Se ha escrito tanto y tan bueno sobre la crisis de la democracia liberal en el mundo que resulta muy difícil añadir algo que valga la pena. Los libros sobre el retroceso de la democracia en el mundo se han convertido en un subgénero de la ciencia política y las relaciones internacionales, suficientes para constituir una biblioteca y una especialidad en sí mismos. Así como antes hubo especialistas en transiciones democráticas, hoy tenemos expertos en retrocesos democráticos. La crisis ha sido abordada desde perspectivas económicas, ideológicas, sociológicas, politológicas, históricas, literarias, filosóficas, identitarias y en fin, ya me entiende usted. Las más grandes mentes de nuestro tiempo han producido reflexiones, variaciones y aproximaciones ricas y novedosas para entender la gran preocupación política de nuestros días, ¿puede sobrevivir la democracia liberal? A pesar del pesimismo prevaleciente en la mayoría de estos textos, esta cascada de estudios y publicaciones tan voluminosa me parece muy sana y una demostración de que la democracia y los demócratas aún están vivos y en pie de guerra.
LOS ESTUDIOSOS OBSERVAN una tendencia de retroceso democrático no nada más a escala local, sino que, de unos años para acá, a nivel mundial, cada vez son menos los países que pueden clasificarse como democracias reales. Veníamos de una ola democratizadora que inició más o menos en la década de 1970, en la que cada vez más países se sumaban al sistema democrático. Muchos dejaban atrás dictaduras militares y sistemas autocráticos. Hay una cierta nostalgia por el pasado debido a que el futuro produce gran ansiedad como consecuencia de las crisis financieras, el racismo y las olas migratorias, el estancamiento de la movilidad social y la destrucción de los empleos por la Inteligencia Artificial, entre otras muchas cuestiones. No nada más el futuro ya no es lo que era, sino que algunos dudan que los seres humanos tengamos futuro en absoluto. Las tasas de envejecimiento creciente, la caída en las tasas de natalidad, la catástrofe del calentamiento global y la amenaza de una guerra nuclear alimentan las noticias cotidianamente. Éste parece el caldo de cultivo favorable para la victoria incontenible del populismo, los autócratas y los líderes autoritarios. Ellos prometen liberarnos del miedo y los peligros que son reales, pero con soluciones simplistas.
No parece entonces que hubiera mucha esperanza ni nada positivo qué decir sobre la democracia liberal. “Sálvese quien pueda” es el grito político de nuestro tiempo. Con todo, no me convence la postura pesimista que ve lo que estamos viviendo como un proceso de irrefrenable decadencia. Es un enfoque intelectual muy desagradable, pero, sobre todo, improductivo. La política y en general la marcha de la humanidad hacia el progreso, siempre se han tratado de asumir retos que parecían irremontables. Piénselo, ¿cuál era la probabilidad de que un grupo de descendientes de los primates un día llegaran a la Luna y pudieran generar electricidad con energía solar o eólica? "El sueño de la razón produce monstruos", es el multicitado título del aguafuerte del pintor Francisco de Goya. No obstante, tendemos a olvidar que el sueño de la razón también redujo la mortalidad infantil con los avances de la medicina moderna, ganó la Guerra Fría sin necesidad de incurrir en un enfrentamiento nuclear y ha eliminado enfermedades que en otro tiempo parecían incurables. La razón, representada en la cooperación científica de la humanidad permitió la producción de una vacuna contra el COVID-19 en tiempo récord. Podemos paralizarnos suponiendo que la razón y la ciencia fracasaron, que los expertos han incurrido en corrupción. Esa actitud parece más bien estéril y además benéfica para los populistas, quienes detestan la técnica y el conocimiento.
Sí, todos los días vemos desplantes de los autócratas vociferantes. Y, sin embargo, en distintas plazas de todo el mundo admiramos las movilizaciones masivas de gente defendiendo sus libertades y la democracia. Desde Tel Aviv hasta la Ciudad de México, los seres humanos se rehúsan a ceder su aspiración de una vida mejor o someterse a la servidumbre. Cientos de miles, si no millones de ciudadanos, acompañan a sus parientes y vecinos a manifestarse en defensa de las elecciones libres y competidas, o de la independencia del Poder Judicial. ¿Quién lo hubiera imaginado? Cuando se supone que ya nadie cree en la democracia y el desencanto es la norma, vemos marchas y concentraciones multitudinarias para impedir su desaparición. Es posible entonces que lo que hace falta no sean ciudadanos comprometidos con la democracia, sino políticos profesionales y partidos políticos con suficiente respaldo popular y vigorosamente combativos en defensa de las causas democráticas.
LA MODA ACTUAL consiste en denostar a los partidos y a los políticos profesionales. Hemos ensalzado al ciudadano y satanizado a los políticos y los partidos. Es muy emocionante suponer que los ciudadanos son los dueños de la democracia y los únicos capaces de salvarla. Emocionante y también demagógico. Tanto es así que hasta se puso de moda la idea absurda de los candidatos independientes. Ya vimos cómo esa propuesta terminó en estadistas de la talla del Bronco o decepciones de la magnitud de Pedro Kumamoto. Y es que uno de los hallazgos de los estudiosos más serios de la crisis de la democracia es que el ascenso del populismo se produce por el descuido y desprecio hacia los partidos. Ahí donde las organizaciones políticas profesionales no funcionan adecuadamente o se han desacreditado, la coyuntura se vuelve propicia para los liderazgos personalistas, autocráticos, narcisistas y sin restricción institucional alguna. Bien es verdad que los políticos profesionales y los partidos políticos se ganaron un gran desprestigio en las últimas décadas debido a escándalos de corrupción o incompetencia. Con todo, hay dos rutas posibles cuando algo no funciona: suprimirlo o arreglarlo. No tiene mucho sentido suprimir a los partidos puesto que eso no resuelve el problema, de hecho, lo que sí sabemos es que no ha existido ninguna democracia moderna y exitosa en el mundo sin partidos políticos. En todo caso, como ya vimos, el objetivo de los autócratas populistas es la desaparición del pluralismo político representado por los partidos de oposición. En México, el populismo ansía la eliminación paulatina de los partidos diferentes del oficial mediante la extinción de la representación proporcional. Entonces, los demócratas deberíamos comprometernos más bien a la reforma, rediseño y relanzamiento del sistema de partidos, pues ahí y sólo ahí cabe esperar la incubación de una nueva generación de políticos profesionales a la altura de las necesidades contemporáneas.
La escuela de la clase política profesional son los partidos, pues ahí se aprenden las virtudes de la negociación, la transacción, la conciliación indispensable para la toma de decisiones
Las escuelas de políticos profesionales en el mundo moderno no son las universidades, como hizo creer erróneamente la tecnocracia. Las universidades pueden formar técnicos, funcionarios gubernamentales de alto nivel y servidores públicos de excelencia que ejecuten las decisiones políticas. Eso no es lo mismo que la clase política, aunque a veces puedan mezclarse. La escuela de la clase política profesional son los partidos, pues ahí se aprenden las virtudes de la negociación, la transacción, la conciliación indispensable para la toma de decisiones. Los políticos formados en los partidos aprenden (o deberían aprender si el sistema funcionara bien) a escuchar, a construir coaliciones, integrar bancadas parlamentarias y equipos de trabajo, pero, sobre todo, aprenden a movilizar y entusiasmar a la gente para involucrarse políticamente y votar. Los políticos profesionales son los que transmiten (o no) la emoción por la democracia. Son aquellos cuyo liderazgo inspira y motiva a otros ciudadanos a participar en favor de las grandes causas. También en los partidos, los políticos aprenden los aspectos oscuros del poder, y no me refiero a la corrupción, sino al uso de la coerción, que en una sociedad civilizada únicamente está en manos del Estado y sus representantes políticos. Habrá quién diga, y con razón, si todo ese planteamiento teórico es verdad, ¿por qué en México no sucedió nada de eso?
Hay varios factores para explicarlo, el primordial en mi concepto es que la transición democrática mexicana se concentró casi con exclusividad en la demanda de elecciones libres, transparentes y realmente competitivas. Se olvidó por completo de la reforma y puesta al día de unos partidos políticos modernos con democracia interna. Al paso de los años, los partidos políticos mexicanos no han ganado militantes ni adherentes, sino que los han perdido. Esto obedece a razones externas, a las que ya aludimos (corrupción, desprestigio, denostación irresponsable de las organizaciones partidistas por parte de la intelectualidad) pero también a razones internas. Por ejemplo, la falta de apertura a la afiliación de gente sin conexión previa con los partidos. Para decirlo claro, los jóvenes que militan en un partido político son, en su mayor parte, familiares de otros políticos. Hijos (reconocidos y no reconocidos), sobrinos, primos, nietos, etcétera. Lo que tenemos no son organizaciones juveniles en los partidos, sino una “juniorcracia” de dinastías vetustas. Piense usted en los políticos jóvenes de México y verá que son parientes de otros políticos viejos. La puerta de ingreso a la política mexicana está cerrada al talento y abierta a la consanguinidad. Da lo mismo si hablamos de los partidos históricos tradicionales (PRI, PAN) o de los cacicazgos y franquicias personalistas creadas en las últimas tres décadas (PT, PVEM, MC).
Podríamos empezar por renovar nuestro sistema de partidos para que sea equiparable al de otras democracias avanzadas del mundo
A NINGUNO DE NUESTROS especialistas se le ocurrió estudiar los mecanismos de reclutamiento y formación de cuadros de los partidos políticos mexicanos. Consecuentemente, nadie pensó en impulsar su modernización. En ausencia de ello, los partidos siguieron y siguen reciclando viejos apellidos de la política mexicana. Esto sucede lo mismo a la izquierda que a la derecha de las preferencias ideológicas. Se dejó la selección de candidatos en manos de las cúpulas partidarias, sin que nadie les exigiera herramientas de democracia interna para que el más modesto de los militantes pudiera competir en una contienda interna (elecciones primarias) por una candidatura. Se institucionalizó la herencia de candidaturas. El padre fue gobernador, entonces el hijo también lo será. Si el tío fue senador, el sobrino debe ser diputado, y un largo etcétera. No es ésa la vía para profesionalizar la política mexicana. Sólo en medio de competencias internas en partidos con auténtica vida democrática interior podremos apreciar la forja de liderazgos más prometedores. Y ahí sí deberá darse la mezcla y la convivencia intergeneracional. Que los políticos viejos adopten el papel de mentores y formadores de los nuevos políticos que sean capaces de ganar esas contiendas internas por una candidatura. Así como en los talleres medievales los aprendices veían trabajar al maestro pintor y con eso iniciaban su formación, así también necesitamos aprendices y mentores de políticos.
Todo lo anterior para explicar que nuestra democracia mexicana no fracasó, más bien todavía no se desarrollaba a plenitud. Esto es una buena noticia en la medida que supone que no tenemos porqué desechar el sistema, sino que estamos en condiciones de reconstruirlo con elementos más atractivos para la población. El pesimismo, ese aliado de los populistas, no está fundamentado. Desde luego que hay muchos otros elementos económicos y de distinto orden indispensables para que la gente se sienta cómoda con su sistema democrático. La cuestión es identificarlos y trabajar en ellos. En este caso, podríamos empezar por renovar nuestro sistema de partidos para que sea equiparable al de otras democracias avanzadas del mundo. Y que nuestros jóvenes sientan el llamado de hacer política militando y compitiendo dentro de los partidos. Pueden comenzar desde la política local, con las causas y la gente que conocen mejor. Vale la pena luchar por mantener viva nuestra democracia. Mañana tendremos la oportunidad de refrendar nuestro compromiso con ella. Lo invito a votar y a involucrarse. No es momento de desesperación ni desaliento, sino de participar más activamente para que el día de mañana nuestros hijos gocen de una democracia más plena que la que nos tocó a nosotros. Estamos en condiciones de procurarlo con nuestros votos. La reforma del sistema de partidos no es suficiente para alcanzar la democracia que queremos, pero es un primer paso en la dirección correcta.
Trabajemos en ello.