La última escena

Sylvia Plath, la mujer al horno

Es de las poetas más conocidas, pero no implica una buena noticia, porque acaso lo sea sólo de nombre y por razones equivocadas —como el dramatismo cinematográfico en su manera de quitarse la vida. Hoy, 11 de febrero, se cumplen sesenta años de esa muerte y resulta inevitable recordar la vocación de suicidio en Sylvia Plath. Nada de esto impide apreciar aquellos versos en llamas. Brenda Ríos se acerca a los diversos tamaños de su grandeza: así contrasta una lectura de su obra con los pasillos que marcaron una existencia combustible.

Sylvia Plath (1932-1963).
Sylvia Plath (1932-1963). Foto: Fuente: bambaeditorial.com

¿Es éste mi amante, entonces? ¿Esta

[ muerte, esta muerte?

De niña amé un nombre mordido por el liquen.

¿Es éste el único pecado, entonces, este viejo

[ amor muerto de la muerte?

SYLVIA PLATH

No preguntes nada. La noche es suave y helada, porosa. ¿De qué podríamos hablar en una noche así? El amor se coloca encima de todo como un polvo, el moho en las fresas, la nieve en los cofres de los autos.

PARTE I

Nada de lo que digamos será relevante. Quizá mañana. No ahora que te miro y no sé por dónde empezar. Cuántas de estas impresiones tendremos en un periodo de vida.

¿Y la inteligencia?

¿Qué es el cuerpo que se arroja a otro?

Si aplastamos los sentimientos antes de que nazcan seremos mejores, aun si fríos.

Sobreviviríamos más, eso es seguro. Duraríamos más. Humanos durables. Humanos hechos de material flamable pero helado.

Carbono 14. Eso se incendia. Tú y yo hechos fuego. Para probar una hipótesis. Quémate las manos, a ver. Te miro arder. Mírame arder. No hay dolor.

Todo esto sucedió en un sueño.

Olvidémoslo, pasemos a otra cosa. Así sobreviven los matrimonios. Las familias.

Pongamos todo debajo de un tapete. Cubramos la mesa con ese hermoso mantel. Pongamos flores.

Las mesas tendidas son tumbas con flores rojas encima.

Pongamos el pan y la mantequilla. La mantequilla hay que dejarla a temperatura ambiente antes de servir todo, que sea blanda como una mano pequeña. Untable. Pasa un cuchillo caliente y mira cómo se derrite.

Se volvió famosa por su tono confesional y por haber  protagonizado uno de los suicidios más célebres de la historia

PARTE II

Entre los primeros poemas de Sylvia Plath y los últimos que escribió se mantiene una cierta estructura del poema: una manera de hilar del inicio al final como una obra teatral. Los temas se mueven en el escenario y causan efectos, trama, atmósferas, paisajes dramáticos, voces. Los mitos son tan importantes como lo más trivial: la aspiradora, la cocina, el mantel, las sábanas, las flores, el vaso, la boca junto a los temas enormes: la belleza, la vida, la muerte, la conciencia de sí. Sobre todo eso hay un eterno presente. Los verbos están conjugados en presente la mayoría de las veces. La acción no sucedió antes, sucede en el tiempo del poema. El poema es entonces un tiempo que no se mueve. Esa voz directa y fija con la mirada puesta sobre un objeto sigue mirando ese mismo objeto hace cincuenta o sesenta años. Y tiene la misma edad que ella tenía cuando lo escribió.

Sin embargo, se volvió famosa por dos motivos: primero, por su tono confesional, que marcó un hito en la estructura y el tema de la poesía norteamericana del siglo pasado; luego, por haber protagonizado uno de los suicidios más célebres de la historia. Hemingway se dio un tiro en la cabeza, ella metió la cabeza en el horno donde hacía pasteles para sus hijos. Fueron a lo seguro: directo a la cabeza, como se dice.

Qué lleva a una hermosa mujer con dos hijos pequeños a meter la cabeza en el horno. No es el suicidio en sí, no es que haya cuidado los detalles: preparar la merienda y sellar las puertas para que a los cuartos de los hijos no llegara el gas de la cocina donde ella ingresaría suave, pacientemente la cabeza en el mismo horno donde cocinó los pasteles de cumpleaños de esos hijos. No es tal cosa aunque por sí misma sea importante, fundamental, acuciosa. Plath preparó una puesta en escena. Su último llamado de atención en ausencia.

Hace una carta al esposo. No una nota de suicidio, sino una carta.

LA MATERNIDAD ES FUNDAMENTAL, claro. Los hijos, la crianza. El amor, el matrimonio y desde luego el tema fantasma y el tema obsesión: el suicidio, los intentos de suicidio. Se regodea en ello. Es una zombi que no triunfa. El poe-ma evidencia ese fracaso. Quise morirme, no lo logré, pero escribo para no olvidar que lo intenté. Aunque quise morirme y fracasé de nuevo, la escritura sigue. La poesía es ese cuaderno que hago mientras lo intento de nuevo.

No quiero una caja sencilla, sino

[un sarcófago

con rayas de tigre y una cara

[pintada en él,

redonda como la luna, para escrutar

[el cielo.

Porque quiero mirarlos cuando vengan

abriéndose camino entre los mudos

[minerales, las raíces.1

La vocación de la muerte, ante todo. Nunca hay idealización. En su poesía es un acto que se da por hecho. La vida es la suspensión de ese instante en que lo logre. Una vida doméstica, no cualquiera. Tuvo los hijos para dejarlos a salvo, con el padre. Pero hablando en claro, de lo que realmente se trataba era de ese mandato invisible que seguimos hombres y mujeres, esa voz suave a mitad de la noche en la cocina, diciendo nuestro nombre. La mayoría sigue adelante con su vida, es decir, la vida. Pero otros, ésos, los sensibles, los que nacieron con un pecho aplastado entre el deber y la contemplación, ésos suelen seguir la voz donde quiera llevarlos. Imaginamos que hacia una obscu-ridad, pero podría ser otra cosa.

Como una concha.

Tuvieron que llamarme y llamarme

[a gritos,

Despegarme los gusanos adheridos

[como perlas.

Morir

Es un arte, como todo.

Yo lo hago extraordinariamente bien.

Tan bien que me parece el infierno.

Tan bien que me parece real.

Lo mío, supongo, es como

[un llamado.2

PLATH HABRÍA QUERIDO ser católica. Le habrían gustado esos rituales un tanto sangrientos, alejados de la rutina seca del judaísmo. En las misas hay drama, sentido de vivir por el pecado. Sin pecado no tiene sentido hacer nada. La culpa nos define. Nos moldea.

La joven autora detrás de La campana de cristal es lúcida y temerosa a la vez. Está su conciencia de ser bella y triunfal pero también su temor de no lograr lo que desea. La ambición de escribir que se levanta sobre las otras ambiciones de una joven de clase trabajadora de Boston de ese periodo: casarse, tener hijos, mantener un hogar.

Cuando yo tenía diecinueve años, la pureza era el gran tema.

En lugar de un mundo dividi-do entre católicos y protestantes, o entre republicanos y demócratas, o entre blancos y negros, o aun entre hombres y mujeres, yo lo veía dividido entre la gente que se había acostado con alguien y la gente que no lo había hecho, y ésta parecía ser la única diferencia verdaderamente significativa entre una persona y otra.3

La campana de cristal es un veredicto, no una novela de aprendizaje como podría creerse en un inicio (El guardián entre el centeno, Retrato del artista adolescente...); bueno, además de eso, quiero decir. No es un grito pidiendo ayuda, ni una escena congelada de una joven que comienza a entender el mundo: es una constancia del miedo de toda una generación de mujeres educadas y formadas para el matrimonio y la maternidad. Es la posibilidad del fracaso de esas mujeres jóvenes, lindas, compitiendo por la atención masculina, luchando por imaginar un futuro de seguridad económica. Y en esa incertidumbre de la economía se mezcla la inseguridad amorosa: ¿con quién se casarían? ¿Cómo serían casadas? ¿Qué harían con sus esposos? ¿Cómo criarían a sus hijos? Pero, ¿y los viajes y las ganas de aprender? Comerse el mundo significa llanamente comer sólo un higo de la higuera. Un higo que debe ser muy bien elegido.

Las opciones eran limitadas.

Ya hablaba del suicidio. Era su llamado, como bien dijo. Su vocación de monja que no existió fue el suicidio.

Pintores que deben pintar porque se los traga el demonio desde adentro.

Músicos que deben hacer lo que saben.

Gente que pone en riesgo lo que sabe y lo que tiene por ese motivo ulterior que lleva al oprobio, la vergüenza, la miseria, el hambre o el ridículo. Gente que debe seguir su llamado o vivir una vida sin propósito si no lo hace.

El hospital, la sala de psiquiatría, los electroshocks. Pero antes de eso la inercia y el profundo miedo. Los pretendientes estaban, ahí, dispuestos.

Ella, en su belleza prístina. Quizá por eso se desangra al perder la virginidad y otra vez va al hospital. Sala de emergencias. La virginidad estorba: hace que uno vaya hacia lo esperado, hacia lo ya conocido. Es mejor ir sin pureza a donde debemos ir. La amiga que se suicida como un espejo de acciones involuntarias. La madre culpándose, la incomprensión. El desapego mayor entre quien quiere irse y nota el hilo de los que aguardan. Una chica joven es un globo sostenido por manos blandas. Ella debe jalonearse de esas manos si quiere irse. Varios de los poemas son reclamos a ese regreso forzado, ella despertando en la blancura del hospital que le salva la vida por enésima vez.

Hace falta tener el sueño ligero para seguir esa voz del llamado, tenue pero constante. La llevaría a un lugar encantado. Fuera como fuera, esa voz ganó.

No la dejó dormir por años. Hasta que. Ya sabemos hasta qué momento.

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. ı Foto: Fuente: historical.ha.com

PARTE III

No es la locura el camino predecible. Ni la enfermedad. La enfermedad de una mujer nerviosa.

Tener cuerpo es tener nervios.

Es estar tensa.

En La campana de cristal ya habla del deseo. De cómo podríamos vivir mejor sin él. Es, pues, un cuerpo deseante. Un cuerpo vivo. Que quiere ser tocado. Amado. Seducido. Quiere ser correspondido.

Si sólo leemos la novela nos queda claro el personaje frágil que apenas comienza a ser: una mujer con esa fragilidad que no combina con la ambición de ser alguien, de triunfar, de salir a escena. Ganar fama, tener una casa, una familia, un empleo. Ser reconocida. Pero si leemos la novela al mismo tiempo que los diarios completamos ese personaje ficticio y real, para ver a esa misma mujer joven creando el guion de su propia película: el vestuario, el maquillaje, los personajes centrales, los secundarios. Es aguda, es limpia, es franca, es brillante cuando se hace la tonta.

Pero la inteligencia pierde.

Pudo más el miedo a estar sola, a no ser querida, a no ser mirada.

Cuando habla de escoger uno de los higos de una enorme higuera, y que piensa tanto en ello, en no poder decidir, los higos caen a sus pies echados a perder. Un cuento de hadas cruel que se contó a sí misma.

Aquel mundo de las obligaciones, del cuerpo en espera, de los celos tremendos por el amado infiel, ese mundo quedó atrás.

El suicidio es un sueño en medio del día, cuando los invitados están en la sala creyendo que saldremos de un momento a otro. Eso es parte del juego: engañar a las visitas. Con permiso y pum, no volveremos a vernos.

Lo que Plath logra con lucidez temible es la acuciosidad de la imagen. Es tan pertinente. No se me ocurre un mejor adjetivo. Es dura pero dulce a la vez.

A su trabajo le llamaron confesional. Fue atacada por eso.

Anne Sexton era la otra poeta de ese género de poesía abierto, desde lo íntimo y lo sentimental. Era su amiga y compañera de un taller de poesía. Las dos ganaron el Pulitzer. Las dos se suicidaron. Plath se fue antes. Ninguna lo logró a la primera. Las dos tuvieron dos hijos. Vidas estables, sólidas, forjadas en medio del caos y las intrigas familiares.

Ninguna halló cómo sostenerse.

El matrimonio. La maternidad. Los esposos. Todo eso fue un puente levadizo. Hecho de lianas.

Ambas iban a caerse en cualquier momento.

Pero les tocó a ellas.

Pues bien, los señores críticos de esa época las despreciaban. Sí, así fue. Las mandaban a terapia. Que cómo se atrevían a contar sus vidas de amas de casa. A contar la histeria. La herida abierta. Ésa sólo se debe tener, no mostrar, mucho menos exhibir.

¿Se puede ser demasiado íntimo? ¿Es el sentimiento acaso otro modo de una inteligencia difícil? Un performance hecho a costa de la vida misma. Una broma cruel contra sí mismas.

Una se mete al horno, la otra se po-ne el abrigo de pieles de la madre, el collar de perlas, se toma la molestia de quitarse los anillos antes de meterse al auto y encenderlo. Las dos mueren por gas. Dormidas. En una escena que ellas mismas prepararon. Después de por lo menos nueve o diez intentos. Con tal tenacidad iban a triunfar alguna vez. Un triunfo definitivo. De esa platea ganadora no pueden volver por la medalla.

Irónico.

El último reconocimiento a su verdadera vocación. La poesía fue para ellas un cuarto de espera. Una sala de hospital. Una terminal de aeropuerto.

Triunfaron y cuando pudieron haber recibido aplausos no había nadie.

El triunfo fue la obscuridad.

Poesía Completa
Poesía Completa ı Foto: Especial
La Campana de Cristal
La Campana de Cristal ı Foto: Especial

PARTE IV

Nadie está bien. Algunos logran una vida más o menos ordenada, más o menos apacible. Con hijos o sin ellos. Con esposos o sin ellos.

Medicadas o no, hay personas que flotan en medio de esa multitud de seres que despiertan a la misma hora sin notar que vivir es un milagro. Gente que no agradece la vida. Que no está atónita ante el pasmo de abrir los ojos.

Por otro lado, algunas personas ca-da día existen y es extraño. ¿Quién las llevó ahí sin su consentimiento? ¿Qué esperan los demás que hagan?

Juegan el juego un tiempo. Se marcan estándares. Pero no pueden. La inercia de la hora de la bomba que traen dentro gana. Deben moverse. No pueden dormir. Toman de más. Se medican. Resisten.

No es culpa de nadie. Eso dice su obra: “que no se culpe a nadie de mi muerte” debe ser uno de los versos más reales que existen. Cada vida es un punto de quiebre. Cada día en esa vida es un punto de quiebre. Resisten. Hasta que, bueno, dejan de hacerlo.

¿Qué hay en medio de todo esto?

Una poesía confesional, señor juez. ¿Es todo? Sí, es todo. Una crisis a mitad de la noche. Esa misma noche fría de febrero en la que Sylvia Plath se quitó la vida de manera voluntaria, con tiempo de preparación.

Poesía confesional suena tan católico. Y no lo era.

¿Si se confesó fue absuelta?

No. No lo fue. Eso es lo trágico.

“YO CONFIESO ANTE DIOS que he pecado...”. Plath confesó que había vivido. Que quiso vivir pero, más que eso, pasó la vida entera y precoz queriendo morir. ¿No es maravilloso? Nadie puede ser más consciente de vivir que el suicida. Porque sufre la vida, el tiempo, el clima, el amor, la pasión dolorosa.

¿No es hermoso? Nada más hermoso que una mujer moribunda dueña de sus facultades mentales, dueña de un cuerpo joven y fértil, dueña de esos celos shakespeareanos, inauditos, que están tan vivos como la carne adúltera.

Si no es el desprecio o el odio qué sigue.

Rubia, hermosa, de ojos acuosos, nos deja palabras. Eso es lo que pudo dejarnos. Para los que no somos rubios ni hermosos ni tenemos ojos acuosos. Escribió para nosotros porque ése es el castigo y la virtud de la poesía: una vez fuera de esa mente es de alguien más.

Sé leer, me pertenece.

También quiero confesar.

¿Qué había hecho la poesía antes de la confesión? ¿Imágenes? Sí. Hechos patrióticos contados con grandeza, seguramente. Pero es hasta la confesión que algo se abre. Es un siglo contado por hombres. Las que confiesan en la cocina son las mujeres.

Hasta que esas mujeres comenzaron a hablar fuera de la cocina sobre la misma cocina. Sobre los secretos de familia, de alcoba, de querer y no querer a esas creaturas que salen disparadas de sus vientres a la carrera de vivir y ganar un sueldo. Mujeres sin pudor. Tanto que agradecerles.

El monólogo interior tan íntimo que ni ellas mismas podían enunciarlo sale proyectado en salas de cine a todo color, exagerado. Lo podemos tocar: ese núcleo sentimental, glorioso, hecho de sangre y palabra, hecho de sintaxis y estupor. De sorpresa de estar vivos. Nadie más podría haberlo hecho. Tenían que morirse, por supuesto. Era lo más natural del mundo.

La campana de cristal es un veredicto... una constancia del miedo de toda una generación de mujeres formadas para el matrimonio y la maternidad 

Lo confesional es hablar consigo mismas en voz alta.

Hasta no ver el suceso, el nombre, el acto fuera de sí mismas no pudieron estar en paz. La verdad es el demonio. La verdad pequeña y tierna como una avecita. Una verdad ridícula, señor juez, porque a nadie le importa esa mujer quejumbrosa, llorosa, sufriendo amores. Todo amor es una pérdida. Porque se tiene muy poco el goce y el duelo es muy largo.

Los celos son la puerta que nos dijeron no abrir. Al fondo del pasillo. Todo el reino es nuestro: la casa, el apellido del marido, la dignidad de la mujer casada, pero esa puerta no. Ésa no se abre. Pero claro, debíamos ir hacia ella. Como a la voz que nos llama.

Plath confesó que había vivido. Que quiso vivir pero pasó la vida entera queriendo morir.
Nadie puede ser más consciente de vivir que el suicida

PARTE V

Así que abres el horno. Lo enciendes, metes la cabeza. Nadie pasará por casa a esa hora. Todo está listo. Triunfarás. Segundos antes de que te duermas lo sabes. Ganaste. Nadie te salvará ahora. Eres el ave fénix. El sueño de tu juventud se cumple. Tus hijos estarán bien. Los cuidarán. Serán criados con amor. Como tú misma.