Cormac McCarthy

Los últimos seres sobre la tierra

Tras un silencio editorial que se prolongó dieciséis años, Cormac McCarthy vuelve con un binomio narrativo que confirma sus destrezas al relatar un mundo bajo el signo del enigma y la desolación. En esa atmósfera, el autor avanza con su nueva propuesta “como el enterrador amargado de la era” —según el crítico Xan Brooks en The Guardian—, una entrega novelística situada entre el ocaso y la agonía. Presentamos aquí la revisión de esta novedad que refrenda la mirada de su obra.

Cormac McCarthy, El pasajero-Stella Maris, traducción de Luis Murillo Fort, Random House, México, 2022.
Cormac McCarthy, El pasajero-Stella Maris, traducción de Luis Murillo Fort, Random House, México, 2022. Foto: Especial

En línea con su fama de asceta literario, tan enemigo de los reflectores como de la feria de las vanidades, Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933) esperó dieciséis años para publicar El pasajero y Stella Maris. Se sabe que el autor vivió cerca de un pozo petrolero, que en su juventud vagabundeaba en la frontera mexicoestadunidense y deslumbró al medio literario con El guardián del vergel (1965) —que obtuvo el Premio Faulkner. Con obras como Meridiano de sangre (1985), Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) o Ciudades de la llanura (1998), Cormac McCarthy es uno de los mayores narradores del siglo XX.

El pasajero se bifurca en el diálogo de Alicia Western con El Chico —una alucinación esquizofrénica que le hace cuestionamientos lesivos— y la vida de Bobby, su hermano mayor, un buzo rescatista que fue piloto de autos y experto en física. En los días de 1980, Bobby realiza un trabajo más, sin embargo, todo se complica al faltar el cuerpo de un pasajero y la caja negra del avión sumergido en el mar.

Oiler había cortado ya el mecanismo de cierre y la puerta estaba abierta. Tenía medio cuerpo dentro del avión y estaba en cuclillas contra el mamparo. Hizo un ges-to con la cabeza y Western se de-tuvo en la puerta. Oiler dirigió la luz hacia el pasillo de la nave. Los pasajeros en sus asientos respectivos, los cabellos flotando. La boca abierta, todos ellos, y en los ojos ni rastro de especulación (p. 26).

A partir de ese momento, la suerte de Bobby amengua. No obstante, por mal que estén las cosas, se nota que ya no le queda nada por perder, porque lleva un luto irreparable. Bobby es bien parecido, brillante y tiene ha-bilidades de supervivencia excepcionales, pero parece muerto en vida.

Por alguno de sus amigos, el espléndido criminal John Sheddan, nos enteramos de que han pasado ocho años de la muerte de Alicia, de quien Bobby “estaba enamorado”.

Con una prosa barroca y un estilo prolijo —vertido de modo espléndido por Luis Murillo Fort—, McCarthy ha creado la Gran Novela Americana, pero esta vez no lo hizo desde el siglo XIX, como en Meridiano de sangre, sino desde la resaca de los años represores en Estados Unidos. En muchos sentidos, McCarthy refrenda su carácter de estilista, pero también amplía su propia dimensión intelectual. Tal como señaló Norman Mailer en Un arte espectral, un autor no puede crear personajes más inteligentes que él mismo, y McCarthy acaba de demostrar, al materializar a dos eruditos en física y en matemáticas, que su universo es de los más complejos. La novela comprende además un pasaje donde Bobby va a una plataforma y la precisión del lenguaje refleja un conocimiento puntual de las actividades petroleras.

SI LA LITERATURA tiene la extraña cualidad de delatar a los farsantes, en las disquisiciones de estos personajes hay una veracidad tal que nos transparenta a un McCarthy erudito en Poincaré, en Einstein, en Spengler, en Freud y Schopenhauer.

Alejado de quien se mete en temas que no domina, McCarthy ha hecho la Gran Novela Americana a partir de sus hitos contemporáneos. En El pasajero tiene lugar una disquisición sobre la bomba de hidrógeno y una perspicaz teoría del asesinato de John F. Kennedy, que pone en duda la autoría de Lee Harvey Oswald:

Kennedy fue asesinado por un potente rifle de caza. Casi seguro uno del calibre 30-06 pero podría ser que hubiera sido algo más bestia aún como un Winchester 270 o incluso un Holland and Holland calibre 300 Magnum. En cualquier caso un rifle con el doble de velocidad de salida que el Carcano y no hablemos ya de la energía. Incluso puede que fuera un calibre 223, que es munición de la OTAN. La bala era de punta hueca. Es lo que llaman un proyectil frangible. Y prácticamente se habría desintegrado. Las balas que disparó Oswald eran sólidas, envueltas en camisa de acero templado (p. 383).

También indaga en el único tema del que nadie sabe nada con certeza, es decir, la muerte:

El transcurrir del tiempo es irrevocablemente el transcurrir de uno mismo, así de simple. Y luego la nada. Supongo que debería ser un consuelo comprender que uno no puede estar muerto eternamente porque no hay eternidad en la que estarlo (p. 279).

La ambición de McCarthy en este binomio demuestra que los años colocarán El pasajero entre las novelas que dan cuenta del Proyecto Manhattan, los Kennedy, el FBI y su siniestra forma de actuar, sin dejar de ser una obra estilística y personal.

Por su parte, Stella Maris presenta a Alicia y su tratamiento psicológico en 1972. Ella es una matemática y violinista cultísima. Y, a la manera de un anillo de Möbius, Stella Maris podría completar las incógnitas con las que vivirá Bobby, ¿pero lo hará realmente?

Tal como sucede en la vida, de la cual nunca llegamos a tener toda la verdad, en la segunda parte la historia se estría incesantemente, a la manera de un rizoma. Si en Todos los hermosos caballos habíamos visto el relato de la anciana que fue novia de Gustavo A. Madero, o en La Frontera uno de los momentos más trágicos que podamos leer cuando Billy mata a la loba cargada que ha cuidado durante semanas, en El pasajero presenciamos el peregrinaje de los últimos dos seres vivos que quedan en la faz de la Tierra.