Hache me habla por teléfono. Ya no me ha visto en la escuela. ¿Ya no voy a ir a las asambleas? No, tengo muchas cosas que hacer, respondo. Me dedico de tiempo completo a escribir un libro. Cuando se lo digo, casi me lo creo. Cuando se lo digo, me doy cuenta de que si fuera una verdadera escritora en lugar de andar bobeando anonadada frente a las fachadas de unos edificios rascuaches, estaría escribiendo un poemario que muestre el deslumbramiento de una ciudad que tiene una cara rascuache y, en el envés, algo de bella aparición. Me pregunta si quiero ir a su casa. Sé que mientras hablamos, ambos recordamos a los rastas burlándose de mí tras la puerta. ¿Me protege o le da vergüenza que lo vean conmigo en la huelga? No pregunto. A mí me gusta guardar mis motivos y emociones relativamente ocultos, al menos no me gusta que me pregunten a bote pronto, como si se hablara del clima, respecto de lo que hay en mi corazón, así que tiendo a pensar que a los demás les gusta proteger también cierta intimidad emocional. Le digo que sí y le pido su dirección. Aunque trato de mostrarme seca, comienzo a volverme líquida mientras me habla. No es que tenga una voz muy sensual, pero el recuerdo de su piel y de su verga me despierta del sueño de visiones urbanas en el que me adentré en parte para alejarme de él.
ME ESPERA DE PIE afuera de su casa, a unas diez cuadras de la mía. Quién lo diría; muchas noches en las que dormí anhelándolo, él estaba a mil metros pensando en la chica gordibuena que le gusta o en los técnicos de Luz y Fuerza. Cuando me acerco comenta algo de los cables de luz y un transformador que mira atentamente. “Se va a tronar”, dice como si lo estuviera impidiendo con la mirada. Luego agrega algo ininteligible, porque es de las personas que luchan con las palabras. Por eso habla poco, no más de lo necesario. Las personas que tienen dificultad de expresión saben mejor que los demás que el lenguaje no es una oronda pradera sino un túnel relleno de minas antipersonales; un paso en falso y vuelas en pedazos.
Hache baja en silencio delante de mí. En su predio sí hay escaleras. Me presenta a su madre y le dice que soy una amiga; haremos un trabajo escolar. El pretexto es más risible en cuanto que hay huelga desde hace medio año, pero su madre asiente con la cabeza sin replicar. Seguimos bajando escaleras. Sus aposentos y su cuarto oscuro están en el sótano del predio, un tercer sótano desde la calle. La humedad de los Pedregales (que siempre se ha cebado con mi rinitis) comienza a hacerme cosquillas en la nariz. Hache me explica esto así, con ardua sencillez: sus padres lo han dejado construir acá abajo, donde tiene también su laboratorio fotográfico. Y me doy cuenta de que trato con un hombre; de que, aunque Hache vaya como yo al mismo bachillerato montessori, él lleva años trabajando y que, con sus ahorros, ha construido las dos habitaciones y el baño en los que puede hacer lo que quiera. Es probable que sus padres no le permitieran tan fácilmente meter hombres a una hija, pero también es cierto que si él no tuviera intereses y ambiciones no trabajaría o no ahorraría y ya no iría a la escuela. Su casa, su madre y su estudio huelen a la parquedad de quienes todavía están saliendo del cascarón de tabique sin repellar de la pobreza. Decir que Hache se ha tenido que esforzar es un eufemismo.
¿Y cuáles son sus obsesiones? Son conmovedoras y potentes al mismo tiempo. Le encantan los tatuajes y la fotografía. El primer cuarto oscuro que conozco no está en un estudio de la colonia Roma sino en su casa, en nuestros Pedregales. Está orgulloso de él. No lo dice (ya se sabe por qué), pero es evidente que ese pequeño cuarto oscuro donde revela sus fotos es su Shangri-La. De vuelta a su habitación, me desnudo rápidamente, aunque el frío (más bien la humedad, que es el frío perpetuo de nosotros, los del Pedregal) me pone los pies helados de inmediato. Desde que veníamos bajando la escalera me emocionaba saber que al fin desaparecería el sexo de camioneros que nunca nos hizo justicia. Y ahora lo veo quitarse la playera. Rodeo su cuerpo y él se ríe muy bajito. “Ya me había dado cuenta de que te gusta”, dice, mientras me deja mirar el enorme (y peculiar) San Miguel Arcángel que tiene tatuado en la espalda. En lugar de listón, el negativo de una película fotográfica se enrosca y se desenrolla por los hombros, el pecho y la cintura de San Miguel.
Rodeo su cuerpo y él se ríe bajito... Ya me había dado cuenta de que te gusta , dice, mientras me deja mirar el enorme San Miguel Arcángel que tiene tatuado en la espalda
SE ACUESTA EN LA CAMA. Me acaricia la vulva mientras resuello sin atreverme a pedirle que me meta los dedos. No quiero manifestar el deseo loco que tengo por él, que es bajito y se pelea a muerte con las palabras cada vez que abre la boca. Pero supongo que es un truco inútil porque deja que mis brazos delgados hagan la mueca de vencer sus hombros fuertes. Me siento en él y mi cuerpo se olvida de su fragili-dad y mis pulmones del asma infantil que me dejó sin poder correr cincuenta metros sin resollar. Quiero llorar y no sé por qué. Golpeo las puertas de mi interior contra su verga. Hache busca llevar mi rostro a su cara, pero yo quiero el orgasmo que hasta entonces sólo él puede darme, y evito su abrazo con mi mano derecha, cuya palma asiento en el pecho de Hache. En el momento en que pongo la mano ahí, sé que guardaré siempre el tacto exacto de su piel. Y quizá porque sé que voy rodando ya hacia la grieta de mi esternón con la verga de Hache clavada en mi vagina; quizá porque sé que tengo un corazón en algún lugar a medio camino entre mi boca y el coño, se me hacen agua los ojos. No quiero que me vea llorar, así que, ya medio moquienta, le digo que ya me cansé. Desmonto y me pongo a cuatro patas. Sin ojos que me vigilen, lloro mientras lo recibo a cuatro patas. Mi cuerpo es un ojo también; un ojo al que se le permite mirar su reflejo con atención por primera vez. La verga dentro de mí, las manos en mi espalda y mi cadera, que me vencen y me electrifican, como al maniquí con epilepsia que somos en las novelas eróticas, me devuelven la imagen de la mujer en la que me gusta convertirme. Me vengo, me vengo y me vuelvo a venir y grito con la cara húmeda, porque al fin estoy en el manantial erótico que busqué con tanta desesperación.
No sé qué hacer después, cuando descansamos. Él se ha vuelto distante de nuevo y yo temo que cualquier muestra mía de ternura sea mal interpretada, es decir, cabalmente interpretada, así que me quedo en silencio, súbitamente mormada y con los ojos llorosos. El pasado de cueva de la casa de Hache despierta mi pasado. Mis padres ya han olvidado la edad exacta, pero yo calculo que a los siete años comencé con los fuertes accesos de rinitis y, luego, broncoespasmos; a los nueve fui a dar al hospital del Imán (frente a la Secundaria 139), una noche borrosísima en mi memoria. Mi madre dice que lo del hospital fue a los diez, mi padre que a los once. Yo estoy casi segura que fue en los días posteriores a mi cumpleaños número nueve, porque ese día todavía estaba muy feliz (hay una foto donde tengo una diadema que parece una tiara principesca). En fin, después de eso regalaron a mis hermosos gatos. Para mis doce años la alergia había decrecido a base de un spray que sabía asqueroso y de hismanal, unas tabletas que me hacían sentir fatigada y que dejé de tomar por mis pistolas cuando entré a la secundaria. Con todo, a veces tengo conatos de rinitis que transforman la voz de contralto en una voz moquienta. Y ahora, para bien y para mal, ese destino me alcanza, tumbada junto a Hache. Lo agradezco porque cuando pregunta qué tengo, puedo ocultar que estoy emocionada y respondo: “Alergia”. Lo detesto porque en realidad respondo “Ahljmlergia”. No es nada sexy, pienso mientras escucho mi voz. Y como mi voz es de las pocas cosas “que tengo”, una de mis pocas cualidades, el que me abandone en este momento me parece un mal augurio. Hache está callado, pero así es su persona, yo tendría que ser el alma de la fiesta y, en cambio, estoy sintiéndome cada vez más mormada. Voy a empezar a estornudar y entonces esto será un infierno.
CUANDO PIENSO EN ÉL, tumbada en mi cama, no pienso: sólo soy una máquina eterna de recuerdos. Algo late dentro de mí. No es una metáfora. Si me pongo bocarriba siento un calamar latiendo entre mis piernas. Y si me pongo del lado del hígado, el cerebro me late como si me fuera a estallar. Y si me pongo del lado del corazón, escucho la bomba incansable. Por entonces escucho un CD de Mike Oldfield, los hits. Y me parece que Hache es “Moonlight Shadow”. También sé que llegué al mundo que deseaba: el reino de la comunión erótica; el momento es co-mo lo imaginé, como lo leí, como lo forjé en todas las noches de masturbación y de sueños locos. Pero la vía es terrible, y aunque no he cumplido los 17, ya siento la angustia de su nudo gordiano: Hache no está tan cerca de mí como yo de él. Yo podría absorberlo por todos mis poros y él me ve, amable y distraído, desde lejos. No es violento, no le interesa lastimarme, simplemente no está enamorado de mí. Me duermo deseando olvidarlo pronto.Pienso que es bueno que su nombre empiece con hache para que él pase por mi vida así: silencioso como la hache.
Pero me domina. Es improbable que él sepa que me domina cuando me habla la siguiente semana. Esta vez me pide que, antes de coger, me ponga un vestidito con agujeros redondos por todos lados. Le acaricio el rostro, beso sus labios antes de que me acueste y me abra como a una rana. Ahora él pone su palma en mi esternón y empuja dentro de mí con lentitud, pero aplicando todo el peso de su cuerpo. Somos dos ganzúas concentradas en un sitio que está en mi interior, pero rodeado de la materia gris y los nervios de nuestro cerebro. Cuando nos vemos en la mente del sexo, sólo somos él y yo. No hay otras mujeres ni otros hombres, aunque la mecánica del placer sea la misma. Me acuesto de lado, como vi en una ilustración del Kamasutra; trenzo mis piernas entre sus muslos y su cadera y lanzo un grito casi agónico cuando me penetra así. Él me pide silencio de inmediato: “Shhhhh”. Finalmente, se supone que estamos haciendo la tarea y no formando el imaginario primordial de mis recuerdos eróticos. Me muerdo los labios y cierro los ojos.
Si me pongo bocarriba siento un calamar latiendo entre mis piernas… del lado del hígado, el cerebro me late como si me fuera a estallar… del lado del corazón, escucho la bomba incansable
CUANDO LOS ABRO ha pasado otra semana y de nuevo nos estamos desnudando el uno frente al otro. Me sonríe cuando acaricio su cuerpo con las manos, admirando sus tatuajes cuando tengo los ojos abiertos y absorbiendo hasta la médula de mi memoria su piel y los bordes de las siluetas cuando los tengo cerrados. Porque, de alguna manera, sé que este tiempo será muy breve. Su distancia emocional me recuerda que no es mío. Cuando lo monto con vigor, mi cuerpo no sólo quiere exprimirle la verga sino cada gota de placer de la que dispongo en los minutos en los que él (casi) me pertenece. ¿Es esto el amor? Todo el sexo anterior a Hache me dejó indiferente y, sobre todo, insatisfecha. Pero con él todo es fácil y explosivo. ¿Es porque hacemos el amor? A mí me parece más una lucha carnicera por lograr que me vea. Cuando estoy a cuatro patas y le extiendo las manos por debajo para que las tome y jale de ellas con fuerza, lo quiero obligar a mirarme, a verme allá dentro, y que se enamore de esa cara tubular y líquida que lo engulle y lo deglute una y otra y otra vez.
Pero conforme pasan las semanas, él me sigue recibiendo en la puerta de su casa, amable pero distante. Así que, mientras vivo esta historia con Hache (¿o a través de Hache sería más preciso decir?) me parece que ya se licua en la nada esto que sé que no puedo llamar “lo nuestro”. Y como levantada por una ciudad de arena, me veo en un espejo de arena y especulo, muy por lo bajo: “aunque esto no me convenga, es lo que tengo que hacer y es lo que tengo que vivir”. Como todo es de arena, puedo decir que mis palabras también son de arena y que este trato que hago es invisible e intangible. ¡Que podré eludirlo! En pocas palabras, que cazándolas, las emociones viviseccionadas no me pueden herir. Y me repito, de noche, una y otra vez, que puedo mantenerme serena frente a mis emociones para evitar los celos y la angustia que me produce sentir que cada semana él me posee más y yo lo pierdo otro poco.