Los relatos de la vida de David Alfaro Siqueiros sobreviven en muy diversos escritos. En más de un sentido son los vestigios narrativos de lo hecho, pensado, dicho por él a lo largo de la tempestad de su existencia. Ellos se conservan en notas, cartas, artículos, conferencias, discursos y dictados del propio artista, por una parte, así como en las evocaciones, informes y memorias de familiares, contemporáneos y cofrades, por otra. Son páginas que preservan las reliquias de un santo laico que optó por consumirse en la hoguera de este mundo al margen de cualquier tipo de redención después de la vida.
Uno de los primeros apuntes autobiográficos de David Alfaro Siqueiros, “Siete Filos”, apareció en agosto de 1933 en Multicolor, revista del diario argentino Crítica. “Mi vida empieza cuando se extingue la de Siete Filos”, escribió ahí. Compartió espacio con “Eastman, el proveedor de iniquidades”, la segunda entrega de la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. También en Multicolor publicó otra cronachette similar, “El derrumbe del coraje”.
Más adelante, Alfaro Siqueiros mencionó que trabajaba en su autobiografía en una carta dirigida a Juan Olaguíbel, íntimo amigo y condiscípulo en la Escuela Nacional de Bellas Artes. En ella le confió, a mediados de 1938, que había decidido ocupar así los tiempos muertos de sus tareas militares en la guerra civil española. Tenía un título: El nieto de Siete Filos, además de epígrafe, método y propósito.
“Será la recopilación de todas mis anécdotas”, escribió, “de todos mis artículos, escritos, discursos, sobre nuestra niñez, la Revolución Mexicana, la lucha sindical, la política, la cárcel, el destierro y, por fin, la guerra de España. Esto es, 25 años de nuestra intensa vida. Cuando menos por esa misma vida tendrá que ser interesante y fuerte. Además, me parece que sólo así podré acumular en verdad todo lo que yo he hecho, pensado y dicho a través de la tempestad de mi existencia —Y te aseguro que lo diré todo como ha sido. Con esa verdad verdadera que sólo da bien la síntesis del recuerdo. Sin sentimentalismo de ninguna naturaleza”.
AQUÍ SE ATORÓ EL NIETO DE SIETE FILOS y veintitantos años después reapareció con nuevo brío y sin alterar la naturaleza de la
autobiografía que él quería. “Con los nombres exactos de
las gentes”, según escribió en 1938. “Con los nombres exactos de sus familiares— con sus direcciones exactas. No ocultando nunca las veces en que hice de cabrón y las veces en que me hicieron. Las veces en que fui culpable y en la que fui víctima. Dando la medida exacta de mis convicciones para cada caso...” En fin, nada del otro mundo si se considera que Alfaro Siqueiros hablaba todo el tiempo de sí mismo, como apunta con amable sarcasmo Julio Scherer. Este último algo sabía al respecto: Scherer, a sus treinta y cinco años de edad, atendía la “fuente rojilla” en Excélsior y a lo largo de 1961 se presentó en Lecumberri todas las mañanas con su máquina de escribir portátil a tomar el dictado al pintor. Así, instalado en el centro del presidio llamado Polígono, formó las primeras 387 cuartillas, “a renglón cerrado” y sin numerar, de la anhelada autobiografía del artista.
El propósito de Alfaro Siqueiros en Mis prisiones fue engarzar sus últimos dos años y medio en el penal de Lecumberri con sus seis detenciones previas y volcar sobre el dominio público todos sus confinamientos
ALFARO SIQUEIROS VIVÍA tras las rejas desde el martes 9 de agosto de 1960, acusado del delito de disolución social, y desde el penal propagó su arbitrario encarcelamiento e impulsó campañas en favor de su liberación. Este fue el sentido original de la autobiografía que empezó a dictar a Scherer, sin imaginar que la disciplina de ambos produciría un relato detallado cuya edición interrumpieron las batallas que primero emprendió el pintor tras recibir sentencia y luego ya una vez que salió de la cárcel el lunes 13 de julio de 1964. A Scherer, por su parte, tan pronto dejó la autobiografía en manos del artista, Excélsior le anunció nuevas responsabilidades en las oficinas del diario en Reforma número 18 y lo obligó el relevo en la fuente.
Mis prisiones fue el primer esbozo autobiográfico de David Alfaro Siqueiros que circuló en letras de imprenta, de diciembre de 1962 a mayo de 1963. Vino después del que trabajó con Julio Scherer y fue el último manuscrito en el que el artista se metió de lleno. “Siqueiros dicta sus memorias a Siempre!” se anunció en la primera entrega y enseguida se avisó que en lo sucesivo el pintor encarcelado contaría “algunos de sus días de presidio” a un popular reportero de la revista, José Natividad Rosales.
Meses antes, cuando el sábado 10 de marzo de 1962 se dictó sentencia de ocho años de cárcel para Alfaro Siqueiros y Filomeno Mata Alatorre, Siempre! alzó la voz en defensa de ambos y rechazó que ellos, como afirmaban los jueces, instigaran la huelga de maestros, las manifestaciones del jueves 4 y el martes 9, así como el atentado del miércoles 10 de agosto de 1960 contra la estatua del ex presidente Miguel Alemán en el novísimo campus de Ciudad Universitaria. En efecto, Alfaro Siqueiros encabezaba un comité en defensa de los presos políticos y Mata solía escribir en favor de las libertades democráticas, pero ni eran nuevos en esas lides ni comían alumbre.
Víctor Rico Galán y Vicente Lombardo Toledano, colaboradores regulares de Siempre!, se manifestaron al respecto: uno desde la crítica a la sentencia y el otro pidiendo la libertad para el pintor y el periodista. Luis García Téllez, como ex procurador de la República, sacó a la luz la carta en la que exponía la inconstitucionalidad del delito de disolución social. Angélica Arenal agradeció por carta, fechada el 15 de marzo, el apoyo a José Pagés Llergo, fundador y director de la revista. Ya más cerca del segundo año de muerte cívica y artística de su esposo se desahogó cuanto pudo en una segunda carta. “Las cuatro paredes de su escalofriante celda tienen olor a ultratumba”, escribió en junio quien se sabía ya el espectro del artista prisionero en Lecumberri;
“ahí no entra el sol ni el aire fresco, no se escucha la euforia ni el llanto del hombre; no existe la noche ni el día, con su gama de luces, ni el valle, ni las montañas, ni el mar, sólo la tormenta de una vida que se apaga en una cárcel sin esperanzas”.
El historial carcelario de Alfaro Siqueiros era abultado, en efecto, pero no había estado preso durante tanto tiempo y aún le restaban seis años de encierro. “Esto me ha llegado muy viejo”, le dijo a la misma Angélica Arenal. Siempre! asimismo publicó el llamamiento de un puñado de escritores y artistas a la opinión pública invitando a cuantos desearan a apersonarse el martes 31 de julio en el número 100 de la calle Donceles para la comparecencia de los sentenciados ante los magistrados de la Octava Sala del Tribunal Superior de Justicia, e “intervenir en la vista formal sobre la apelación interpuesta contra la sentencia dictada en su prejuicio”. La postura de la revista ante la resolución de los jueces explica la salida de Mis prisiones en las páginas sepias de Siempre!
Lejos de reflexionar sobre la utilidad del sistema penitenciario, como Piotr Kropotkin en Las prisiones, el propósito de Alfaro Siqueiros en Mis prisiones consistió en engarzar sus últimos dos años y medio en el penal de Lecumberri con sus seis detenciones previas y volcar sobre el dominio público todos sus confinamientos: en agosto de 1911, como estudiante supernumerario de la Escuela Nacional de Bellas Artes; en mayo de 1929, siendo secretario general de la Confederación Sindical Unitaria; en febrero de 1930, como comunista sospechoso de atentar contra la vida de Pascual Ortiz Rubio al término de la ceremonia de toma de protesta como presidente; en mayo de 1930, al ser confinado en Taxco, Guerrero, en la secuela del malogrado atentado; en octubre de 1932, cuando la autoridad migratoria en Los Ángeles, California, donde concluyó los murales Mitin callejero, América tropical y Retrato actual de México, se rehusó a ampliar su visa de turista y se vio obligado a salir de Estados Unidos, dejando bocetado otro mural en el John Reed Club; en diciembre de 1934, esta vez en Buenos Aires, una vez concluido el mural titulado Ejercicio plástico, para alejarse de Argentina a mediados del mes; y en octubre de 1940, al cabo de andar a salto de mata en la sierra de Jalisco tras acribillar a tiros la casa de Lev Trotsky en el pueblo de Coyoacán.
EL PERIODISMO ES LO QUE ES. Y desde un principio David Alfaro Siqueiros supo que la prédica que ensayaría en Mis prisiones tendría un alcance limitado, pues siendo numerosos los camaradas familiarizados con su nombre eran menos los que habían solicitado su arte. Y el acento de esta crónica debía estar en las prisiones de un artista.
Al menos dos murales aguardaban la liberación de Alfaro Siqueiros para su debida conclusión, por cierto: El arte escénico en la vida social del México de nuestro tiempo, en el vestíbulo del Teatro Jorge Negrete, y, en una de las salas del Museo Nacional de Historia: Del porfirismo a la Revolución Mexicana. Asimismo, un tercer mural demandaba la gestión presencial del pintor, Cuauhtémoc contra el mito, realizado veinte años atrás y el cual, debido al margen impredecible desarrollo urbano de la región más transparente, en 1963 era la decoración más inusitada de una casa de citas, ubicada al pie del Castillo de Chapultepec y a espaldas de la Secretaría de Salud.
Mis prisiones trató de apartarse, en la medida de lo posible, de la tempestad revolucionaria al arranque del siglo xx y del recuento de las más significativas marcas que esta impuso en Alfaro Siqueiros y los suyos. Lo anterior ya había quedado consignado en el material que Julio Scherer tecleó con profesional aliño en el Polígono de Lecumberri y el cual sazonaba su lenta momificación en el fondo de un cajón en la nueva casa del pintor en el 29 de la calle de Tres Picos, muy cerca del enorme terreno en el que por entonces se construía el Museo Nacional de Antropología. Mis prisiones, además, debió remar contra la corriente: nadie esperaba la aparición de semejante documento, hecho que no sólo puso a prueba el oficio editorial de José Pagés Llergo al encomendar la tarea a José Natividad Rosales, sino que lo instaló en medio de las medias palabras y los arreglos tácitos propios de la secretaría de cámara de palacio en torno a los presos políticos de la hora. Algo sabía Rosales de las miserias de los exilios sin partir, así nombrados por la agudeza de Luis Cardoza y Aragón, y en un abrir y cerrar de ojos entendió cómo asistir al huésped de la Crujía I para que su vocación portentosa y el propósito de calar hondo colmaran las entregas semanales de Mis prisiones. A lo largo de los seis meses que duró la colaboración entre el pintor y el cronista, rara vez Alfaro Siqueiros fue capaz de citar de manera literal un documento o un recorte de prensa y nunca fue mudo estenógrafo Rosales, esto es, los respectivos vicios de sus soledades se complementaron tan armónicamente en la convivencia en Lecumberri que al final de la aventura se echó de menos en la revista la presencia de Mis prisiones.
AL DICTAR ESTE NUEVO APUNTE autobiográfico aparecieron temas mencionados en la carta a Juan Olaguíbel. Rosales ancló la primera entrega de Mis prisiones al reciente deceso de Charles Laughton, dueño de numerosas pinturas de caballete de Alfaro Siqueiros, lo que le permitió al relato transitar con naturalidad del interés periodístico a la evocación de las tres ambiciosas obras que trabajó el artista en la ciudad de Los Ángeles en la misma temporada en la que conoció y trató a Laughton, el versátil actor que usó Ernst Lubitsch en la Si yo tuviera un millón. La ciudad era una selva viva colmada de furiosos proyectos. El abuelo Siete Filos volvió a aparecer en las páginas de Mis prisiones, como ya había sucedido en el Multicolor argentino, y enseguida el retrato del artista anciano detalló la adquisición de sus primeros conocimientos de pintura, entre los yeseros y decoradores que vio trabajar en la casa paterna en la colonia Santa María la Ribera y bajo la guía de algunos elementos de la bohemia de la muerte —como Armando García Núñez e Ignacio Rosas— y al fin como alumno supranumerario en el turno nocturno de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Si fue parca la mención a su trabajo en las ciudades de Asunción, Buenos Aires y Nueva York al final de los novecientos treinta, no sucedió lo mismo con la experiencia bélica en la Guerra Civil española ni con la historia de algunos proyectos en el México de los novecientos cuarenta y cincuenta, como el que imaginó en torno a la figura del payaso Ricardo Bell y del ya referido mural Cuauhtémoc contra el mito. Alfaro Siqueiros introdujo ahí el tema de la “participación y actividad política directa de los artistas, como individuos, en la Revolución Mexicana”, empezando con el estallido en 1911 de la huelga de la Escuela Nacional de Bellas Artes, “huelga de implicaciones políticas”, hasta llegar al nacimiento en México del “artista ciudadano” o “artista civil”.
El retrato del artista anciano detalló la adquisición de sus primeros conocimientos de pintura, entre los yeseros y decoradores que vio trabajar en la casa paterna en la colonia Santa María la Ribera
Rosales ajustó cada entrega al espacio asignado por la revista y durante los primeros tres meses cuidó el equilibrio entre el tiempo pasado y el tiempo presente. Pero sobre todo asumió que el texto de Mis prisiones no omitiera cuanto pudiera consignar y comunicar sobre el oficio y la propia forma de vida del pintor —junto con su apretada variedad de certezas— y sobre su perseverante desempeño como artista civil.
Siete filos
David Alfaro Siqueiros
MI VIDA EMPIEZA cuando se extingue la de Siete Filos. Siete Filos es mi más lejano recuerdo y sin embargo tan nítido como el más reciente. Todavía me duelen los cuartazos, los machetazos y las mentadas de madre de Siete Filos... que quiso hacerme hombre a “punta de cabronazos”, según sus textuales palabras. Sus métodos eran pavorosos. ¡Qué cosa espantosa eran de veras los reveses de Siete Filos! Me los aplicaba con su mano izquierda retorcida por un balazo en la muñeca y con cada uno de ellos me embarraba en la tierra y frecuentemente me ensangrentaba toda la cara. Los huezasos de la mano chueca de Siete Filos me hacían más daño que los chirrionazos mecánicos de su machete oaxaqueño. “Ogaperros” le llamaban los mozos de la Hacienda a esta clase de tortura. Los berrinches y blasfemias intermitentes de Siete Filos retachaban como rayos en los murallones de la Casa Grande de la Noria, en donde vivíamos mis hermanitos y yo bajo el amparo de Eusebia Palomino, nuestra “mamá grande”, esposa de Siete Filos, padre de nuestro papá Cipriano. En la Hacienda de La Noria crecíamos Chucho, de cinco años, Lucha, de ocho años, y yo, de siete. Siete Filos nos educaba y acariciaba con el puño cerrado y Eusebita con la palma de la mano.
JINETE CHINACO, lancero del indio Juárez, en las guerras de Reforma y contra la invasión francesa, el coronel don Antonio Alfaro Sierra se ganó el apodo de Siete Filos por su mal genio terrible, que lo arrastraba constantemente desde los más espantosos ataques de furia hasta los más retributivos arrepentimientos. Siete Filos golpeaba sin piedad, pero regalaba después todo lo que tenía, hasta sus cuacos y sillas plateadas de montar. Eran así frecuentes los casos en que sus subalternos, los sirvientes, provocaban premeditadamente sus iras para merecer después espléndidas compensaciones.
No pudiendo ya guiar tropas de hombres, arreaba tropas de toros a los ochenta años, que compraba en regiones ganaderas para transportarlas y venderlas en las que no lo eran. Algunas de sus marchas fueron causa de asombro por las distancias y carácter geográfico de las regiones atravesadas: de la costa de Fuego, donde abunda el ganado ladino, pasando por las selvas pantanosas del trópico, hasta remontar las sierras nevadas y cruzar los desiertos arenosos, con grietas enormes que se abren para tragar a los hombres.Una cerrada balacera fue siempre el anuncio fervoroso de su llegada al galope con sus caporales a la Hacienda... y si esta vuelta nos encontraba a mi hermano y a mí retozando fuera de la Casa Grande, había que correr precipitadamente a resguardarse tras una piedra alta para librarse de sus disparos certeros que nos cruzaban silbando o salpicaban de astillas de piedra. Así daba Siete Filos su gran alegría a la vez que reanudaba de nuevo nuestro aprendizaje de dignos descendientes suyos.
No había que llorar porque las lágrimas de los nietos de Siete Filos tenían la virtud de multiplicar los golpes. Después seguían las pesquisas indispensables para encontrar la pista del animal atacado del ‘mal’
“QUERER ES APRETAR hasta rechingar”, acostumbraba decir cuando nos despertaba a medianoche para hacernos cosquillas durante largas horas... hasta que perdíamos el sentido... después de un horrible vía crucis de risas nerviosas, llantos desesperados y gritos de angustia infinita que se perdían en la soledad de la Hacienda.
Otras veces Siete Filos nos arrancaba como raíces de la cama y durmiendo profundamente aún nos ponía de pie para gozar de la batalla desesperada nuestra con el sueño de piedra de todos los niños.
Antes que a leer y a escribir, Siete Filos me enseñó a perseguir y a matar perros del “mal”. Vivíamos en la región más árida de México, que es posiblemente el país peor regado del mundo. En el bajío reseco donde un cántaro de agua fresca vale cincuenta centavos de plata. Por eso en verano los perros hacen grandes estragos entre las gentes y bestias de las rancherías. Para extinguir a los animales enfurecidos por la enfermedad de la sed, Siete Filos y yo hacíamos grandes recorridos a caballo. Mi abuelo montaba La Brasa, yegua colorada retinta, o bien en el Mojino, caballo prieto de gran alzada. A mí me trepaban en El Pescadito, caballo chaparro que caminaba en la tierra haciendo culebrillas como los peces en el agua. Salíamos al paso de la Casa Grande de la Hacienda, pero ya fuera de sus corralones y al traspasar los potreros, Siete Filos metía espuelas y así empezaba un galope desenfrenado entre nubes cerradas de polvo fino como de cristal pulverizado. Frecuentemente los arrancones y jalones desesperados de mi caballito, que se esforzaba por seguir la marcha del recio cuaco de Siete Filos me obligaban a agarrarme atemorizado de la cabeza de la silla. ¡Ver esto mi abuelo y sacar el machete era un solo impulso! ¡Siete Filos no podía tener nietos cobardes! Entonces jinete y caballo recibíamos una zarabanda feroz de planazos con el machete y de encontronazos con la bestia mayor, que nos precipitaban a todos en una carrera enloquecida, acompañada de insultados descarpados. No había que llorar entonces porque las lágrimas de los nietos de Siete Filos tenían la virtud de multiplicar los golpes. Después seguían las pesquisas indispensables para encontrar la pista del animal atacado del “mal”. Las mujeres indias salían de los jacales para darnos indicaciones: “Es un perro grande, color de vejiga, con ojos de agua”... y el galope se reanudaba. Cinco, diez, veinte rancherías y nos poníamos a tiro de fusil del animal. ¡Cinco, diez balazos no valían para doblarlo y éste seguía trazando violentamente una línea roja interminable con su sangre! “Los perros, de rabia, tienen adentro el enemigo malo y por eso son tan duros para morir”. Era necesario que Siete Filos, emparejándole su caballo, lo destazara a machetazos. Después llamábamos a la peonada del pueblo más próximo para que quemaran y enterraran el cadáver destrozado y babeante. No era raro que esta escena se repitiera hasta cinco veces en un mismo día.
No había que llorar porque las lágrimas de los nietos de Siete Filos tenían la virtud de multiplicar los golpes. Después seguían las pesquisas indispensables para encontrar la pista del animal atacado del ‘mal
A NUESTRO ENORME PERRO El diablo le tocó su turno. Seguramente por contagio. Antes de agarrar el “mal”, El Diablo ya debía una vida de hombre y decenas de vidas de perros, así era de terrible. Jamás se precipitaba en sus ataques, pero cuando agredía era invariablemente para matar. Al hombre que mató le decían El Judío Errante, porque era un mendigo que sin detenerse recorría toda la región. Una madrugada fue encontrado su cadáver destrozado, con los intestinos afuera, en el camino real, frente al portón grande de la entrada de la Hacienda, bajo la estatua de piedra negra del “señor del veneno”. El Diablo fue mi mejor amigo de los primeros años. No solamente era el más bravo guardián de la Casa Grande, sino que me ayudó también a dar los primeros pasos prestándome sus pequeñas y duras orejas. En muchas ocasiones abría su enorme hocico para que yo le pusiera una migaja de pan en la laringe, después de encajarle todo el brazo hasta el codo. Supimos que a El Diablo le había dado la rabia porque precipitadamente cerraron los caballerangos todas las puertas de la casa de la Hacienda y prepararon sus carabinas para balearlo desde la azotea. Ese acontecimiento me causó una pena horrible. Cuando le chiflaron los primeros balazos salió huyendo y ladrando de manera siniestra. ¡Jamás perro alguno del “mal” causó mayores estragos en los lugares circunvecinos! Su trayectoria estaba sembrada de cadáveres de pobres rancheros y bestias lastimadas por sus feroces mordiscos se encontraban por todas partes. La inevitable persecución de El Diablo se inició con retardo, porque cuando éste dio síntomas de locura, Siete Filos no se encontraba en el casco de la Hacienda. Regresó tarde y la partida se inició cuando la tarde ya caía.
Así fue como la persecución de El Diablo, de color negro profundo hasta los dientes, se llevó a cabo durante la noche. Una vaga esperanza me decía que El Diablo no había sido atacado del mal. Quizás había sido una simple equivocación de los caporales de la Hacienda. Indudablemente me iba a reconocer cuando me viera y escuchara mi habitual chiflido. Por eso en esta ocasión no tenía yo necesidad de agarrarme de la cabeza de la silla. Me había vuelto tan buen jinete como Siete Filos. Lo que quería era estar pronto cerca de El Diablo. Ahora era yo quien metía las espuelas con más ahínco. Ahora era yo quien encabezaba desbocadamente el galope. El Pescadito parecía solidarizarse con mi impulso. Tres horas de carrera y alcanzamos a ver la sombra alta de El Diablo en la cañada del Agüilote. El animal volvió la cabeza para observarnos con los ojos enrojecidos sin detener su marcha. Agitaba la flema roja de su lengua en la sombra. Babeaba y tenía un temblor mortal en todo el cuerpo. Permaneció sordo por completo a mis vehementes llamados y después de aullar afónicamente, terroríficamente, continuó su tambaleante carrera enloquecida, a la vez que Siete Filos desenfundaba su carabina 30-30. En esta ocasión la vehemencia de matar era en Siete Filos más violenta que nunca. ¿El destello de un impulso de piedad en el chinaco endurecido por la guerra de toda su vida? ¿Un destello de lástima? El hecho es que Siete Filos cortaba cartuchos sin descanso y disparaba como ametralladora, haciendo esfuerzos cada vez más grandes para precisar su puntería. El Diablo contestaba a cada bala recibida con un rugido sordo y seco y su carrera era cada vez más tambaleante y desencajada. El machete sustituyó al rifle y la persecución se hizo frenética por entre punzantes matorrales que le rasgaban el encuentro y los ijares a La Brasa potente. Yo estaba delante de una batalla tremenda entre dos fuerzas... entre dos seres indudablemente crueles y sin embargo muy queridos para mí. Perseguido y perseguidor formaban un remolino salvaje entre una maleza hirviente de espinas. El Diablo, herido, se revolvía frenético contra mi padre grande. Dos o tres veces consiguió clavar sus colmillos en el refuerzo del estribo. El machete, al romper los huesos, sonaba ríspidamente en la noche.
LA RESPIRACIÓN atropellada de las tres fieras agitadas llegaba claramente hasta mis oídos. Mis ojos llegaron a palpar las salpicadas de sangre... Sufrí horriblemente con ese dolor seco que no da lágrimas para llorar. Fue la primera batalla en la que no participé de manera activa. Mi neutralidad fue cobardemente evidente. El Diablo quedó tendido en el suelo. Siete Filos saltó eléctricamente de su yegua colorada y le deshizo el cráneo a machetazos. Los relámpagos de sus golpes férreos cruzaron decenas de veces las sombras de la noche. Jamás lo vi golpear con más furor. La violencia de Siete Filos en esta ocasión proyectó una claridad muy grande. Todos tuvimos fuerzas para recorrer serenamente el camino bordeado de huizaches que nos separaban de La Noria.