Actor, director, traductor y maestro de teatro, Boris Schoemann es uno de los principales ejes del teatro en México. Nació en París, Francia, en 1964, y llegó a vivir a México desde 1989. Se formó en la Escuela de Creación Teatral del Théâtre du Mantois. Desde 1999 formó su compañía teatral Los Endebles, con el Teatro La Capilla como sede. Schoemann no sólo ha representado a México en Nicaragua, Cuba, Canadá, Japón, Rusia y Argentina, sino que desde hace quince años comenzó a legar una tradición en la traducción de dramaturgia contemporánea, trayendo a nuestros escenarios a autores franceses, canadienses, alemanes, italianos, marfileños, chinos y mexicanos como Bernard-Marie Koltes, Heiner Müller, Larry Tremblay y Wajdi Mouawad. Entre los reconocimientos que ha recibido se encuentran el premio al mejor director de teatro de búsqueda de la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro y la medalla de la Gobernadora General de Canadá por favorecer el desarrollo cultural entre México y Canadá. Sus montajes más recientes, Mi cena con André (Centro Cultural del Bosque) y La divina ilusión (Teatro Helénico) muestran los intereses estéticos y discursivos de Schoemann: un teatro vigente y moderno desde la tradición.
¿Cuál es la apuesta de La divina ilusión?
Es el último texto de Michel Marc Bouchard, un dramaturgo que he montado en diversas ocasiones en México, con textos y obras maravillosas como La historia de la oca, Los endebles, El camino de los pasos peligrosos, entre otras piezas muy bellas. De hecho, La divina ilusión fue un éxito en La Capilla el año pasado. Esta historia aborda la llegada de Sarah Bernhardt a Quebec en 1905, y a partir de este acontecimiento histórico el autor hace toda una fábula sobre el arte y el poder, la Iglesia, los grandes ejes del poder, finalmente, en aquella época. La llegada de esta actriz hace que explote todo este caldero: curas pederastas, mujeres y niños que mueren en condiciones insalubres. Es una maravillosa obra clásica, a pesar de que es contemporánea, ya que se estrenó en Canadá hace dos años. Algo importante en la dramaturgia de Michel Marc Bouchard es que sus temáticas siempre tocan mucho a nuestro país.
Mi cena con André y La divina ilusión son desafíos del teatro desde el teatro. ¿Por qué interesarse en este juego escénico?
Considero que últimamente nos hemos vuelto espectaculares, queremos apantallar en las escenas. Yo monto obras a partir de las poéticas y las temáticas, busco que los autores me gusten, y éste es el caso del dramaturgo quebequense. Mi cena con André parte de una película de culto dirigida por Louis Malle, un director francés que vivió una parte de su vida en Estados Unidos y que con dos actores y dramaturgos norteamericanos realizó esta película. El guión de dicha cinta es tan interesante y tan bello que a más de treinta y cinco años de haberse realizado permanece más vigente que nunca, y por eso se nos antojó: Juan Manuel Ulloa me hizo la propuesta de coactuarla y codirigirla. Ahí se vive lo más antiteatral posible, porque se trata de una cena entre dos amigos que no se han visto en mucho tiempo, y hablan del amor, de la vida, del teatro, de la muerte, de las temáticas
que podemos tener a la mano, e invitamos al público a tomarse una copa con nosotros. El espacio está instalado como si ellos estuvieran en el centro del restaurante.
"Con todos los avances tecnológicos hay que preservar la palabra, y la posibilidad de escuchar, que es lo que estamos reivindicando con esta puesta.”
Parte de la reflexión de esta obra es la de cómo no caer en un teatro obsoleto. ¿Cómo puede evitarse?
Uno de los textos maravillosos ahí es cuando se habla de que Grotowski dejó el teatro porque él sentía que la gente representaba su vida tan bien que el teatro se volvía superfluo e incluso, a veces, obsceno; esta es una parte muy violenta y muy divertida porque frente a tanta teatralidad (con los políticos, por ejemplo), te pones a pensar en dónde está la teatralidad ahora, y te cuestionas quién es más teatral, nosotros, los teatristas o ellos. Hacia dónde llevar el teatro es una pregunta de todos los tiempos, y creo que con todos los avances tecnológicos hay que preservar la palabra, y la posibilidad de escuchar, que es lo que estamos reivindicando con esta puesta, porque ahora ya sólo nos comunicamos a través de pantallas, a través de mensajes cortos y no tenemos tiempo de reflexionar. A través de la conversación de otros, de la vivencia de otros, también vemos reflejadas las nuestras, y de eso habla el teatro justamente.
Mucho de su teatro se conecta con la tradición y con guiños intelectuales: Chéjov, por ejemplo.
Todas las vanguardias se tienen que definir a partir de algo. Sabremos más de nuestras búsquedas si estudiamos las anteriores, y podremos evitar la creencia de que estamos inventando el hilo negro: todo esto se desarrolló hasta el extremo en los años sesenta y setenta, cuando se vivía una crisis de libertad, la cual está absolutamente en riesgo hoy en día. Aunque mis obras tienen referentes históricos me importan más las temáticas y las poéticas mismas, y cómo escriben los autores para tocar las fibras de los espectadores. Toda esa temática que habla de la tolerancia, tan importante en estos días, es parte de lo que abordo en mis trabajos tanto para niños como para adultos.
¿Cómo ha enfrentado el desarrollo de la ahora tradición de la traducción teatral?
Es un trabajo de ida y vuelta que me encanta hacer. He traducido a autores extranjeros y mexicanos. Y estar tan cerca de ellos me permite acercarme más. La traducción transforma nuestra relación en algo más cercano, particularmente con los autores canadienses. Me encanta la dramaturgia contemporánea, y gracias a que podemos publicarlos es que ahora los textos son montados en México y América Latina.
Ha vivido el teatro desde todas sus áreas. ¿Qué retos tiene ante todo este conocimiento?
Que no nos vayamos por el modelo de producción en detrimento de la calidad, o que no favorece el crecimiento de los proyectos culturales asentados en sus comunidades, sino por las obras que aportan algo y benefician al público.