Teresa de Jesús, un ensayo biográfico

Pocos saben que la escritora canonizada perteneció a una familia judía, convertida al catolicismo. La española Olvido García Valdés se adentra en estas historias poco conocidas de la mística en Teresa de Jesús, un ensayo biográfico. Presentamos un adelanto del libro publicado por el Periódico de Poesía de la Dirección de Literatura de la UNAM, que se presentará el 1 de septiembre en el marco de FILUNI, en Ciudad Universitaria. “¿Cómo leer hoy a una mística cristiana del siglo XVI?”. Desde el siglo XXI, la poeta pregunta y se responde

José de Ribera, Santa Teresa de Jesús, ca., 1630.
José de Ribera, Santa Teresa de Jesús, ca., 1630.Foto: Museo de Bellas Artes de Sevilla
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La escena del Lazarillo es bien conocida. Al comienzo del tratado tercero, Lázaro, recién llegado a Toledo, se topa con el que será su nuevo amo, un escudero que va por la calle con razonable vestido, bien peinado, con paso y compás en orden, y quien, dirigiéndose al muchacho le propone que se vaya con él. La buena apariencia del hidalgo y el hecho de que, al pasar por el mercado, no compre provisiones hacen la felicidad de Lázaro, pensando que se le han acabado al fin las hambres. Bien engañado está. Poco a poco irá viendo que el bienestar del escudero es sólo fachada: una casa lóbrega y oscura, vacía de muebles, con un jarro desbocado y un jergón mugriento. Nada que comer, ni un real en la bolsa del amo, a quien sin embargo se le llenará la boca cuando pormenorice al chico los pruritos de la honra. Visto lo visto, Lázaro saca unos pedazos de pan que le quedan de la caridad pública y se pone a comerlos con gana. A esto el escudero, que se muere de hambre, le dirá: “—Ven acá, mozo. ¿Qué comes?". Y enseguida añade: "—¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limpias?”.

ES ADMIRABLE en la novela el prodigio de condensación, la capacidad de transmitir en pocas frases informaciones y aspectos variadísimos que recrean la atmósfera, llena de duplicidades y sobreentendidos, de las valoraciones sociales. Las manos limpias por las que indaga el escudero no suponen inquietud por la higiene en la elaboración del pan, sino que remiten a un trasfondo de limpieza de sangre, obsesión generalizada que se hace más intensa en los cristianos nuevos, conversos de linaje judío que por todos los medios tratan de ocultar su origen, exhibiendo, como hace el mísero escudero, una sensibilidad puntillosa. Nunca, en ningún momento ni país, contaron tanto las apariencias como en los Siglos de Oro españoles.

Hacer vida de hidalgo. Ser considerado cristiano viejo, mantener la honra. Cuesta ahora entenderlo. Se sabe mucho de las motivaciones sociales y políticas, de las consecuencias económicas; encontramos disponible información detallada de los procesos inquisitoriales, declaraciones de testigos, descripción minuciosa de costumbres y formas de hablar; y, no

obstante, sabemos poco de la psicología de los personajes, de su siempre estar sobre aviso, inquietos, en actitud vigilante, atentos a ir previendo lo que los otros ven, desdoblándose, poniendo en ejercicio una a modo de

sobreconciencia observadora que dé la alarma. Aunque las conversiones en masa se habían efectuado ya a principios del siglo XV, las circunstancias personales de la conversión deben de haber sido muy variadas: seguramente habría conversos fieles cristianos, conversos heterodoxos dentro del cristianismo, conversos que seguían judaizando o islamizando en secreto, conversos vacilantes y conversos que descreían en el fondo de toda religión, tanto de la abandonada como de la recién adoptada.

En cualquier caso, el converso de origen judío era un tipo humano interesante. Nacido normalmente en la ciudad y dentro de la nueva clase burguesa, de mayor cultura que el común de las gentes, a menudo gran lector —no en vano, es el judío pueblo de letrados, gentes del libro, en fin—, desarrolla una alta capacidad de observación y de análisis que dirige también hacia sí mismo, potenciando su vida interior. Su modo de vivir y revivir el fenómeno religioso es bien distinto del aproblemático que tenían los cristianos o habían tenido los judíos tradicionales.

Las manos limpias por las que indaga el escudero no suponen inquietud por la higiene del pan, sino que remiten a un trasfondo de limpieza de sangre

EN LA PRIMERA MITAD del siglo XVI se quemaron o reconciliaron más de cincuenta mil judaizantes en España. Pertenecer al sector de la población del que procedía tal número de víctimas debía de colocar a una persona en posición bien angustiosa o, al menos, inquietante, desasosegada. La Inquisición, a través del sistema de delaciones y de la red de familiares, llegaba a todos y todo lo veía y oía (aunque tampoco hay que olvidar que no menos vigilante y amenazadora es la mi-rada rabínica en la sinagoga de una ciudad como Ámsterdam en el siglo XVII, cuando se cierne sobre el médico Juan de Prado o el filósofo Baruch de Espinosa, o lleva hasta el suicidio a Uriel da Costa). Pero no era un problema sólo la Inquisición. Lo más grave, lo que pesaba más en la vida cotidiana era la opinión de los demás, la mirada de los vecinos, las actitudes y recelos, las exclusiones que sufrían quienes no tenían honra. No en vano la honra, como se sabe, siempre está en el otro; no es algo que parte del interior al exterior, sino que viene de fuera, de la percepción que los demás tienen de uno, transmitida por las vías del qué dirán. No sólo tener honra, sino vivir para la negra honra, inflándola, manteniéndola, haciéndola visible y sólida —aun sabiéndola gaseosa– para los otros. Pensaba Américo Castro que una actitud digna tiene su clave justamente en dar aspecto de firmeza al suelo que se nos hunde; es sentir-se fuerte cuando se es débil (al menos, como el escudero del Lazarillo, parecerlo). Y el español de entonces no tenía más que dos salidas: vivir sin vivir en sí (persiguiendo las luces que emanaban de un más allá prometedor: empresas grandiosas, ilusionismo religioso, fiebre del oro) o un despertar triste frente a la realidad inexorable, el desengaño, la huida del mundo.

Teresa de Jesús, como fray Luis de León o el doctor Laguna, pertenecía a

una familia de judíos conversos. Su abuelo, Juan Sánchez de Toledo, próspero mercader en tejidos de lana y seda, adscrito a la parroquia de Santa Leocadia en Toledo y casado con Inés de Cepeda, es acusado en junio de 1485 de judaizar y condenado, por herejía y apostasía de la fe católica, junto a sus hijos, que también son reconciliados, a ir en procesión durante siete viernes por las iglesias y calles de Toledo, cubierto con el sambenito o saco bendito, hábito penitencial amarillo con una o dos cruces diagonales, que después quedaba colgado, con el nombre del reconciliado bien visible, en la iglesia, para perpetuo oprobio y memoria del pecado. Esto impediría ya que él y todos sus descendientes hasta la quinta generación desempeñasen una profesión honorable. 

Juan Sánchez, sin embargo, ante la deshonra decide poner tierra por medio, y en 1493 se establece con su familia —excepto el hijo menor, Hernando— en la ciudad de Ávila, de-dicándose, además de al comercio, a recaudar tasas e impuestos reales y eclesiásticos con los que consolida su fortuna. En 1500 compra en Ciudad Real una ejecutoria de hidalguía, lo que vale tanto como decir una certificación de nobleza y limpieza de sangre, práctica habitual entre los conversos como modo de  supervivencia social. Cuando la reconciliación ocurre en Toledo, Alonso Pina, el segundo de sus hijos y futuro padre de Teresa, tenía cinco años. Por formación y por carácter practicó, al parecer, un cristianismo exigente que afianzará además de cara a los dardos de la opinión haciendo ostentación de hidalguía, es decir, no trabajando, exhibiendo buenos caballos, gran cuidado y riqueza en el arreglo personal, y emparentando por matrimonio con rancias familias.

CUENTAN LAS CRÓNICAS —en realidad, las actas de un pleito que por la herencia de Alonso sostuvieron sus hijos en 1544— que, con motivo de su primer matrimonio, ofrece a su prometida ­—Catalina del Peso— un collar de oro valorado en treinta mil maravedíes, sortijas, manillas, un cerco de chócalos de oro, una gorguera, una cofia y “una falduela de ruan amarillo con cinco tiras de raso carmesí y un mantón de contray y un monjil de aceituní negro y un ceñidero de tafetán labrado de oro y guantes y cintas y tocas y una camisa de holanda labrada de grana y dos pares de chapines dorados”.

De este primer matrimonio nacerán dos hijos —María y Juan— y la madre morirá pronto, en 1507, víctima de la gran peste que ese año asoló pueblos y ciudades y que se llevó también al enérgico abuelo, a Juan Sánchez. 

Portada "Teresa de Jesús, Un ensayo biográfico"
Portada "Teresa de Jesús, Un ensayo biográfico"Foto: Especial

Alonso Sánchez de Cepeda se casó otra vez en 1509 con Beatriz de Ahumada, prima de la difunta esposa, que tenía catorce años de edad. De este segundo matrimonio nacen diez hijos y ella, muy quebrantada, muere en 1528 a los treinta y dos años. Casi nada se sabe de estas mujeres que paren y pasan como sombras. De Beatriz, su hija Teresa, tan minuciosa para otras cosas, dice bien poco: que cuidaba de despertar la devoción de sus hijos, que sufrió muchas enfermedades y que, pese a haber sido muy hermosa, a su muerte, por su aspecto y el escaso cuidado que ponía en el vestir, parecía ya persona de avanzada edad. Cuenta también que era “apacible y de harto entendimiento” y que tenía una gran afición por las novelas de caballerías —las dos las leían a escondidas del padre—, que devoraba, cree Teresa, para no pensar en los “grandes trabajos que tenía”.

Cuando muere Beatriz, Teresa —que había nacido el 28 de marzo de 1515— es adolescente, y mucho tiempo después recordará que se sintió tan desvalida que fue corriendo a llorar junto a una Virgen entonces venerada en una ermita cercana al Adaja, en busca de consuelo. 

Aunque en 1519 Alonso y sus hermanos obtienen una confirmación del certificado de hidalguía, el apellido Sánchez del abuelo toledano se irá borrando poco a poco y, si sus hijos prefieren ya el Cepeda materno como menos comprometedor, los nietos serán sin más Cepedas o Ahumadas. Así Teresa Sánchez aparecerá en el mundo como Teresa de Ahumada o Teresa de Cepeda y Ahumada, hasta que sintiéndose elegida para una honra sin pleitos se llame a sí misma Teresa de Jesús. Por cierto, el nombre de pila, sin advocación entonces en el santoral, remite tanto a la abuela materna, Teresa de las Cuevas, como a la bisabuela paterna, la madre del abuelo Juan. 

¿Quién fue esa mujer en cuyos textos oímos un castellano sólo comparable al del Quijote, y que al mismo tiempo funda conventos, dirige una reforma religiosa y se enfrenta con eclesiásticos poderosos? .

EL DESCUBRIMIENTO DEL LINAJE judeo-converso de Teresa de Jesús no se produce hasta 1946, cuando Narciso Alonso Cortés hace públicos los legajos del pleito de hidalguía de los Cepeda, conservados hasta entonces en la Chancillería de Valladolid —hoy, parece, desaparecidos—. Sin embargo, los efectos de este descubrimiento sobre la historiografía teresiana no se producirán hasta más tarde —no eran tiempos los años cuarenta, con el conocido ajetreo que entonces tuvo el brazo de la santa, para replanteamientos profundos ni reconsideraciones críticas—. Será Américo Castro, primero, en la década del cincuenta, y los trabajos publicados después, quienes señalen la importancia de los nuevos datos, liberándola de tanto pastiche nobiliario y reaccionario que, como los cascotes y piedras sobre su cuerpo en Alba, había caído sobre ella.

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.Foto: cervantesvirtual.com

[Toledo, 17 de mayo de 2000

¿Cómo leer hoy a una mística cristiana del siglo XVI? ¿Cómo leerla, por otra parte, desde una posición agnóstica?

¿Quién fue esa mujer, enferma y monja, en cuyos textos oímos hablar un castellano sólo comparable al del Quijote, con el que nos cuenta experiencias tan subidas como las de Juan de la Cruz, y que al mismo tiempo funda conventos, dirige una reforma religiosa y se enfrenta con castas influyentes y eclesiásticos poderosos? Y que todo lo hace en muy poco tiempo, como con prisa, bien entrada ya en la madurez, entre sus cuarenta y cinco y sus sesenta y siete años, edad a la que muere. 

Pero, además de las limitaciones que nos impone la lejanía temporal, habría que añadir algunos prejuicios, algunos de los cuales están en la misma raíz de Teresa. Por ejemplo, ¿puede una mujer de acción ser una contemplativa?, ¿puede una mística, cuya alma se ha recogido en Dios, bregar con sus monjas y, más difícil, con los poderes del mundo; ser a la vez Marta y María, sin contradicción y sin solución de continuidad? 

¿Cómo abordar una vida que tenemos la suerte de hallar muy documentada, pero cuya documentación adolece del peso de lo hagiográfico? Conocemos el personaje de santa Teresa desde niños, la conocemos a ella desde niña; sabemos de su afán de ideales, de sus juegos en la huerta de su casa con su hermano Rodrigo, de su fuga fallida para ir a hacerse descabezar por los moros, de su fascinación porque en los libros que leían pena y gloria eran para siempre, y cómo gustaba de repetir, a modo de divisa y muchas veces: para siempre, siempre, siempre. Sabemos de su santidad, emblema de ortodoxia católica, doctora de la Iglesia. 

¿Cómo pensar un personaje que se nos da tan hecho que sentimos lo cultural como natural y lo construido como real? 

Un personaje, Teresa de Jesús, construido ante todo por ella misma, por la escritora Teresa de Jesús.]