún tipo de redención; que el vacío espiritual de la ciudad secular no es un simple contraste entre el pasado heroico y el presente degradado, sino “una conciencia simultánea, fuera del tiempo, de la grandeza moral y del mal moral”. Grandes palabras que atribuyen a un conjunto de palabras, el poema, la responsabilidad de ser la conciencia del bien y del mal.
Con esa bandera ha navegado durante un siglo La tierra baldía, hasta llegar al día de hoy en que, con nuevas guerras azotando al planeta y desde una realidad igual o más fragmentada que nunca, nos disponemos a releerlo como ejercicio de calibración y también como pregunta: ¿qué tienen que decirnos esos 433 versos que cumplen cien años de edad?
La totalidad del texto nos deja un sabor amargo, pero pespunteado constantemente por momentos brillantes, como el montón de imágenes rotas , como el rag shakespeareano
LA TIERRA BALDÍA (y no se disputa esta feliz traducción del título, que ha viajado en el tiempo con excelente salud) tiene un epígrafe en latín tomado de El Satiricón, de Petronio, epígrafe en el que la sibila confiesa que lo único que desea es lo que no puede tener: la muerte. De inmediato estamos ante una insatisfacción crucial, la de una vida sin descanso, condenados a movernos como zombies por una megalópolis. Es un oráculo que, tal vez como la vida misma, no tiene sentido. Luego viene la famosa dedicatoria a Ezra Pound, “il miglior fabbro”, quien redujo, condensó y trajo el poema (en la que ha sido llamada una operación cesárea) a su versión y extensión actual. Tenemos, antes del primer verso, una cita en latín y una dedicatoria dantesca en italiano al “mejor artesano”.
El Satiricón, la Comedia: la ansiedad de la influencia desahogada desde antes incluso de que abra el poema. Y cómo abre. El primer verso es tan célebre que ha adquirido vida propia y se cita sin saber de dónde proviene, una de esas frases que conectan con la sensibilidad general y se popularizan hasta formar parte de un argot universal: “Abril es el mes más cruel”. Y luego añade un verbo en gerundio que encabalga con el verso siguiente, imprimiéndole al poema, con ese corte, una gran agilidad. La palabra en inglés es “breeding”. Entonces: “April is the cruellest month, breeding...”. Aquí es donde las traducciones ya discrepan unas de otras y el arte de la sutileza entra en acción. Agustí Batra dice: “Abril es el mes más cruel, engendra...”; José Luis Rivas dice: “Abril es el más cruel de los meses, pues engendra...”; Juan Malpartida dice: “Abril es el mes más cruel, hace brotar...”; Gabriel Bernal Granados dice: “Abril es el mes más cruel, consiente...”. Es apenas una muestra de la multiplicidad de sentidos que un solo término ofrece a la traducción de poesía (el primer y extraordinario libro de José Luis Rivas es, por cierto, una talentosa tropicalización de La tierra baldía. Se titula Tierra nativa y abre así: “También enero es un mes cruel, esparce...”).
No podemos, en este espacio, avanzar línea por línea en el camino del poema, aunque se antoje. Digamos, a grandes trancos, que está dividido en cinco partes, cada una de ellas con una temática propia: “El entierro de los muertos”, “Una partida de ajedrez”, “El sermón del fuego”, “Muerte por agua” y “Lo que dijo el trueno”. Como hemos visto, las referencias abundan, las fuentes se multiplican: el poema abreva en la leyenda del rey pescador, en el budismo, en los Upanishad, en el ciclo artúrico, en Ovidio, en Baudelaire, en la Biblia, en Tristán e Isolda, el tarot, Shakespeare, Dante, Milton, Virgilio, Andrew Marvell, Verlaine, Safo, San Agustín y en muchas otras referencias que nos obligan a leerlo, digámoslo así, consultando Wikipedia, tan sólo para descubrir que el texto mismo es una especie de miniWikipedia rota.
El crítico Louis Menand apunta: “El poema es un collage de alusiones, citas, ecos, apropiaciones, pastiches, imitaciones y ventriloquía”. En sus propias notas, Eliot señala: “No sólo el título, sino la estructura y buena parte del simbolismo adicional del poema vinieron sugeridos por el libro de Miss Jessie L. Weston sobre la leyenda del grial, From Ritual to Romance. De hecho, es tanto lo que le debo, que el libro de Miss Weston puede aclarar las dificultades del poema mucho mejor de lo que mis notas pueden hacerlo”. Ese libro analiza la leyenda del rey pescador, que ha sido herido en la ingle y por ello sufre de impotencia, tanto que su reino padece de esterilidad, la que sólo terminará cuando aparezca alguien que lo cure.
Eliot también menciona el muy influyente libro de James Frazer, La rama dorada, que remonta los orígenes de la leyenda artúrica al mito celta de la tierra baldía... ¿Qué tan útil es toda esta información para un lector medianamente culto del poema? Mucho, pero no para explicarlo sino para entenderlo como un mosaico autorreferencial, como un uroboros que se consume a sí mismo en una dinámica cerrada. Conrad Aiken, el mencionado amigo de Eliot, dijo en una de las primeras reseñas del poema, publicada apenas cuatro meses después de su aparición, que a la literatura no le quedaba más remedio que parasitarse a sí misma, que el poema era “una idolatría de la literatura”. Y lo es, pero en ese cosmos acotado se concentra, de manera muy efectiva, el malestar en la cultura que se vivía en el periodo de entreguerras.
La totalidad del texto nos deja un sabor amargo, pespunteado constantemente por momentos brillantes, como el “montón de imágenes rotas”, como el “rag shakespeareano”, como apretar los ojos sin párpados “esperando que llamen a la puerta”, como la petición al Támesis de que fluya suave hasta que la canción acabe, como la comparecencia de Tiresias (el profeta ciego que ve el poema), como la advertencia de no olvidar a Flebas, quien murió ahogado y “fue tan alto y guapo como tú”, como ese puente de Londres que se está “cayendo cayendo cayendo”.
El poema parece remitirnos a la imposibilidad del diálogo e incluso a la imposibilidad del amor (al menos del amor romántico, transformado en amor sórdido, como apunta Víctor Manuel Mendiola): muchas voces monologan simultáneamente, sin escucharse unas a otras, desde diferentes idiomas y culturas. No obstante, el poema habla, nos habla, y sigue tocando las fibras sensibles de una sociedad más ensimismada de lo que Eliot jamás hubiera podido imaginar. Nos ignoramos los unos a los otros, acotamos la realidad para que calce sólo con nuestros intereses, nuestra capacidad de atención parece dramáticamente abreviada, nos expresamos en cláusulas brevísimas y compactamos nuestro idioma en iconos generalizantes: hace cien años La tierra baldía ya apuntaba hacia esa balcanización cultural que parece condenarnos a la incomprensión y, en última instancia, a la indiferencia. Salimos del invierno, sí, pero sólo para descubrir que la primavera es aun más cruel: ya nada nos puede ser prometido. El poema reproduce la cháchara global en la que estamos inmersos y enfatiza la ausencia de significados y respuestas: nadie va a llamar a la puerta para ofrecernos una salvación, nadie va a curar al rey de su herida en la ingle, de su impotencia. La tierra continúa siendo un yermo.
QUIERO DESTACAR DOS MOMENTOS en la vida del poema y de su autor, previos a la celebridad y la hagiografía. De regreso de Suiza, en donde Eliot se curaba del mencionado colapso nervioso (y en donde el doctor Roger Vittoz enseñó a su paciente a redirigir sus pensamientos compulsivos), el poeta se detuvo en París y le dio a leer el poema a Ezra Pound. Eliot creía que, habiendo leído el Ulises de Joyce, ya no quedaba nada por hacer, pero Pound le dijo que se podía hacer en poesía lo que Joyce había hecho en prosa, y lo felicitó así: “Complimenti, you bitch. Me carcomen las siete envidias”. Luego procedió a trabajar en su célebre intervención editorial que le mereció la dedicatoria y el reconocimiento de “miglior fabbro”. Quien tenga la edición facsimilar con las correcciones de Pound a la vista podrá confirmar el colosal trabajo de resta llevado a cabo por Pound. Sus anotaciones, su marginalia, su hiperlúcida lectura son una delicia para el lector interesado.
Eliot también fue muy amigo de Virginia Woolf, a quien le confesó: “El Ulises destruyó todo el siglo XIX. Dejó al mismo Joyce sin nada sobre lo que escribir otro libro. Mostró la futilidad de todos los estilos en inglés”. Pero Joyce no agotó toda la literatura: quedaba espacio para el poema de Eliot, el cual también muestra la futilidad de todos los estilos. La tierra baldía se publicó como libro en Inglaterra en la editorial Hogarth Press, que manejaban Virginia Woolf y Leonard, su esposo; se tiraron 460 ejemplares. Y fue ella, memorablemente, quien fijó el poema en la página colocando todos y cada uno de los tipos móviles: lectura casi corporal, letra a letra, en la que la genial escritora cuadró para siempre uno de los textos definitivos del siglo XX. Al parecer, Woolf dijo que había tenido problemas “con la tipografía”, y esa declaración nos hace quererla mucho más.
Sabemos que Eliot, coleccionista de paraguas, siempre tenía una edición de la Divina Comedia en el bolsillo. No es improbable que La tierra baldía haya alcanzado también esa condición de fetiche y oráculo, y que algún poeta joven de hoy lo lleve y traiga a todos lados, preparando la escritura de un nuevo texto que cifre nuestro siglo XXI, un mecanismo literario en el que, tal vez, quepa un poco más de esperanza, de diálogo y de fertilidad.